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EL MUNDO QUE SIGUE: LO DESEABLE, LO POSIBLE Y LO TERRIBLE

Alberto Hutschenreuter*

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Uno de los hechos más interesantes que ha producido la Covid-19 causada por el coronavirus es la notable cantidad de trabajos sobre el impacto de la misma en las relaciones entre los estados, sobre todo en clave de perspectivas.

Casi como si se tratara del final de una guerra de escala o de algún otro suceso internacional de proporciones, el fenómeno reactivó como pocas veces los debates y la reflexión en todas las dimensiones, desde la geopolítica hasta la tecnológica, pasando por la económica, la cultural, la militar, etc. Es auspicioso que así sea, pues, más allá de la enfermedad, que para algunos ha sido un hecho que obliga a pensar sobre el verdadero punto de partida del siglo XXI, siempre el mundo, su curso y su horizonte necesitan ser deliberados, particularmente cuando desde hace tiempo el “sistema de posicionamiento” del “medio internacional” ha dejado de suministrar datos relativamente propicios y fiables. Claro que a partir del coronavirus el reto es de escala.

Por otra parte, el virus ha vuelto a exponer uno de los déficits que existe en materia de previsión estratégica global. Hubo algunas pocas alertas sobre el riesgo que implicarían los patógenos en el siglo actual, e incluso muy pocos ámbitos de inteligencia nacional elaboraron calibrados informes sobre brotes epidémicos, pero nadie llegó a imaginar que en tan pocos meses la población mundial quedaría sitiada por el virus, se desplomarían simultáneamente las economías (con las secuelas sociales que ello implica) y se abriría un angustiante interrogante sobre cómo continuará la historia a partir de la Covid-19.

Hacía más de setenta años que el mundo no sufría semejante perturbación. Más aún, en algunos segmentos, por caso, disminución del ingreso per cápita y extensión simultánea de la pobreza, hay que ir bastante más atrás de la Segunda Guerra Mundial para hallar precedentes.

En este cuadro, y siempre con el propósito de provocar dudas que empujen a cavilaciones más precisas, resulta útil fragmentar las reflexiones en relación con el curso de las relaciones entre Estados, destacando aquellas situaciones para las que contamos con las experiencias y realidades, lo único que nos proporciona cierto grado de certidumbre, es decir, el escenario de las posibilidades, como así aquellos contextos frente a los que disponemos de alguna experiencia, y aquellos que implican acercarnos a contextos desconocidos.

Pero antes de referirnos a lo posible y lo desconocido, es pertinente decir algo breve sobre aquello deseable o “aspiracional” en las relaciones entre Estados, puesto que se trata de “imágenes” que a veces impulsan expectativas e incluso acciones loables, que duran hasta encontrarse, o más apropiadamente toparse, con la realidad.

Es habitual que lo deseable surja con fuerza tras el final de una confrontación militar de escala, el inicio de un nuevo siglo o tras la desaparición de una era o régimen entre Estados, sobre todo si se trata de un ciclo que termina casi súbitamente, como sucedió con el final del régimen de Guerra Fría.

Pero también lo deseable podría ocurrir si un país o un lote de países ha transcurrido un tiempo en un entorno donde la cobertura y el concepto estratégico militar lo aportaba un ajeno a dicho grupo de países. Concretamente, nos referimos a la Unión Europea, cuyos liderazgos nacionales casi en su totalidad no han vivido la Guerra Fría ni mucho menos la guerra total de 1939-1945, y por ello han desarrollado una cultura jurídica-institucional sobre la que pretenden erigir la Unión Europea no solo en una potencia mayor, sino en paradigma para otros actores y. de esta manera, prácticamente eliminar las posibilidades de confrontaciones militares interestatales.

Pero se trata de un objetivo más formal que real, pues la historia de las relaciones entre Estados no registra casos de “potencias institucionales”, de manera que el deseo europeo, que podría significarle reveses, como de hecho le sucedió cuando hace unos años Europa descartó posibles tensiones mayores entre Estados en su territorio, enfoque que pronto debió revisar ante los sucesos de Ucrania que terminaron con la mutilación territorial de este actor clave de Europa del este, es nada más que un deseo. Es decir, Europa estaba impulsando un esquema de seguridad desechando la geopolítica y finalmente fue la geopolítica la que la recentró en la realidad dejándola en un conflicto nada más y nada menos que con Rusia.

Las aspiraciones de la UE nos remiten a cuando, reflexionando sobre las formas de gobierno, Nicolás Maquiavelo prefería dejar de lado los principados eclesiásticos, pues, para expresarlo en sus propias palabras, “como están regidos por una razón superior a la que la mente humana no alcanza, dejaré de hablar de ellos; porque, siendo exaltados y mantenidos por Dios, discurrir sobre ellos sería un acto de hombre presuntuoso y temerario”[1].

En el sitio de lo deseable, las diferentes “imágenes” internacionales no tienen ni tendrán finalmente lugar, por caso, la “aldea global”; la convergencia entre Oriente y Occidente”; los “Estados virtuales”; la prodigalidad del comercio como orden internacional; el “pacifismo”; el desarme internacional; los voluntarismos multidimensionales; los “bienes de la humanidad”; el “orden onusiano”, etc.

Claro que se trata de pretensiones loables, elevadas y atractivas, y nadie duda de ello; pero en las relaciones entre los Estados estos enfoques son incongruentes con lo real y lo necesario. En un mundo basado en esas categorías prácticamente no habría, entre otras, cuestiones de costo-beneficio ni de pugna de intereses, algo que jamás ha ocurrido. Para dejar de ser deseos y transformarse en situaciones posibles, necesariamente requerirían que se modifique la misma naturaleza del hombre, que no se funda en el desinterés, el altruismo, la audacia o la confianza, sino en sus opuestos. De allí que para considerar el mundo que sigue, indefectiblemente debemos tener presente esta realidad.

Hacia dentro de los estados esos opuestos sufren las limitaciones jurídico-institucionales, incluso el estado es una entidad de dominación que reclama para sí con éxito el monopolio de la violencia legítima, para expresarlo casi en los mismos términos de Max Weber. Ninguna otra lo podría reclamar y si sucediera que otra organización o entidad política lo hiciera estaría desafiando el orden, y si el mismo Estado lo permitiera, estaríamos ante lo que se denomina un “Estado disfuncional”.

Hacia fuera sucede lo contrario, pues son las entidades intergubernamentales las que padecen la interacción de esos opuestos de los hombres al frente de los Estados; porque por más que exista una densidad de instituciones internacionales, nunca se alcanzará un grado de centralización como el que existe hacia dentro de los Estados. En gran medida, es lo que John Mearsheimer ha denominado “la tragedia de los grandes poderes políticos”, cuando concluye que los grandes poderes se temen, se desconfían y siempre compiten entre sí por el poder.

¿Por qué los grandes poderes se comportan de ese modo? Mi respuesta es que la estructura del sistema internacional obliga a los Estados que solo buscan estar seguros a actual agresivamente unos con otros. Tres características del sistema internacional se combinan para hacer que los Estados se teman unos con otros: 1) la ausencia de una autoridad central que se establezca por encima de ellos y pueda protegerlos, 2) el hecho de que los Estados siempre tienen alguna capacidad militar ofensiva, y 3) el hecho de que los Estados nunca pueden estar seguros sobre las intenciones de otros Estados. Ante este temor, que nunca puede ser eliminado, los Estados reconocen que cuando más poderosos sean en relación con sus rivales, mejores serán sus posibilidades de supervivencia. De hecho, la mejor garantía de supervivencia es ser un hegemón, porque ningún otro Estado puede amenazar seriamente a un actor tan poderoso”.[2]

Hay otros autores, por caso, Kenneth Waltz, que sin salir del realismo “rebajan” las condiciones de poder a una determinada suficiencia de capacidades. Pero todos coinciden en que la situación de anarquía entre Estados es la causa central de la competencia y la concentración de poder por parte de los Estados.

De manera que considerar un mundo “por fuera” de esta realidad supone no solo un desacierto, sino un riesgo si de elaborar escenarios se trata. No hay nada más peligroso para un Estado que realizar reflexiones “subestratégicas”, es decir, no ya diagnósticos imprecisos sobre el curso de las relaciones internacionales, sino meditaciones a partir de bases irreales, algo semejante (o acaso peor) que aquellas reflexiones y acciones subestratégicas basadas en situaciones que poco se relacionan con la realidad propia.

En este contexto, lo posible en el mundo que seguirá a la pandemia será una continuidad de cuestiones atravesadas por crisis crecientes, como así algunas relativas novedades. Enunciemos y consideremos brevemente diez situaciones-tendencias:

  1. Mantenimiento y deterioro de las crisis entre los poderes preeminentes o conflictos mayores: la principal causa de desestabilidad internacional radica en que los actores que deberían trabajar juntos en relación con la estabilidad y la seguridad se hallan en conflicto entre sí, siendo bajas las posibilidades de superación, pues cualquier disposición de acuerdo de una de las partes podría ser interpretada por la otra como una ganancia propia de poder, por caso, Occidente y Rusia; India-China; China-Estados Unidos, etc.
  2. Estacionamiento relativo (por los efectos de la Covid-19) de los gastos en defensa: en 2019 el gasto militar global registró el mayor aumento en los últimos diez años. En 2020 se cumplieron algunos propósitos de modernización y proyectos en las potencias mayores y en actores de medio alcance. Posiblemente, las necesidades económicas pospandemia restrinjan el gasto durante el 2020 y tal vez en 2021, pero posteriormente se retomarán las inversiones, particularmente en materia de desarrollo de nuevos “armamentos de negación de capacidades del oponente”.
  3. Lateralización de las organizaciones multilaterales y casi desaparición de algunas de ellas por falta de financiación: sumada a la tensión internacional, la falta de orden o régimen internacional aumenta aquellas cuestiones relativas con “el interés nacional primero” y disminuye el compromiso con el multilateralismo. Hace algún tiempo, la demanda de reforma del Consejo de Seguridad de la ONU recreaba expectativas en relación con un más actualizado reparto de poder en ese seno ejecutivo formado por “los que cuentan”; sin embargo, hoy se ha relativizado su verdadero alcance, al tiempo que ha cobrado relevancia la fórmula del bilateralismo dentro del “formato G” (G-20, etc.).
  4. Estacionamiento e incluso fragmentación de la integración y complementación regional: la pandemia puso a prueba la “ensambladura” de la integración en Europa, un caso excepcional de tendencia supraestatal; si bien no se produjo ninguna ruptura, la respuesta al reto del virus fue más en clave nacional que colectiva, e incluso la situación fue oportuna para el despliegue de “poder suave” de Rusia y China en aquellos países más impactados por el coronavirus. En otros territorios de complementación, el impacto disruptivo del virus fue acaso menor que el distanciamiento llevado adelante por sus mismos protagonistas desde bastante antes de la llegada del coronavirus, por caso, el Mercosur.
  5. Creciente formalismo de los denominados “sitios comunes de la humanidad”: una de las manifestaciones de la “reconcentración” del poder de los Estados es la creciente relativización de aquellos sitios comunes y desmilitarizados, por caso, el espacio exterior, hace tiempo convertido en un “territorio” de rivalidades y militarizado (no armamentizado). Por otra parte, la adopción de posturas de defensa del medio ambiente por parte de actores con capacidad global de proyectar poder, encierra una estrategia de afirmación de intereses en determinadas “plazas geopolíticas” del mundo, una “diplomacia medioambiental de intereses”. Finalmente, en un mundo extraviado y bajo creciente desconfianzas, nada asegura que los tratados sobre “bienes de la comunidad internacional” no sufran presiones para ser revisados.
  6. Mantenimiento e incluso descenso de la cooperación internacional en segmentos o temas mayores: una de las causas que “facilitó” la expansión de la Covid-19 fue la falta de compromiso de los Estados con el Reglamento Sanitario Internacional (RSI), esto es, las iniciativas prioritarias que establece la OMS para prevenir a los países ante lo que se denomina una Emergencia de Salud Pública de Preocupación Internacional (PHEIC). Antes, frente a otros brotes, también hubo demoras y desconfianzas[3]. Posiblemente, el temor ante un nuevo escenario de rebrote de un coronavirus más agresivo impulse un mayor compromiso interestatal en materia de información; pero también podría ocurrir que las suspicacias relativas con el verdadero origen del virus refuercen la soberanía estatal en detrimento de la cooperación internacional. Siempre debemos recordar que la cooperación entre Estados nunca estará por encima del “principio de la incertidumbre de las intenciones”.
  7. Estacionamiento y posible descenso de los precios energéticos: no existen demasiadas posibilidades para una suba importante del precio del petróleo; y ello se debe a que la oferta es grande y variada. Existen algunos datos relativos con la capacidad estadounidense para hacer rentable la explotación de petróleo de esquisto, aun con un precio bajo del barril; y por otro lado China se encontraría explorando el petróleo de origen bituminoso[4]. Para Rusia y Arabia Saudita, dos actores en pugna energética, ello será un serio inconveniente y, particularmente para el primero, exigirá acelerar los tiempos de modernización de su economía.
  8. Segmentación tecnológica: el posible curso del mundo hacia un ensimismamiento de los Estados implicará una mayor jerarquización en materia tecnológica y, por tanto, un seísmo geopolítico en términos tecnológicos que podría empujar a determinadas regiones a una mayor irrelevancia geoeconómica-estratégica. Hace poco más de un lustro la CEPAL advirtió sobre el aumento de la brecha tecnológica entre América Latina y los centros de avance tecnológico. Pero ello no solo ocurre en la región, sino, salvando las diferencias, en escenarios como Europa, que importa bienes y servicios digitales de Estados Unidos y China[5]. Muy posiblemente, la pandemia será el hecho fungible para que Europa considere la necesidad de desacoplarse de dichos centros.
  9. Ausencia de configuración entre Estados: la pandemia no va a empujar a los Estados a una gran conferencia sobre ordenamiento internacional. Seguramente se habilitarán canales de información y prevención más fluidos, pero en modo alguno ello implicará un orden. Las configuraciones entre Estados en la historia han sido resultado de una situación de guerra o del final de un régimen de poder, es decir, del final de un ciclo en el que hay vencedores y derrotados. Hoy no estamos ante estas situaciones; peor aún, existe una situación de “desglobalización” con tensiones internacionales mayores, es decir, disminución de interdependencias, más introspección nacional y rivalidades crecientes.
  10. Intensificación de la guerra bajo “nuevas modalidades”: durante las últimas siete décadas no volvió a ocurrir una confrontación militar generalizada, hecho que podría hacer suponer que la violencia se ha reducido en el mundo; sin embargo, en el siglo XXI la guerra es un fenómeno más difuso, más lábil, las mismas líneas que dividen la guerra y la paz se han ido borrando[6], pues las rivalidades entre los Estados escalan a través de medios no necesariamente militares sino a través de “territorios” no mensurables como la red. Pero también puede haber “guerra” entre Estados que no rivalizan, por caso, cuando un actor quiere alcanzar determinados objetivos políticos en la política, la economía, etc., de otro actor, recurriendo para “desresponsabilizarse” de ello a grupos conocidos como “hackers patrióticos”. En breve, las denominadas “guerras híbridas” se desarrollan a través de múltiples medios y pueden llegar a lograr, entre otros, cambios de regímenes políticos sin emplear un solo soldado[7].

En cuanto a lo que podemos denominar “lo terrible” en el mundo que seguirá a la pandemia, básicamente hay dos situaciones que suponen inquietudes mayores, particularmente la segunda.

Por un lado, el comercio entre Estados ha sido y podría ser un sucedáneo de un orden o configuración internacional que no hoy existe. No es lo mismo, pero en el estado de perturbación en que se encuentra el mundo el comercio es prácticamente el único segmento que sirve como inhibidor o amortiguador de conflictos. Si bien el comercio implica conflictos, basta considerar la relación entre China y Estados Unidos, una densa red comercial entre Estados tiende a que sus involucrados la preserven porque una ruptura terminaría siendo muy desventajosa.

Hay fuertes señales relativas con una posible contracción del comercio internacional tras la pandemia. Desde razones fundadas en nuevos dimensionamientos de la economía hasta un gran movimiento de relocalización de compañías de escala, pasando por crecientes enfrentamientos por aranceles, etc., un desplome del comercio internacional sería casi el último impacto a lo que queda del orden liberal de posguerra y, por tanto, a la misma estabilidad internacional. De allí que algunos expertos han priorizado el esfuerzo en pos de salvaguardar los principios de dicho orden[8].

En un contexto de crisis entre los poderes preeminentes, el hundimiento del comercio nos volvería hacia un panorama comercio-económico internacional con algunos inquietantes parecidos a los años siguientes a 1929.

Finalmente, la otra cuestión en clave inquietante tiene lugar en el segmento de las armas nucleares, donde el retiro de los poderes preeminentes de tratados centrales para la mantención del equilibrio nuclear puede dejar al mundo ante un horizonte desconocido.

En alguna medida (y bajo un poder nuclear muy superior), acaso se está dando una situación parecida a la que ocurrió en los años ochenta, cuando se hablaba de posibles escenarios de victoria en el terreno de la competencia nuclear, es decir, ir más allá del equilibrio nuclear con el fin no ya de disuadir al otro de no atacar, sino de persuadirlo en función de su supremacía nuclear, situación que solo ha ocurrido entre 1945 y 1949, cuando Estados Unidos tuvo el monopolio del artefacto atómico.

Por tanto, la contracara del alejamiento de Estados Unidos de tratados como el ABM, el INF y el de Cielos Abiertos, sería (más allá de lo que finalmente suceda con el único acuerdo sobre armas estratégicas, el START III) una modernización de sus capacidades nucleares con el fin de ir más allá de la “mutua destrucción asegurada”, esto es, lograr un primer (o, de ser necesario, un segundo) golpe incontestable.

Pero esta situación implicaría una nueva carrera armamentista con Rusia, a la que también habría que sumar a China, un país que pronto dispondrá de la triada nuclear, es decir, capacidad para lanzar sus cabezas nucleares desde tierra, mar y aire.

En este cuadro no podemos soslayar a los poderes nucleares que se encuentran fuera del Tratado de No Proliferación, como así aquellas intenciones de actores como Irán y otros que saben que el arma nuclear supone alcanzar la “seguridad absoluta”.

Lo terrible del mundo que sigue se completa con la posibilidad de que actores no estatales logren tal segmento de poderío u otro que implique posible exterminio masivo.

En suma, el mundo que sigue se compone de un contexto de continuidades que podrían acelerarse y de escenarios de inquietud mayor que, mientras los poderes preeminentes no moderen sus conflictos y sus enfoques estado-soberano-nacionalistas para intentar una configuración u orden, lo mantendrán entre una estabilidad endeble y un desequilibro imprevisible. 

* Doctor en Relaciones Internacionales. Su último libro se titula “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, Editorial Almaluz, 2019.

Referencias

[1] Nicolás Maquiavelo. El príncipe. Barcelona: Altaya, 1993, p. 44.

[2] John Mearsheimer. The Tragedy of the Great Politics Power. New York, London: W. W. Norton & Company, 2001, p. 3.

[3] Sara Davies. “The Coronavirus and Trust in the Process of International Cooperation: A System Under Preassure”. Ethics & International Affairs, Carnegie Council, February 2020, <https://www.ethicsandinternationalaffairs.org/2020/the-coronavirus-and-trust-in-the-process-of-international-cooperation-a-system-under-pressure/>.

[4] Agnia Grigas. “Covid-19 Spells out new era for energy markets”, Atlantic Council, April 20, 2020. <https://www.atlanticcouncil.org/blogs/new-atlanticist/covid-19-spells-out-new-era-for-energy-markets/>.

[5] D.S. Hooda. “The Trayectory of future wars”. India Today, January 3, 2020, <https://www.indiatoday.in/magazine/cover-story/story/20200113-the-trajectory-for-future-wars-1633246-2020-01-03>.

[6] Andrew Korybko, Guerras híbridas. La aproximación adaptativa indirecta al cambio de régimen. España: Editorial Fides, 2017.

[7] Arsenio Cuenca. “El problema de Europa: la dependencia tecnológica de Estados Unidos y China”. El Orden Mundial, 28 de junio, 2020, <https://elordenmundial.com/dependencia-tecnologica-union-europea/>.

[8] Henry Kissinger, “The Coronavirus Pandemic Will Forever Alter World Order”, Wall Street Journal Opinion, April 3, 2020, <https://www.wsj.com/articles/the-coronavirus-pandemic-will-forever-alter-the-world-order>.

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FRÁGILES, DÉBILES Y VULNERABLES

Gary Antonio Rodríguez A.

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Todo cambió de improviso. De un momento a otro el mundo se detuvo, paró su incesante trajinar: se hizo el silencio y se prolongó tanto, y por tanto tiempo, que parecía retumbar más que el trueno.

La muerte golpeó primero a un país lejano, pero luego se hizo cada vez menos distante, hasta afectar a todos, al orbe entero. Solo entonces la Humanidad, ésa que envuelta en sus devaneos se jactaba de su poderío, se dio cuenta de su gran debilidad y vulnerabilidad extrema.

Desasosiego, preocupación y desesperanza; desgarradoras escenas de dolor en familias, sin poder enterrar a sus muertos; llanto por doquier al perder a sus seres queridos. Cada quien en lo suyo con su propia congoja a cuestas, sin tiempo ni ganas para consolar al desvalido: al contrario, los más primitivos instintos de conservación afloraron, mostrando lo inhumano del ser humano.

Lo inimaginable había ocurrido: la bulliciosa vida del planeta calló en un instante, siendo expectantes todos por las noticias que una tras otra, no hacían sino enmudecer más las almas de los atribulados ante la cantidad de muertos y el número de los contagiados que subía. El desenfreno se tornó en contención, la algarabía en quietud inducida y hasta la delincuencia decayó.

Eventos sociales y deportivos, fiestas, actividades religiosas y educativas, el frenesí de la diversión, de pronto todo fue acallado, detenido. Los viajes de placer y de negocios, quedaron afectados. Los sueños y proyectos venideros, fueron truncados. El mundo se había detenido, casi en seco.

Sin poder haberlo imaginado siquiera, gran parte de la gente se vio en una cuarentena obligatoria en sus casas, un confinamiento para evitar el contagio del mal desatado contra el rico y el pobre; el ignorante y el letrado; la realeza y el plebeyo; los gobernantes y los gobernados; el famoso y el desconocido; el maligno suceso afectó sus vidas, sin que muchos pudieran evitar el fatal desenlace.

No fue un asteroide el causante; tampoco un terremoto global; no fueron ciclones de magnitud, maremotos o tsunamis simultáneos; ni un diluvio que lo inundara y destrozara todo —no— nada de eso fue lo que puso de cabeza al mundo. Fue una diminuta molécula, un virus infinitesimal, el Covid-19, que vino a demostrar lo frágil de la vida y lo vano de la altivez humana.

Sin embargo, de lo malo salió algo bueno: en medio del dolor y la desesperación…cuántos alzaron sus ojos a Dios por primera vez y cuántos se acordaron de Él, algo que sin el Covid-19, probablemente nunca hubiera pasado…

Tomado de El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/182041_fragiles-debiles-y-vulnerables

ANALIZAR PARA DECIDIR: LA DIMENSIÓN ÉTICA

Fernando Velasco Fernández*

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Es el pensador Juan Buridán el que nos plantea el problema del asno que lleva su nombre, cuando nos cuenta que “un asno que tuviese ante sí, y exactamente a la misma distancia, dos haces de heno exactamente iguales, no podría manifestar preferencia por uno más que por otro y, por lo tanto, moriría de hambre”. El asno se moriría por ser incapaz de decidir. La pregunta es: ¿y nosotros los humanos? ¿Nos cruzamos también de brazos porque no sabemos qué decidir ni qué dirección tomar en muchas situaciones de nuestra vida?

La dimensión antropológica de la toma de decisiones

Estamos en este mundo, entre otras cosas, determinados por la supervivencia. Este objetivo de sobrevivir y de adaptarnos es el que nos ha llevado a ir tomando decisiones desde las más elementales a las más complejas a través del acierto y del error. Nuestra vida se basa en tomar continua y constantemente decisiones: grandes o pequeñas, divertidas o aburridas, interesantes o rutinarias, etc. Toda nuestra vida es decisión. Desde decidir levantarnos, ir o no ir al mercado, dar un paseo o cómo educar a nuestros hijos, pasando por decisiones políticas, laborales, económicas o de seguridad. Decidir es inherente al ser humano. Decidir sobre qué decimos y qué no decimos, sobre qué hacemos y qué no hacemos… es algo consustancial a la naturaleza humana. Paradójicamente, siendo algo natural, fácil y en muchas ocasiones espontáneo, resulta extraordinariamente difícil la mayor parte de las veces. El tener que decidir, implica elegir. No podemos ir por dos caminos a la vez. De ahí que la primera decisión que debemos tomar es qué queremos decidir y a través de qué medio.

La toma de decisiones es una de las obligaciones a las que está “condenado” el género humano. Si solo tuviéramos una posibilidad para elegir no tendríamos ningún problema. El conflicto surge cuando nos enfrentamos al conjunto de opciones posibles para elegir a la hora de decidir. Este es nuestro “drama”. De ahí que el ser humano se sienta más cómodo en la seguridad, en la certidumbre. El abanico de posibilidades que se nos presentan nos produce inestabilidad e incertidumbre porque conlleva riesgo de equivocación. Esto es, que la decisión tomada no sea la acertada. Nos encontramos más seguros (o con cierta seguridad) en la certidumbre. Las posibilidades que se nos abren normalmente, tanto en la vida personal como profesional, nos afectan como amenaza o como posibilidad. Toda decisión implica una elección y toda elección marca la dirección de los acontecimientos futuros con sus correspondientes consecuencias. Las decisiones que vamos tomando a lo largo de la vida modelan nuestro carácter y personalidad, como también lo modelan el hacer y la cultura de las instituciones y las organizaciones en las que trabajamos. Ante esta situación descrita el ser humano necesita valentía. La decisión necesita coraje. Se trata de la valentía interior necesaria para decidir entre varias posibilidades.

Por último, no queremos dejar de señalar que no sólo de racionalidad vive el ser humano. En la toma de decisiones que le es inherente por naturaleza no sólo cuenta como valor absoluto y único factor determinante la racionalidad. El ser humano no es algo que se pueda abstraer y aislar de la infinidad de sentimientos y de emociones que tiene. No venimos al mundo diseñados únicamente con racionalidad. A la hora de tomar decisiones no sólo cuenta el dato frío. En el análisis riguroso también influyen las pasiones, las emociones y los sentimientos. Muchas veces lo que influye en el ser humano para tomar una decisión no es prioritariamente el dato objetivo o la información rigurosa, sino los principios, los valores y sentimientos de esa persona. De ahí que siempre tengamos que tener en cuenta no sólo la cabeza sino también el corazón. Como no sólo de racionalidad vive el ser humano, necesitamos a la hora de decidir de un análisis tanto de la dimensión racional (datos, hechos, información…), como del factor emocional (valores, principios, sentimientos…). En consecuencia, optar únicamente por una de las dos partes es tomar una decisión “incompleta”. Ni el puro análisis ni las puras emociones son buenas consejeras para decidir. 

Qué implica y qué supone decidir

Como hemos venido apuntando, tomar decisiones, al ser algo consustancial a la naturaleza humana, es relativamente fácil. Tomar decisiones acertadas y éticas es lo difícil. Si nos fijamos en las decisiones que tomamos a lo largo del día de forma consciente o inconsciente, ¿cuántas decisiones son inevitables, cuántas son arbitrarias, cuántas son acertadas y que aporten valor y den sentido? ¿Con qué amplitud de miras nos va a dejar la decisión que tomamos?; ¿con qué consecuencias tanto hacia el presente como hacia el futuro?; ¿qué aporte va a realizar nuestra decisión? etc… Somos conscientes de que hay decisiones que restringen nuestras posibilidades y son tóxicas y existen otras decisiones que abren posibilidades y son liberadoras; hay decisiones que potencian la riqueza de percepción y otras que las restringen… Sólo se puede decidir si se comprende lo que significa decidir: ganar independencia, conseguir seguridad, lograr mejores certezas y siempre reducir las incertidumbres. El poder de la decisión es su capacidad de cambiar y de ser útil. Una pequeña decisión puede cambiar radicalmente el aspecto y la trayectoria de un asunto, de un problema o de una situación. Seguir una decisión solo requiere obediencia y cierta voluntad. Pero decidir es otra cosa. Es tomar posesión de algo y eso es algo más profundo. Al decidir, el objeto y el objetivo se convierten en tu responsabilidad y su futuro queda en tus manos.

De igual forma que las opiniones pueden ser honestas o hipócritas y los juicios verdaderos o falsos, las decisiones pueden también ser erróneas o acertadas. Es muy importante tomar conciencia de que el fracaso forma parte del proceso de decisión, aunque no sea lo más deseable. Como el jugador de ajedrez, las mejores decisiones son aquellas capaces de calcular muchas jugadas anticipadamente sin perder de vista la situación inmediata. Mantienen el equilibrio entre el detalle y el conjunto. Tomar decisiones, buenas decisiones es también un “arte” que no se improvisa. De ahí que las decisiones nacidas de la ignorancia o las decisiones poco maduras son siempre endebles, cuando no inútiles o perjudiciales. No hay nada peor que la consecuencia nítida de una decisión confusa.

En definitiva, la toma de decisiones la forja la seguridad y la certeza. Y ambas se construyen desde el conocimiento, desde la experiencia y desde el análisis. Lo contrario es la decisión arrogante que surge cuando solo se escucha uno a sí mismo, lo que a la larga, solo produce aislamiento y conlleva malas decisiones. 

Inteligencia y toma de decisiones: la importancia del análisis

El ser humano es alguien que necesita entender para orientarse, que necesita analizar para comprender y así analizar para decidir. Al ser humano le agobia la decisión y esta le inquieta por las posibilidades que se le abren al tener que escoger. Para el ser humano estar en el mundo significa estar decidiendo y, por lo tanto, estar entendiendo (analizando) y comprendiendo para poder orientarse y decidir. Cuando no sucede así, el tener que decidir se convierte en desconcierto. El ser humano necesita para decidir (para decidir bien) observar y comprender la realidad. Necesita la capacidad de analizar para comparar las distintas posibilidades que tiene ante sí. Muy pocas cosas tienen una sola perspectiva, una visión unidireccional. Ante el abanico de posibilidades que se le presentan al ser humano, el análisis ayuda a decidir y a escoger en cada momento, ofreciendo una comprensión mucho mejor de la realidad y de los problemas a los que se enfrenta. El proceso analítico no está pensado para complicar la toma de decisiones sino todo lo contrario: sirve para aportar claridad y reducir incertidumbre.

Durante mucho tiempo se ha pensado que la intuición del decisor y su “olfato” eran garantía suficiente para una buena decisión. Hoy estamos muy lejos de esa actitud, ya que estamos rodeados de información y de datos y el principal objetivo del análisis es darle sentido. La información puede estar en cualquier sitio pero la inteligencia y la decisión solo están en la mente de la persona, modelada con las herramientas oportunas y plasmadas en un buen análisis.

Igual que la capacidad de decidir, la capacidad de analizar es inherente al ser humano. A lo largo de la historia las personas han inventado numerosos tipos de análisis: político, económico, social, internacional, de inteligencia, de la seguridad, etc., cada uno de los cuales ha moldeado la manera de estar y de entender el mundo, así como nuestras relaciones en él. Por tanto, analizar nuestros pensamientos, actos, sentimientos, decisiones, problemas, etc., ha sido y es algo consustancial a la naturaleza humana. Y como ya apuntamos con la capacidad de decidir, siendo algo natural, resulta extraordinariamente difícil hacerlo bien. En la sociedad actual, esta necesidad del decisor a favor de buenos análisis alcanza el nivel de necesidad. Hay que primar lo importante sobre lo urgente, poniendo el énfasis en el análisis elaborado frente a la precipitación. El decisor debe saber que una cosa es analizar y otra tener ocurrencias. Casi nadie duda de que analizar es bueno. Pero esto es solo el 50 por ciento de la verdad. La otra parte es analizar bien; es analizar en el momento oportuno, con los datos imprescindibles, con las preguntas adecuadas…

Si como hemos venido señalando nuestro mundo se caracteriza por la incertidumbre, por la imperfección, por la ingente cantidad de información, etc., en este contexto, ¿qué decisión es la deseable? ¿Qué decisión es la posible? ¿Cuáles son las dificultades? ¿Es la decisión tomada la más satisfactoria? ¿Para quién? ¿Qué consecuencias acarrea?… El análisis debería ayudar a responder a estas cuestiones y a comprender que no existe la decisión óptima. Tenemos que aprender a gestionar lo imperfecto y a decidir en este contexto. Nunca se da la certeza al cien por cien y es cierto que tener toda la información puede llevar a paralizar la decisión. Es aquí donde el análisis juega un papel clave pues es el que nos tiene que decir qué es lo que nos hace falta saber para decidir. Decidir entre varias posibilidades exige analizar; y analizar exige jerarquizar, priorizar y establecer cuál es el elemento que aglutina el máximo de mejoras para nuestro objetivo.

La mayoría de los errores que se producen en la toma de decisiones son fallos de análisis: por ver solo una parte del problema; por colocar el problema en un contexto inadecuado; por sacar unas conclusiones demasiado rápidas; por no considerar lo suficiente el factor humano (lo emocional)… De igual forma, existe el peligro que produce un análisis que paraliza, donde el analista se obsesiona tanto con analizar que nunca llega a terminar el proceso. En definitiva, el analista puede convertirse en un referente, por la reflexión y la calidad del análisis que realiza. Y desde esta actitud se gana la confianza de quienes le rodean. Sus análisis sirven para tratar de extraer certidumbre en la incertidumbre y está en su mano elegir qué tipo de análisis y herramientas utiliza para su trabajo. La forma en que analizamos marca las decisiones que tomamos.

Con todo ello sobre la mesa, y exigiendo buenos análisis, tenemos por delante el reto de superar la disyuntiva entre ser un decisor cínico o ser un decisor ingenuo; ser un decisor que da libertad y crea oportunidades, o ser el que las hace imposibles. 

Ética y decisiones: por qué debería importar a la inteligencia

Se suele decir que la política es la política, o la economía es la economía, o la seguridad nacional es la seguridad nacional, o los servicios de inteligencia son los servicios de inteligencia, como queriendo dar a entender que el aspecto ético no es ni debe ser en estos ámbitos el más relevante. Cuando uno pregunta por la ética, por ejemplo, en inteligencia, el resultado suele ser una sonrisa burlona como queriendo decir: decídanse por una cosa o por la otra. Sin embargo, si nos fijamos, existe el hecho innegable de que toda decisión en los ámbitos indicados trata de disfrazarse siempre de ética.

Como hemos venido apuntando, al ser humano a lo largo de su vida se le abren muchas posibilidades respecto a qué decidir y qué hacer. Y como tiene muchas posibilidades tiene que analizar para decidir; y decidir para elegir, pero para ello necesita dotarse de criterio. Tenemos que elegir con algún criterio. No podemos dejarlo todo a la suerte o al azar. Es aquí donde entra la ética como la encargada de los criterios de valoración y de elección. La ética analiza los criterios sobre los cuales valoramos y justificamos las decisiones que tomamos. La ética es el proceso racional que nos ayuda a tratar de descubrir qué es lo que se debe decidir y qué es lo que se debe hacer. La pregunta es: ¿qué quiero yo realmente decidir? No se trata solo de saber lo que está bien, se trata de elegirlo y ponerlo en práctica, sabiendo que las decisiones pueden ser acertadas o erróneas y las acciones buenas o malas. Lo cual implica que las cosas siempre pueden ser distintas de como son.

La ética representa lo que siempre está en nuestras manos y nadie puede sustituir. Nadie puede decidir por nosotros a no ser que renunciemos a nuestra dignidad. Toda decisión ética es siempre una decisión en relación con las consecuencias y con el otro. Desde estos planteamientos, nos preguntamos: ¿por qué debería importar la ética a la inteligencia? ¿Y a la toma de decisiones? ¿Se pueden tomar decisiones éticas? ¿No resulta inverosímil, incluso hipócrita, plantear estas cuestiones? ¿Cualquier decisión que se tome en nombre de “nuestro interés” o el “interés público” se vuelve aceptable por el mero hecho de considerarse necesaria? ¿Por qué no voy a decidir aunque no sea lo “correcto” si resulta ventajoso para mis intereses? Para contextualizar estas y otras posibles cuestiones, consideramos que podemos hacerlo a través, entre otros, de los siguientes “modelos”.

  • Las decisiones desde la ética del éxito: considera buena toda decisión que santifica los medios en función de los fines y sacraliza unos fines que justifican los medios. La máxima sería “gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones”.
  • Las decisiones desde la ética de la mera intención: se interesan por una motivación puramente interna de la decisión eliminando cualquier preocupación por las consecuencias. Lo que realmente cuenta son las intenciones.
  • Las decisiones desde la ética de la responsabilidad: se pregunta de forma realista por las consecuencias de las decisiones que toma y asume su propia responsabilidad. No es solo desde dónde decides sino adónde nos lleva lo que se decide. La cuestión no es tanto si una decisión es buena, sino más bien, si sus consecuencias son buenas para el momento que le toca vivir.
  • Las decisiones desde la ética de la convicción: son aquellas que se mueven solo por principios con independencia de los resultados derivados de su actuación. La autenticidad y la verdad están por encima de consideraciones de cualquier tipo.

Todo este panorama nos lleva a tener que decir que la verdadera ética de la decisión nos lleva y nos obliga a tener en cuenta por igual tanto los resultados y las consecuencias (las decisiones desde la ética de la responsabilidad) como las intenciones que las motivan y los principios que las respaldan (las decisiones desde la ética de la convicción). Una verdadera ética de la decisión quiere que nuestras decisiones respondan no sólo de nuestros valores y de nuestros principios, sino también de las consecuencias de nuestras decisiones. Cuando se toman decisiones basadas únicamente en el puro pragmatismo, los principios y los valores (ética) tienden a contarse entre las primeras bajas. De igual forma, es cierto que decisiones con las mejores intenciones del mundo y los principios y las virtudes más puras, cuando se dan junto con la ingenuidad o desde la irresponsabilidad, pueden producir los peores efectos.

Conclusiones

  • Hay dos clases de decisores: los que deciden teniendo en cuenta las consecuencias globales; y los que deciden a favor de sí mismos.
  • Están los decisores convencidos de que buscar la mejor decisión siempre es junto con otros; y los que están convencidos de que ya la tienen.
  • La ignorancia y la falta de análisis en el decisor genera desconfianza, y por lo general suele acarrear burocracia.
  • Es una irresponsabilidad tomar decisiones sin ser consciente de las razones y los motivos que nos han llevado a ello. Es un error tratar de justificar a posteriori una decisión adoptada.
  • Las decisiones deben ajustarse a los análisis en lugar de obligar a los análisis a decir y justificar lo que el decisor quiere que diga. En este punto es muy ilustrativo analizar los relatos y justificaciones que los decisores adoptan de las decisiones que toman.
  • Toda decisión restringida estrictamente a lo pragmático es estrictamente incompleta.
  • Es un error que los decisores busquen pruebas para confirmar lo que ya piensan, más que información que les aporte una visión más consciente de la realidad y con ello, una mejor decisión.
  • La responsabilidad del decisor implica que se deja claro, por un lado, sobre qué quiere decidir y por otro, sobre qué se necesita decidir. Aunque esto último no sea lo que más le apetezca, es clave para marcar los objetivos de la inteligencia.
  • El decisor tiene la responsabilidad de explicar el proceso de toma de decisiones y el papel que juega en ese proceso la Inteligencia. La cuestión clave en este punto, es si se utiliza y se tiene en cuenta la Inteligencia o sólo es tenida en consideración cuando confirma nuestras decisiones previas o avala nuestros intereses.
  • El decisor no sólo tiene que tener la Inteligencia que necesita, también debe utilizarla. Tan irresponsable es utilizarla mal como no utilizarla. De igual forma es responsabilidad del decisor pedirle a la Inteligencia lo que ésta debe darle y no pedirle cosas que aunque pudiera hacer, no son de su competencia.
  • Es determinante tener claro que entiende el decisor por un error de decisión: ¿qué no se cumplen sus intereses? O ¿qué se produzcan consecuencias no deseadas para las personas y sus derechos, los intereses nacionales, internacionales, etc.? Debe y puede haber equilibrio entre ambas posturas, pero si no es así, ¿cuál prima?
  • Es importante saber si una vez tomada la decisión, el decisor tiene en cuenta sus consecuencias únicamente a corto plazo o se tiene también una visión estratégica a más largo plazo, aunque el ya no sea entonces el decisor.
  • El decisor debe responder de las decisiones que le competen. En un mundo como el actual, tan tecnológico y conectado, el decisor debe ser consciente de que las responsabilidades tienden a diluirse. Así, la responsabilidad de las consecuencias de lo decidido no las tiene la “máquina”, el “sistema”, la “coyuntura”, los “otros”, la “seguridad”, etc.
  • Un decisor con conciencia de Estado necesita Inteligencia estratégica. Debe ir más allá de la petición constante e “histérica” de la información puntual. Esa Inteligencia estratégica va más allá del periodo de tiempo que ocupa el decisor concreto. Se justifican muchas decisiones o se legitiman desde un cortoplacismo exasperante. La obsesión por el resultado inmediato nos impide hacer Inteligencia estratégica.
  • Es obligación y responsabilidad del decisor la retroalimentación. En Inteligencia, la información y el análisis no debe “morir” con la entrega. El decisor debe dar su valoración, debe orientar y dirigir.
  • En la toma de decisiones existe un factor que resulta determinante: el tiempo. Existe la necesidad imperiosa de decidir en tiempo.

* Licenciado en Filosofía y Ciencias Morales. Doctor en Filosofía. Director de la Cátedra de Servicios de Inteligencia y Sistemas Democráticos de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Profesor titular de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Editor de “International Journal of Intelligence, Security and Public Affairs”.

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