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LA SEGUNDA GUERRA FRÍA

Nicolás Lewkowicz*

El espectro de la Segunda Guerra Fría ya informa todos los aspectos de las relaciones entre los estados.

La contienda entre Estados Unidos y China revela la lucha entre, 1) el concepto de globalización basado en la voluntad de generar una creciente centralización económica y política, y 2) la idea de una interconectividad internacional diferenciada por las particularidades de cada ecúmene cultural.

El objetivo de los Estados Unidos y de sus aliados es forzar a China a unirse a un sistema de estados basado en las normas económicas, políticas y culturales que emanan de la potencia que aún domina los mares y que, por ende, regula el comercio internacional.

El objetivo de China es preservar su estabilidad política en un ambiente de gran aceleración tecnológica, apelando a valores tradicionales y a un férreo control social.

La Segunda Guerra Fría estará sustentada en una tripolaridad en la cual los Estados Unidos y sus aliados circunstanciales lucharán para contener el avance de China, sobre todo en lo que se denomina el “Indo-Pacifico”, el cual fue un área de disputa entre el Imperio Británico, Francia y Japón durante buena parte de los dos últimos siglos.

China pudo haber llegado al fin del período de alto crecimiento económico. Una de las consecuencias del desplazamiento de los Estados Unidos hacia el Indo-Pacífico, fortalecido por la Alianza del Cuadrilátero con India, Australia y Japón, y el AUKUS, es una suerte de encierro naval de China.

Cercada en el Indo-Pacifico, China no tendrá otra alternativa que salir al mundo por vía terrestre y fortificando el frente interno con un discurso de altos ribetes nacionalistas. Contará con el apoyo de Rusia, con la cual comparte una larga frontera, además de un oponente común.

Esto explica el modus vivendi logrado con Rusia y la importancia de la alianza informal de Pekín con los países eurasiáticos, en el marco del Tratado de Cooperación de Shanghai.

El encierro naval de China en el Indo-Pacifico supone que el epicentro el sistema político internacional se traslada definitivamente a Asia y que Taiwán se transforma en el punto neurálgico de la Segunda Guerra Fría, así como Berlín lo fue durante la Primera Guerra Fría.

La contienda dará lugar a grandes innovaciones tecnológicas. Durante la Segunda Guerra Fría, la cuál podría durar hasta fin de siglo, habrá una transición hacia la sexta generación de innovación tecnológica, la cual supone un aceleracionismo exponencial en áreas como la inteligencia artificial y la biotecnología.

La posibilidad de un conflicto cinético es cada mas reducida, debido al gran daño que esto acarrearía. El conflicto será híbrido, constante y de baja intensidad en la mayoría de los casos. Las consecuencias de la confrontación entre los Estados Unidos y China afectarán todas las áreas de la vida humana.

No habrá linealidad en la contienda que se está configurando. Habrá ciertas desprolijidades en la forma de ejercer poder geopolítico, lo cual paulatinamente minará el poderío de las unidades dominantes del sistema político internacional.

A diferencia de la Primera Guerra Fría, la transferencia de conocimiento tecnológico será mucho más fluida. Esto otorgará a ciertas regiones del mundo la posibilidad establecer espacios de autonomía.

La Primera Guerra Fría enseña que el conflicto entre potencias nunca es disruptivo, sino que sirve para acomodar áreas de influencia.

En efecto, la rotura de las cadenas de abastecimiento, las venideras plagas cibernéticas, la proliferación de enfermedades y la misma oposición a la centralización política y económica llevarán en algún momento al resquebrajamiento del mundo globalizado tal cual lo conocemos.

¿Cómo afectara la Segunda Guerra Fría a la Argentina?

La Primera Guerra Fría impactó negativamente a la Argentina. Hay una correlación entre el ascenso de los Estados Unidos como potencia hegemónica y el declive geopolítico y económico de la Argentina.

Por ello, en principio, no hay mucho lugar para el optimismo cuando se analizan las posibles consecuencias de la Segunda Guerra Fría para la Argentina.

En una situación de conflicto creciente en las potencias de tierra (China y Eurasia) y las potencias de mar (Estados Unidos y la Anglósfera), es de esperar que Washington busque consolidar su dominio sobre el “Hemisferio Occidental”. Esto implica tener un control mucho más efectivo sobre América Latina y la Cuenca del Caribe.

Por el momento no se avizora en la clase dirigente una voluntad de trascender la idea de una Argentina insertada en el mundo post-histórico engendrado en las dos décadas que sucedieron al fin de la Primera Guerra Fría.

De todas formas, en algún momento, no sería impensable que hubiera una reacción a la idea de la Argentina como sujeto pasivo de la historia.

La Segunda Guerra Fría nos dejará un mundo mucho más balcanizado, el cual ofrecerá la posibilidad de establecer espacios de autonomía, que solamente pueden ser materializados a través de un decisionismo geopolítico de fuerte impronta.

Los países que se aferren a la idea de un “mundo feliz” y post-histórico sufrirán los embates inevitables que implica ser unidad subalterna en un sistema político internacional que diferenciará de manera mucho más marcada entre los países que detentan poder y aquellos que no.

La Segunda Guerra Fría ha llegado para quedarse. Eso supone el ocaso de la “gran ilusión” de un mundo unido por reglas comunes y en creciente ascenso económico. Vuelve a tener importancia el factor civilizacional. En un contexto de creciente conflicto, los valores culturales serán vistos cómo lo que realmente son: herramientas para negociar los vaivenes inevitables de la historia.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020. 

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LOS DIEZ TRASTORNOS DE CUBA

Alberto Hutschenreuter*

Mucho se ha dicho desde que las protestas sociales se extendieron por toda Cuba. Casi de súbito (porque muchas realidades eran conocidas), una pluralidad de dificultades mayores que tenían lugar en la isla fueron quedando en evidencia. En gran medida, pandemia, economía y redes fueron el epítome para comprender un fenómeno de escala que prolonga el desenlace o capítulo final de una historia que se inició en plena Guerra Fría.

Con el fin de ampliar y, si es posible, enriquecer el enfoque, existe, sin duda, una pluralidad de realidades pertinentes en relación con la situación. Consideremos a continuación diez situaciones clave.

1. La revolución no condujo a ningún paraíso

A fines de los años cincuenta, el líder soviético Nikita Krushev advirtió que para 1980 sería alcanzado el horizonte del comunismo, es decir, una sociedad sin clases y, por tanto, sin Estado, según rezaba la proyección de la ideología marxista-leninista. No solo sabemos que ello jamás sucedió, sino que el mismo país de los trabajadores y del enorme Partido-Estado acabó derrumbándose. Se trató, como sostuvo Zbigniew Brzezinzki, del “gran fracaso del siglo XX”.

No ocurrió lo mismo en China, donde la dirigencia de cuño ideológico maoísta instrumentó, a fines de los años setenta, una estrategia que mixturó leninismo y mercado, decisión que llevó al país asiático a un notable crecimiento económico en las cuatro décadas siguientes. Vietnam siguió también una vía propia, convirtiéndose en un triunfante actor en el siglo XXI.

En América, Cuba se mantuvo graníticamente dentro de la línea ideológica. Si bien es cierto que los niveles de alfabetización y, más relativamente, la salud son logros, en modo alguno ello alcanza para considerar que la isla alcanzó el sueño revolucionario. Como en la ex Unión Soviética, ningún “hombre nuevo” produjo la revolución. Si así hubiera sido, en la Rusia de los noventa no habrían tenido lugar las desmesuradas ambiciones materialistas que, casi como en su momento las hordas mongolas, asolaron el país. Asimismo, si en Cuba la revolución hubiera creado una “nueva situación social”, jamás habría pasado lo que sucedió en 1994 y en 2020-2021. En buena medida, en Cuba se reprodujo la situación que tenía lugar en la URSS: una dictadura eterna del proletariado, un Partido-Estado predominante dirigido por “una nueva clase” (término utilizado hace más de 60 años) y una sociedad postergada y sumida en crecientes necesidades de insumos básicos.

2. Se murió el liderazgo

Aquí también existe una situación de “retardo de los hechos”. La desaparición física de los grandes líderes del siglo XX determinó el propio fin de una centuria más corta todavía de lo que habitualmente se considera.

Por razones de generación, claro, el “liderazgo genuino” en Cuba; es decir, los Castro, o más precisamente Fidel Castro, fueron un factótum en Cuba. El crédito y la personalidad de Fidel Castro era (casi) como la presencia de Napoleón en las batallas: era sentido y percibido como la mitad de las fuerzas. Cuba era Fidel y Fidel era Cuba; sin él, Cuba ya no fue, como la URSS ya no fue la URSS tras la desaparición de Stalin. Existió al frente de la potencia mayor un liderazgo colegiado con un cabecilla, Brezhnev, que “invernó” régimen y sociedad durante años, hasta que la crisis acumulada produjo en la década del ochenta lo que recordamos: Gorbachov, un reformador que salvaría el sistema, y el desplome del sistema y del mismo país. Pero Raúl Castro no fue como Brezhnev. Fue un líder más apagado y tímido al que finalmente le tocó definir la sucesión.

3. El totalitarismo no pudo sostenerse

Podríamos decir que, así como el totalitarismo soviético se fue con Stalin, el totalitarismo en Cuba se fue con Castro, incluso antes de su muerte. Dejó de haber totalitarismo, es decir, identificación ideológica total (y si fuera necesaria violenta) entre Estado y sociedad. Como en aquel país, continuó existiendo en Cuba, utilizando categorías del alemán Karl Lowenstein, una “autocracia autoritaria”. Pero socialmente comenzaron a abrirse espacios para respirar (ello explica el surgimiento de movimientos como San Isidro y el N27, que son los que desde 2020 crearon en Cuba una “nueva realidad”.

Esa transición política suele herir de muerte a los regímenes centralizados, pues desaparece o se debilita significativamente un instrumento de control clave del régimen: la “segmentación” de la sociedad, esto es, la estrategia basada en mantener separada a las personas para evitar la (peligrosa) comunicación entre ellas, puesto que la  conectividad entre la gente va dejando al descubierto, por un lado, las “perversidades” del sistema de control, y por otro, lo que sucede y cómo se vive fuera del país, sobre todo en el territorio del capitalismo.

4. No hay valedor externo

En gran medida Cuba está sola, pues aventurar que Rusia se va a involucrar en caso de que la situación se oriente hacia una situación relativamente parecida a la que sucedió a fines de los años ochenta en los países de Europa central pertenecientes a la esfera de influencia soviética, es una equivocación mayor. Sin duda, Moscú elevará el tono de sus reservas ante un escenario complejo y, llegado el momento, hará pesar su condición en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero Cuba no es parte del “área geopolítica roja” de la potencia, que es la de las ex repúblicas soviéticas de Europa del este, Georgia y las repúblicas centroasiáticas.

En segundo lugar, no es la ideología la que lleva a que Rusia defienda al régimen de La Habana sino la necesidad de reparación estratégica que lleva adelante Moscú frente a lo que considera el mayor reto por parte de occidente: la proximidad de la OTAN a sus líneas rojas. Lo mismo podemos decir en relación con el lazo Moscú-Caracas. Tanto Cuba como Venezuela se encuentran en el primer y segundo anillo en relación con los intereses geopolíticos de Estados Unidos en el continente; por tanto, el apoyo de Rusia a estos regímenes implica, ante todo, la réplica rusa a la rentabilización que ha llevado adelante Estados Unidos tras su victoria en la Guerra Fría.

Por último, la difícil situación socioeconómica de Rusia la lleva a que priorice su frente interno durante los próximos años. Sin duda, si están en liza intereses vitales en sus zonas sensibles, Rusia aplicará su concepción de “defensa ofensiva”, como lo hizo en Georgia y en Ucrania; pero compromisos militares de escala más allá no harán más que complicar el frente interno. Rusia no es una potencia ideológica como lo era la URSS, pero sí puede sucumbir como la ex superpotencia si antepone más allá de lo necesario la geopolítica a la economía.

5. Fracasó la modernización

La modernización en los países con regímenes iliberales implica una mejora o transformación de su estructura económica con el propósito de vigorizar la economía y evitar así desarreglos que pudieran poner en riesgo la “igualdad social”. China no logró evitar que se formara una numerosa clase media, pero el trascendental crecimiento económico (que por años llegó a ser de dos dígitos) moderó descontentos.

En Cuba, la modernización implicó, centralmente, cambios económicos; una especie de NEP (Nueva Economía Política) que, si bien no siempre se destaca, produjo cambios notables en la estructura de exportación de la isla. Como bien destaca Emily Morris, mientras que las exportaciones de azúcar proporcionaron más del 70 por ciento de los ingresos de divisas en 1990 (tiempos de severa crisis), en los últimos años ha representado menos del 3 por ciento. Asimismo, reorientó inversiones hacia el turismo y la minería del níquel. Con las exportaciones de servicios (el principal sector económico de la Cuba actual), petróleo refinado y medicinas, como así con las remesas, aumentó las divisas.

Con estos cambios, Cuba se alejó de la primera parte de los años noventa, cuando la economía se contrajo más de un 34 por ciento. Pero, evidentemente, las medidas fueron exiguas, no se pudo evitar el crecimiento del mercado negro y el retiro del Estado fue insuficiente. Las consecuencias fueron un sistema con dos monedas, que provocó que calificados profesionales del sector público se marcharan al sector privado, se elevarán los precios y cayeran las exportaciones.

Por otro lado, si en La Habana se consideraron modelos a seguir, por caso, los cambios en el socialismo de Vietnam, hubo insuficiencia en reparar, entre otras, que en el país asiático los servicios no comprendían una porción elevada del PBI como en Cuba; en Vietnam, el sector productivo representa casi el 70 por ciento del PBI, dato que explica categóricamente el éxito de este país y el fracaso de aquel.

6. No se construyó poder nacional

Si Cuba hubiera logrado resultados en las reformas, entonces habría logrado un margen de legitimidad que hubiera sido decisivo en relación con lo que ha desaparecido en la isla: el ascendente del liderazgo de Fidel Castro. En China, la muerte de Mao fue seguida, prontamente, por un proceso de reformas que alejó al país del desastre que causó la Revolución Cultural y la puja de poder, y colocó a China en un indetenible crecimiento económico: se construyó lo que en China denominan “poder agregado”, indispensable para la conversión en un gran poder. Salvando proporciones, también Vietnam logró lo mismo. No obstante, la gran potencia aún es deficitaria en matera de “poder blando”.

Sin construcción de poder nacional, difícilmente un país dispondrá de proyección internacional. En el caso de Cuba la situación fue acaso peor, pues el “poder nacional” quedó reducido a la ideología, pero una ideología que se ha devaluado. No obstante, el régimen ha insistido en ella, hecho que hasta le ha significado problemas en materia de concretar acuerdos con Rusia, su propio “socio estratégico”.

Alfabetización y salud son activos importantes, sin duda; pero no son suficientes si no van acompañados de otros componentes del poder nacional.

7. El sector duro fue (y es) predominante en el PCC

En buena medida, algunos de las realidades explicadas aquí tienen como base que en el PCC nunca se impuso el sector reformista. Siempre acabó predominando el sector duro, y cuando pareció que este sector sería pragmático, nunca había referencias a cambios estructurales: todo cambio se realizaría dentro de una lógica coyuntural. Y ello ha continuado siendo así con Miguel Diaz-Canel al frente de Cuba, es decir, durante los últimos años.

Dicho sector sabe que todo cambio económico de escala tendrá, tarde o temprano, correlato político. Pero frente a los recientes acontecimientos, prácticamente no queda otra opción. La pregunta es, como bien sostiene la analista de “Geopolitical Futures”, Allison Fedirka, ¿cuánto más se puede hacer sin revisar el sistema?

8. La geografía es inalterable

La ubicación de Cuba en el mundo no admite discusiones: se encuentra dentro del área de intereses selectivos de los Estados Unidos. Dicha área se extiende a Colombia y Venezuela, para disminuir a medida que se desciende al sur.

En tiempos de Guerra Fría, cuando ambos contendientes pugnaban por proyectar poder e influencia, Cuba y la adopción de la ideología revolucionaria resultó funcional para la URSS: supuso ganancias que Estados Unidos no pudo revertir, a menos que arriesgara una confrontación con su par nuclear. Pero ese ciclo internacional terminó. No existe una nueva Guerra Fría: existe una nueva competencia; de manera que ha declinado sensiblemente aquello relativo con que Cuba era una espina en el bajo vientre de Estados Unidos.

Casi no se habla más de esferas de influencia, pero continúan existiendo en todas las zonas adyacentes de los poderes preeminentes. Se trata prácticamente de una de las “leyes de la geopolítica”.

Además, es muy posible que la ascendencia de La Habana en países de América Latina (un activo “duro” y “blando” del régimen castrista por décadas) pierda fuerza, algo que representa una ganancia de poder para Estados Unidos en relación con considerar alguna nueva doctrina para la región.

En estos términos, el problema para Cuba no es tanto el bloqueo estadounidense sino su ubicación geográfica.

9 La pandemia

La expansión de los contagios por coronavirus en la isla (más de 250.000 contagiados y casi 2.000 muertos a mediados de julio de 2021, según cifras oficiales) ha dejado en evidencia que el “factor salud” en Cuba no es el bien público inmaculado. Algo de ello se dijo cuando el entonces presidente venezolano Hugo Chávez, desoyendo consejos, eligió someterse a la medicina cubana para superar su enfermedad.

La respuesta a la pandemia expuso las dudas sobre las vacunas cubanas, pues las producidas allí (que son tres: Soberana 01, Soberana 02 y Abdala) no siempre han demostrado eficacia y seguridad, pues, como ha ocurrido también en otros países donde se han utilizado otras vacunas, en Cuba se ha contagiado gente que se había aplicado las vacunas (que aún no están aprobadas; aparte, Cuba no forma parte de COVAX, el Fondo de Acceso global para Vacunas Covid 19). De manera que si Cuba tenía la posibilidad de hacer valer su activo blando de poder que es la salud, hasta el momento ello no pudo ser o bien ha sido relativamente.

Pero la pandemia trajo otro problema (también letal) para la economía de Cuba: la fuerte caída del turismo, el segmento que provee a Cuba de importantes ingresos.

10. La conectividad es indetenible

La extensión del parque de la telefonía móvil en la isla es, sin duda, el hecho clave para entender la movilización de la sociedad. En 1994, cuando ocurrieron protestas, las mismas tuvieron lugar en la capital. Hoy, las protestas tuvieron lugar a lo largo y ancho de toda la isla; y ello fue posible por la conectividad. De hecho, las protestas se iniciaron en San Antonio de los Baños, desde donde la información se expandió a toda la isla; casi inmediatamente, los hechos pasaron a reportarse a todo el mundo. En buena medida, lo que sucedió en Cuba en materia de conectividad ciudadana nos retrotrae a los sucesos que se vivieron en El Cairo en 2011, cuando las redes fungieron como el instrumento de convocatoria a las calles.

El régimen respondió de la manera esperada: bloqueó el servicio de internet. Pero el fenómeno de la conectividad es prácticamente indetenible. De hecho, el bloqueo del segmento digital en Cuba reactivó en Estados Unidos las fuerzas que pugnan por convertir en ley proyectos que permitirían que las personas, a pesar de bloqueos, continúen comunicadas entre sí y con el exterior.

En otros términos, la conectividad torna prácticamente imposible preservar el totalitarismo, incluso en China, cuyo régimen ha aprovechado la pandemia para mejorar el sistema de vigilancia digital pues sabe que la conectividad, ante una situación de descontento social, podría tornar incontrolable los levantamientos. Pero China, a diferencia de Cuba, cuenta con otros activos que le permiten mantener la “legitimidad”.

El régimen cubano podría seguir el “modelo venezolano” en matera de conectividad, es decir, bloqueo, vigilancia y represión permanente. Pero el precio sería muy alto: una de las insuficiencias que sufre, la energía, si se llegaran a cortar los aportes del exterior, empeoraría tanto que el colapso en la isla sería total.

En suma, la pandemia complicó severamente el escenario político, social y económico de la isla. Pero, en rigor, Cuba afronta una pluralidad de trastornos que dejan al régimen conservador en una situación casi terminal, aunque por ahora haya “controlado” las protestas.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL) y profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN) y en la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Es autor de numerosos libros sobre geopolítica y sobre Rusia, entre los que se destacan “El roble y la estepa. Alemania y Rusia desde el siglo XIX hasta hoy”, “La gran perturbación. Política entre Estados en el siglo XXI” y “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”. Miembro de la SAEEG. 

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TRES SITUACIONES INTERNACIONALES. APRECIACIONES ESTRATÉGICAS

Alberto Hutschenreuter*

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El escenario internacional se encuentra atravesado por una pluralidad de conflictos. Prácticamente no existe ninguna dimensión de la seguridad entre los Estados y, en un sentido más abarcador, a nivel internacional o mundial, que no se halle en situación crítica; incluso en la principal de ellas, la relativa con las armas de exterminio masivo, los “desajustes” producidos entre los poderes mayores (a partir del retiro de marcos de regulación cruciales) han incrementado el nivel de dudas en relación con la vigencia del propio equilibrio nuclear.

En clave esperanzadora, algunos expertos destacan que desde 1945 no ha sucedido ninguna nueva guerra generalizada, dando acaso por hecho que el mundo se ha alejado de ese fenómeno. Incluso algunos textos de escala del siglo XX, por caso, “Paz y guerra entre las naciones”, del francés Raymond Aron, por citar apenas uno de ellos, pareciera que se han vuelto perimidos frente a la emergencia de “nuevos temas”. Aunque casi no hay sitio para conjeturas confiadas, como ocurrió tras el final de la Guerra Fría cuando lo promisorio y lo habitual sobre el porvenir contaban con “perfiles” balanceados, existen “capillas” que tienden a considerar que “lo nuevo” podría implicar un horizonte que conduzca a los Estados a una era diferente, acaso alejada de las cuestiones que empujan a los actores a la rivalidad.

En esta perspectiva, el mundo cibernético, la “gestión climática” y, particularmente, la denominada inteligencia artificial (IA) serían los “aceleradores de la historia”.

Pero tal vez existe un exceso de confianza en ello.

En relación con el hecho relativo con más de siete décadas sin guerras entre poderes preeminentes, es necesario recordar que no ha sido del todo así, pues hubo choques entre actores de escala durante la denominada “paz larga”, por caso, la Unión Soviética y China, India y China, India y Pakistán, y también existieron situaciones de tensión extrema entre los dos centros geopolíticos sobre los que se apoyó el régimen interestatal post-1945. Pertinentemente, hace poco un prestigioso experto se refirió al “regreso de las tormentas”[1].

Las armas nucleares implicaron una nueva situación en el contexto estratégico-militar y en el cuadro del régimen internacional bipolar bajo todos sus estados, un tema muy bien estudiado por Morton Kaplan, otro “olvidado”. Ambos, armas letales y régimen, fueron realidades decisivas para que el mundo no marchara hacia un nuevo “estado de guerra”; dicho régimen también resultó capital para que los conflictos periféricos contaran con cierto nivel de “amortiguamiento”.

Pero el mundo continúa sin contar con una “vacuna contra la guerra”, pues las características principales de la política internacional siguen siendo las mismas de siempre: anarquía entre Estados, inseguridad, capacidades, intereses, incertidumbre ante las intenciones del otro, etc. De modo que mientras estos rasgos protohistóricos se mantengan, y no hay mayores razones como para considerar que se encuentran en retroceso, la política internacional no sufrirá cambios de escala.

Las cuestiones relativas con lo que podríamos denominar “nueva política internacional”, ciertamente permiten conjeturar en términos promisorios; pero es necesaria la cautela, pues en algunos de esos temas las necesidades de los Estados relativas con lograr ganancias de poder frente a otros, pues en la materia el poder es una realidad siempre relacional: importa en tanto se posee más que otro, podrían implicar un descenso (más) de la cooperación internacional, mientras que en otros el grado de incerteza es muy alto.

Por caso, en materia del “nuevo territorio” que supone la cibernética, un reciente estudio estima que las amenazas a la seguridad cibernética continuarán aumentando en 2021 por una razón central: un ciberataque es “una opción atractiva para los Estados porque es imposible probar las responsabilidades. Hay una guerra fría digital entre Estados Unidos, Rusia y China”[2].

Desde estos términos, si la “vieja geopolítica” implicaba siempre una cuestión de rivalidad entre los Estados por la pugna de intereses sobre territorios, la “nueva geopolítica” suma más conflicto entre Estados pues implica lo mismo que aquella, solo que en un territorio no mensurable.

En cuanto a la cuestión climática, las regulaciones impulsadas para detener el deterioro medioambiental no siempre serán neutrales, puesto que podrían encerrar lógicas relativas con la esencia de las relaciones entre los Estados: relaciones de poder antes que relaciones de derecho. Por ejemplo, tales regulaciones podrían implicar restricciones o bloqueos a países cuyas necesidades de modernización económica afectarían el medio ambiente.

Finalmente, en relación con la mentada IA, las posibilidades de que la misma produzca cambios que supongan un mejoramiento en la conducta humana son, por ahora, muy conjeturales. Más aún, en la propia comunidad científica hay sectores que consideran que nunca se llegará a un desarrollo total de la IA.

Pero más allá de las apreciaciones que puedan existir en relación con los nuevos tópicos y sus consecuencias en la política internacional, son las cuestiones habituales las que nos sumen en una situación no solo de rumbo incierto, sino riesgoso; pues a la ausencia de un régimen internacional (el último fue el de la “globalización I” en los lejanos años noventa), aquellos que deberían encontrarse pensando formas de convivencia, los poderes preeminentes, se hallan en una situación de rivalidad que, en algunos casos, como ocurre entre Occidente y Rusia, parecería haber tomado un curso prácticamente irreductible, situación que suma inquietud estratégica, pues el rasgo de conflictos irreductibles parecía ser propio de los conflictos que tienen lugar entre los poderes de Oriente Medio, por ejemplo, entre Irán e Israel, pero no entre Occidente y Rusia una vez finalizada la pugna global este-oeste.

Si bien es cierto que las rivalidades entre Rusia y Occidente, por un lado, y entre China y Occidente, por otro, son las mayores y las que más preocupan, los disensos que desde hace tiempo se registran entre “Occidente y Occidente”, es decir, entre Estados Unidos y Europa, merecen una particular atención. Claro que no se trata de una situación que no es ni de guerra ni de paz, como sucede en los otros dos contextos de rivalidad; pero en función de determinadas realidades, de la dispersión del poder, de la posible reconfiguración internacional y de las propias necesidades de Europa, es una cuestión estratégica seguir la relación, sobre todo desde el regreso de los demócratas al poder en los Estados Unidos.

Por tanto, realicemos a continuación algunas apreciaciones sobre estas tres cuestiones internacionales de escala.

Occidente-Rusia: más allá de la Guerra Fría

Habitualmente se tiende a considerar que las relaciones entre Occidente y Rusia se deterioraron a partir de la cuestión de Ucrania, cuyo desenlace implicó la amputación territorial de Crimea por parte de Rusia en 2014. Es verdad que la situación se deterioró sensiblemente desde entonces, siendo el grado de acumulación militar regional de ambos (que incluye posibles escenarios de choques o querellas militares), las sanciones, los cruces de acusaciones, etc., los principales indicadores de ello.

Pero si se pretende disponer de una apreciación más abarcadora de este conflicto central y de cuya evolución dependerá en buena medida el orden interestatal del siglo XXI, es preciso dirigirnos a los años noventa, más específicamente desde el mismo final de la contienda bipolar; pues para la “superpotencia solitaria”, como bien la denominó Samuel Huntington por entonces, era un propósito estratégico mayor evitar que, tras el derrumbe de la URSS, surgiera un nuevo poder que volviera a desafiar a Estados Unidos.

La “Rusia inicial”, la de 1992-1994, confió casi enteramente en la complementación estratégica con Occidente. Fue hacia mediados de la década cuando Moscú concluyó que la concepción estadounidense se basaba en una suerte de “Yalta de uno”: no había nada que compartir desde la victoria, y sí rentabilizar la misma a través de procedimientos que maximizaran la categórica posición estratégica occidental y debilitaran la de Rusia. De todos esos procedimientos, la ampliación de la OTAN, sobre todo la siguiente a la inclusión de Polonia, República Checa y Hungría en ella, fue el que más dañó y tensó las relaciones con Rusia, un actor de poder eminentemente terrestre, y cuya sensibilidad geopolítica protohistórica ante la aproximación de poderes mayormente marítimos significaba que la seguridad nacional se encontraba en riesgo mayor.

Si de práctica de pluralismo geopolítico se trataba, es decir, de deferencia y respeto territorial, hay que decir que ha sido la OTAN la que transgredió tal concepto, exigido hoy a Rusia en relación con sus cercanos, es decir, las ex repúblicas soviéticas, particularmente Bielorrusia y Ucrania. Georgia, en 2008, y Ucrania, en 2014, dejaron en claro esas zonas geopolíticas rojas de Rusia.

De manera que la rivalidad actual entre Occidente y Rusia ha proseguido después de la Guerra Fría; pero se trata de una nueva rivalidad o compulsa, no de una nueva Guerra Fría. El conflicto actual no implica ninguna pugna global con base en ideologías universales. Básicamente, se trata de una rivalidad de cuño geopolítico. Desde Occidente se considera que Rusia, en cualquier caso, será siempre una potencia políticamente conservadora y geopolíticamente revisionista que amenazará a Europa, particularmente a Europa central.

Por ello, cuando consideramos la actual situación de Rusia a partir de los sucesos derivados del caso o “factor Navalny”, necesariamente hay que tener presente esta perspectiva. Pues sin duda que los hechos relativos con el líder opositor implican cuestiones de orden interno, pero también fungen desde los intereses relativos con la rivalidad entre Occidente y Rusia o, más apropiadamente, desde los propósitos estratégicos de Occidente frente a Rusia.

La situación socioeconómica de Rusia es pertinente en relación con el intento de lograr ganancias de poder por parte de Occidente. En efecto, desde Occidente el discurso pro-Navalny es prácticamente granítico: se coloca al político opositor como el “bueno” y al régimen encabezado por Putin como el mal, un discurso que recuerda al presidente Reagan cuando se refirió a la URSS como el “imperio del mal”.

Más allá de las observaciones que se puedan llegar a hacer al régimen ruso, en términos de política de poder, pues de ello se tratan las relaciones entre Estados, el ascenso de Navalny u otro opositor serían funcionales para Occidente, pues se trata de políticos que si llegaran a estar al frente de Rusia podrían repetir lo que durante el primer lustro de los años noventa implicó el presidente Yeltsin para Occidente: un mandatario funcional para sus intereses.

En otros términos, un cambio de hombres al frente de Rusia podría implicar el debilitamiento del “modelo patriota”, al tiempo que se fortalecería el “modelo globalista occidental”, que no es un “modelo global-idealista”: es un modelo de poder con centro en Occidente (es decir, en Estados Unidos, pues Europa hasta hoy continúa siendo un “seguidor” de éste), una suerte de “neo-wilsonismo” activo cuyo propósito es hacer de Rusia una potencia frágil, exportadora de materias primas y con una menguada influencia en los grandes temas internacionales.

De este modo, como en los noventa, toda “gran estrategia de Rusia”, enfoque que implica centralmente mantener influencia en el cinturón de Estados que constituyen el “extranjero próximo” y tender a construir un orden internacional más multipolar, tendría un alcance más formal que real[3].

En este contexto, resulta difícil apreciar una posible salida a la situación entre Occidente y Rusia, de allí la condición geopolítica casi irreductible a la que ha llegado la misma. La llegada de Biden no es favorable a la negociación, salvo que la primacía de la política interna termine por “congelar” el conflicto con Rusia. No debemos olvidar que tres momentos estratégicos de Estados Unidos ante Rusia en los últimos 40 años ocurrieron con gobiernos demócratas: el involucramiento de la URSS en Afganistán (en 1979), la ampliación de la OTAN (fines de los noventa) y los sucesos en Ucrania (2013-2014).

Occidente-China: una nueva contienda, no una nueva “Guerra Fría”[4]

La creciente rivalidad entre Estados Unidos y China ha instalado a los dos actores preeminentes como los principales “gladiadores” (para utilizar el término de Hobbes) de las relaciones entre Estados en el siglo XXI. Ningún otro conflicto, incluso el de Estados Unidos-Rusia, que considerando las capacidades convencionales y sobre todo nucleares de ambos puede parecer central, tiene la magnitud del conflicto chino-estadounidense.

Acaso lo más extraño de esta nueva rivalidad es que, después del comercio UE-China, se trata de la mayor interdependencia del mundo: nunca en la historia de las relaciones entre Estados hubo dos países cuyas economías estuvieran tan entrelazadas; vaya como dato relativo con ello que, en 2019, el año que se deterioran más sus relaciones, el comercio bilateral alcanzó la sideral suma de 540.000 millones de dólares, aunque no se trata de una cifra simétrica, claro, pues las ventas de la potencia asiática a Estados Unidos estuvieron cerca de los 400.000 millones de dólares, desequilibrio que, en gran medida, explica la ofensiva de Washington por lograr  reparación comercial, propósito que difícilmente vaya a modificarse con el presidente Biden.

Es precisamente ese notable vínculo el que, como bien señalan dos autores argentinos en una reciente obra, hace que cualquier gestión del mundo dependa muy fuertemente de la coevolución de las relaciones entre ambos poderes, para lo cual imperiosamente deberán salir de la “interdependencia negativa” en la que se hallan[5].

Ahora, no solo el segmento mercantil los mantiene enfrentados. El creciente poderío de Pekín y su notable expansión geopolítica, geoeconómica y geotecnológica ha inquietado a Estados Unidos, que incluso ha sido desalojado por el actor asiático en algunas de las “plazas” latinoamericanas donde tradicionalmente había mantenido ascendente comercial y coto geopolítico, por caso, Venezuela y, considerando algunas declaraciones gubernamentales, Argentina, dos de los actores con mayor viabilidad económica estratégica.

Pero es en la gran región del Mar de la China Meridional, e incluso más allá, donde la proyección de los intereses de China ha preocupado a Estados Unidos, al punto que su concepción geopolítica preferente ha mudado desde la región del Golfo Pérsico hacia la enorme masa líquida que se extiende desde el Mar de Japón hasta Australia.

Conforme el entorno estratégico selectivo se ha ido trasladando desde el núcleo occidental hacia el este del globo, y el orden internacional gestado en 1945 se encuentra en estado de fragmentación y disolución, Estados Unidos, el único país grande, rico y estratégico-militar del mundo, y este último segmento es el que aún lo desmarca de los demás, no solo velará por la defensa de sus aliados asiáticos, sino que buscará evitar que en ese escenario, atravesado por múltiples dinámicas, se erija un “hegemón”.

En buena medida, Estados Unidos retorna a uno de sus grandes geopolíticos, Alfred Thayer Mahan, quien preconizaba que el dominio de los mares, especialmente de las rutas o “carreteras” marítimas, aseguraba el control mundial. Entonces, últimas décadas del siglo XIX, Estados Unidos se encontraba recorriendo el camino que lo llevaría “desde la riqueza al poder”, y uno de sus propósitos geopolíticos fue afirmar su predominancia en la región del Mar de la China, para lo cual su victoria militar sobre España fue clave para anclar su poder en Filipinas, entonces y hoy, un área selectiva estratégica.

También en aquel momento, la potencia americana en ascenso prácticamente no tenía rival allí: China había sido derrotada por otro poder en ascenso, Japón, que se consolidaría en el norte tras su categórica victoria ante Rusia en 1905.

Pero poco más de un siglo después la situación se presenta diferente, porque China no es la China de 1895, ni la de fines de los años setenta, en el siglo XX, cuando tuvo su última guerra, con Vietnam, país que aquel había invadido en su zona fronteriza, para luego retirarse tras enfrentar una fuerte reacción vietnamita. Posteriormente, en 1988, y más recientemente en 2014, hubo otras querellas militares entre ambos por cuestiones geopolíticas en el mar, pero estuvieron lejos de la contienda de 1979.

Es decir, si el verdadero poderío de una nación se mide en función de la técnica de poder más riesgosa, la guerra, la última confrontación militar de China fue hace más de 40 años y, aunque para la opinión pública internacional fue presentada como un triunfo de China, en el terreno la realidad fue otra.

Cumpliendo con su concepción estratégica, Estados Unidos se encuentra trasladando parte de su flota a la región; no solo lo hace para “contener” los propósitos expansivos y post-patrióticos de China, es decir, proyectarse más allá de sus derechos territoriales. De alguna manera, China lo ha hecho, pues ha conformado una serie de instalaciones o “almacenes militares” a lo largo de la costa del sur asiático, que llegan incluso hasta África, continente en el que la potencia asiática se ha convertido en “el nuevo colonizador pacífico”.

Aunque la expansión china suele ser considerada en términos centralmente económicos, la misma resulta indisociable del factor militar, pues, las compañías chinas de escala, como ha sostenido recientemente un ex director de la inteligencia británica, mantienen una estrecha relación con el Ejército chino.

Sin duda, se trata de un poder ascendente, incluso más allá de su condición geopolítica clásica: el poder terrestre. En la segunda década del siglo actual, China parece decidida a sumar, a su condición de poder terrestre, el factor marítimo, Si juzgamos los esfuerzos que ha hecho hasta el momento y los proyectos navales, particularmente, nuevos submarinos, portaaviones y armas electromagnéticas en destructores, Pekín se afirma como uno de los poderes más preeminentes del mundo, es decir, aquellos con “condición geopolítica integral” (esto es, predominancia independiente en tierra, mar, aire y espacio exterior).

De acuerdo con los propósitos fijados por el mandatario chino en 2017, hay dos “años estratégicos”: 2035, cuando el Ejército se encontrará totalmente modernizado, y 2050, cuando “las Fuerzas Armadas chinas deberán constituir una de las más grandes y poderosas fuerzas mundiales, para convertir a su país en “un líder global en cuanto a fortaleza nacional e influencia internacional”, para expresarlo en las propias palabras del presidente Xi.

Sin embargo, más allá de estos hechos y proyecciones, es posible que lo que parece ser un hecho inevitable, una confrontación entre China y Estados Unidos, no suceda en los términos clásicos, y China, el más débil de los dos, opte por una estrategia predominante y generalmente exitosa entre los países de la región: la destreza por acción indirecta.

En rigor, con algunos resultados, es la estrategia que ha estado practicando desde hace años China, a través de medios propios de la confrontación asimétrica: sin hacer frente a Estados Unidos directamente, Pekín ha buscado “rebajar” la presencia o influencia norteamericana en el área del Pacífico por medios no militares, por caso, impulsando bancos regionales con monedas regionales que, en cierta forma, configuren un orden internacional regional, como supone Henry Kissinger se irá configurando el mundo, que afiance a los actores asiático-orientales, particularmente a China, y aminore la presencia estadounidense.

Pero, con el fin de evitarlo de modo directo, Pekín podría intentar algo más en su rivalidad frente a Estados Unidos: modificar el tablero, dejando a Estados Unidos prácticamente sin el argumento estratégico que lo acerque a una posible colisión con su rival en algún lugar del Mar de la China.

En este sentido, como bien sostiene Hervé Juvin, el gran proyecto OBOR (“One Belt One Road”) tendría fines políticos, es decir, el colosal diseño para atravesar geoeconómicamente Asia desde China hasta Europa, implicaría una reacción a la política exterior de Estados Unidos basada en el “pivot asiático”. Es decir, para este autor francés, OBOR se propone dividir Occidente aprovechando la falta de estrategia de éste[6].

Ahora bien, ¿supone este conflicto chino-estadounidense una “nueva Guerra Fría” como la denominan cada vez más?

No es apropiado emplear ese concepto para designar la rivalidad entre los dos poderes. Se trata de una “nueva contienda” pero no de una “nueva Guerra Fría”. La contienda entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética fue una singularidad irrepetible; un conflicto de nuevo cuño en las relaciones entre Estados que se extendió, prácticamente, durante todo el siglo XX. Porque si bien es habitual fechar su inicio tras 1945, la rivalidad se inició el mismo año 1917, cuando los hombres que tomaron el poder en Rusia pusieron en marcha una política exterior inusual y casi desconocida que no estaba dirigida a los gobiernos de los otros Estados sino a sus clases trabajadoras, en principio a las de la Europa industrial. Por ello, muy pertinentemente, el historiador Ernst Nolte se ha referido a “la guerra civil europea 1917-1945”.

Este dato es clave en relación con la singularidad de la Guerra Fría. La misma se fundó en cosmovisiones universales diferentes, que a partir de los años estratégicos 1917-1919 la simbolizaron y aplicaron Woodrow Wilson y Vladimir Lenin. A ello habría que sumar el alcance de la ecuación estratégica-ideológica en la que se basó la rivalidad: una pugna entre “ellos y nosotros” a escala global en la que casi no hubo sitio para terceras posiciones. Las denominadas “esferas de influencia”, un concepto geopolítico aparentemente perimido, signaron la contienda.

Asimismo, del poder nuclear de ambos dependió la seguridad de la misma humanidad; por ello, la “cultura estratégica” de los dos fue determinante para corregir desequilibrios que podían haber llevado la contienda hacia una peligrosa orilla del terror.

En ese mundo, la demanda de China, en los años setenta, para ingresar al mismo fue aceptada porque resultó funcional a Estados Unidos en su rivalidad ante su igual, la URSS. Es verdad que era su igual en términos estratégicos militares, no en otros segmentos de poder, pero la Guerra Fría se trató del segmento de “la seguridad, la geopolítica y el factor estratégico militar primero”. Fue precisamente no ser una superpotencia completa la carencia que determinó su derrota y, finalmente, su desaparición.

Ese mundo desapareció hace treinta años, si bien Estados Unidos no ha dejado de considerar a Rusia un rival, como hemos visto poco antes. Pero no se trata de una continuación de la Guerra Fría. Es otra nueva rivalidad centrada más en la incongruencia geopolítica de Occidente y la dificultad que le significa no tener un enemigo, que en un eventual revisionismo geopolítico ruso.

Nada de esto hay en la contienda chino-estadounidense. China nunca ha abandonado su idea de Imperio del Centro, pero ello no supone una ideología universal. No hay una ruptura de la diplomacia, como supuso la emergencia de la “nueva Rusia” en 1917[7].

Asimismo, si hay que definir el modelo chino en el siglo XXI, se trata de un autoritarismo de mercado que se ha beneficiado, en gran medida, de los bienes públicos internacionales que Estados Unidos proporcionó al mundo pos-1945 y que hoy se están agotando.

En el mundo de hoy, China despliega “poder agregado”, algo que no sucedió con la URSS en el mundo de la Guerra Fría, es decir, China se despliega en casi todos los segmentos de poder internacional, algo que también implica una vulnerabilidad, particularmente en el circuito comercio-económico, hecho que explica los cambios que se propone Pekín.

Pero la pugna autoritarismo-democracia entre China y Estados Unidos no representa un combate ideológico de alcance universal. Ello no supone una vía de la política exterior china tendiente a modificar regímenes políticos por todo el mundo. La expansión comercial no implica necesariamente alternativa ideológica.

Finalmente, incluso en el segmento estratégico-militar, es muy cuestionable que exista paridad entre los dos actores. La propia inteligencia china considera que el país se encuentra por detrás de los Estados Unidos. Con la URSS esta situación solamente se dio entre 1945 y 1949, cuando Estados Unidos dispuso de la supremacía por ser único actor con el arma nuclear.

En breve, no hay una “nueva Guerra Fría; existe una “nueva contienda” en el mundo y ella parece destinada a quedarse en el tiempo, e incluso hasta de la misma se podría llegar configurar un nuevo orden entre Estados, aunque no podemos saber a partir de qué tipo de desenlace podría llegar a gestarse el mismo.

Occidente-Occidente: el precio de la subordinación de Europa

No vamos a extendernos demasiado en esta situación internacional, pues la relación Estados Unidos-Europa no implica un caso de conflicto a un nivel de “ni guerra ni paz” como en los casos anteriores. Ambos mantienen una alianza estratégica y la llegada de Biden podría significar restablecer firmemente el vínculo atlántico que Trump ha llegado a erosionar, aunque no quebrar.

Sin embargo, acaso con Trump se ha ido una oportunidad para que la Unión Europea comenzara a salir de su zona de confort estratégico, es decir, la condición anti-geopolítica que supone que el “primus inter pares” de la seguridad atlántico-occidental sea Estados Unidos, quedando Europa relegada a un papel de subordinación y dependencia que no siempre resulta favorable para sus intereses.

En este sentido, así como en 1945 Truman ha sido el “facilitador socioeconómico” de una Europa enteramente derrotada (por los que perdieron militarmente la guerra y por los que “ganaron, pero perdieron” en función de que el poder se concentró en actores no europeos), Trump, al defender ante todo el “interés nacional primero”, ha sido, sin proponérselo, el “facilitador geopolítico” para esta Europa del siglo XXI que parece convencida de que es posible construir un mundo con base (únicamente) en patrones jurídicos-institucionales, lo cual es, de acuerdo con la experiencia, una anomalía internacional.

Ha sido precisamente esa visión la que llevó en su momento a Europa a pensar y documentar que las posibilidades de tensiones entre Estados en el continente prácticamente eran imposibles. Pero los sucesos que tuvieron lugar en Europa Oriental, que culminaron con la anexión o reincorporación del territorio de Crimea a Rusia, fueron categóricos en relación con esa prematura visión europea.

A partir de entonces, la UE se encuentra en conflicto con Rusia, situación que ha empeorado desde el envenenamiento que sufrió Alekséi Navalny en Rusia en agosto de 2020. Dicho acontecimiento impulsó no solo nuevas sanciones, sino una postura más firme por parte de la UE ante Moscú, particularmente desde la cancillería alemana.

Ahora bien, en función de los intereses propiamente europeos, ¿es congruente que la UE sostenga (por no decir siga) el enfoque estadounidense en relación con Rusia?

Sin duda que los hechos son importantes como para que Europa adopte posiciones, pero en alguna medida las mismas terminan por afectar los intereses geoeconómicos de Europa; por caso, Alemania, el país motor de la UE, mantenía con Rusia un intercambio comercial superior a los 100.000 millones de dólares antes que se produjera la amputación de Crimea. Desde entonces, la relación cayó a 60.000 millones de dólares, quedando afectados sectores como el de los automotores alemanes. Otros países de la UE, por ejemplo, Italia, también han visto afectado el vínculo comercial con Rusia.

Actualmente, el sector relativo con el suministro de energía (la UE recibe de Rusia más del 40% de sus requerimientos energéticos) atraviesa una situación crítica, pues las sanciones de Occidente han comenzado a extenderse a compañías de dicho sector. De nuevo, Alemania podría encontrase en una encrucijada geo-energética si finalmente avanzan las sanciones. Hay que recordar que el gas ruso llega a Alemania “de territorio a territorio”, evitando el paso por terceros que eventualmente podrían provocar inconvenientes en tal suministro.

Aquí es necesario regresar al propósito estratégico de Occidente, es decir, de Estados Unidos, en relación con debilitar a Rusia. Si finalmente se logra reducir significativamente el suministro de energía rusa a Europa, convirtiéndose Estados Unidos en uno de los nuevos suministradores, ello afectaría significativamente la economía (que desde hace tiempo se encuentra en problemas) de Rusia, país que se vería privado de ingresos no solamente críticos para buena parte de su economía, sino para las necesarias modernizaciones que necesita el país: tanto en el sector de energía como en la configuración de una nueva economía que le permita a Rusia desempeñar un papel más cabal en el escenario internacional. ¿Es de interés europeo que suceda esta situación?

Finalmente, si la situación de “no guerra” que existe hoy entre la OTAN y Rusia se dirigiera hacia un horizonte de tensiones mayores acompañadas de querellas militares, ¿se arriesgará la UE a una confrontación directa con Rusia?

El punto central es que la UE está participando de una situación geopolítica; y en la geopolítica los valores institucionales y jurídicos, los principales activos de la UE, pueden volverse relevantes y hasta adversos frente a los intereses de actores que nunca mezclan valores con intereses políticos aplicados sobre territorios, particularmente, Rusia, una potencia terrestre y de geopolítica real y vital.

Por tanto, la UE difícilmente será una potencia cabal en el siglo XXI si solamente basa su poder en la seducción que puedan ejercer sus instituciones y sus normas. Aunque le resulte refractaria, deberá incorporar, tanto en las ideas como en los hechos, la geopolítica. Porque fuera de la UE, el mundo continúa siendo el de siempre: “hobbesiano”, salpicado por ciertos “órdenes gestionados”.

Reflexiones finales

Nunca las relaciones internacionales se encontraron frente a tantas temáticas. Lo viejo y lo nuevo se cruzan alimentando diferentes conjeturas, aunque cada vez resulta más difícil contar con conjeturas auspiciosas sobre el rumbo del mundo.

Más allá del protagonismo de actores y cuestiones no estatales, en las principales placas geopolíticas del mundo los protagonistas son Estados. En este breve escrito intentamos describir tres situaciones relativas con Estados. Hay otras, claro, pero en las abordadas, particularmente en las que involucran a Estados Unidos, Rusia y China, se encuentran en liza y enfrentados intereses de actores mayores. Actores sobre los que recae la responsabilidad mayor de pensar una configuración internacional pactada y respetada que aleje a las relaciones internacionales de situaciones conocidas, incluso también de aquellas que ni siquiera podemos llegar hoy a imaginar.

 

* Alberto Hutschenreuter es Doctor en Relaciones Internacionales (USAL) y profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación y en la Universidad Abierta Interamericana. Es autor de numerosos libros sobre geopolítica y sobre Rusia.

 

Referencias

[1] Christopher Layne. “Coming Storms. The Return of Great-Power War”, Foreign Affairs, November/December 2020, <https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-10-13/coming-storms>.

[2] “The Top Geopolitical Risks of 2021”. Luminae Group, January 12, 2021, <https://www.luminaegroup.com/top-geopolitical-risks-2021>.

[3] Sobre la denominada gran estrategia rusa, ver: Francisco Javier Ayuela Azcárate, “Apuntes sobre la gran estrategia de la Federación Rusa”. Global Strategy, 13/01/2021.

[4] Adaptación del desarrollo que aparece en el libro de Alberto Hutschenreuter, Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante. Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2021, p. 153.

[5] Esteban Actis, Nicolás Creus. La disputa por el poder global. China contra Estados Unidos en la crisis de la pandemia. Buenos Aires: Capital Intelectual,, 2020, p. 276-278.

[6] Hervé Juvín. “The New Silk Road and the Return of Geopolitics”. American Affairs, Spring 2019, p. 76-88.

[7] Carlos Fernández Pardo, Alberto Hutschenreuter, Versalles, 1919. Esperanza y frustración, Buenos Aires: Editorial Almaluz 2019, p. 66.

 

Artículo publicado en el Anuario del CEID 2020, el cual puede ser descargado gratuitamente desde la página https://saeeg.org/wp-content/uploads/2021/05/ceid_anuario_2020.pdf

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