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MI AMIGO EL EFECTIVO

Iris Speroni*

El dinero en el banco es propiedad del banco, no de uno.

 

Hay una creciente presión sobre los individuos para descartar el uso de efectivo (billete) y reemplazarlo por pagos electrónicos de diferente tipo.

Ya en el siglo XVIII bancos británicos emitían billetes (privados) que podían ser utilizados para cancelar obligaciones. El sistema de notas o papeles o documentos tiene antecedentes con los fenicios, el Imperio Romano y con órdenes eclesiásticas en la Edad Media.

En el siglo XIX nacen los bancos centrales, que se perfeccionan en el siglo XX.

La emisión de moneda era potestad del rey durante la Edad Media, pero básicamente, durante la Modernidad. El monarca acuñaba monedas de metal, no papel moneda. A partir del siglo XIX, las naciones comenzaron a emitir su propio dinero convertible a metálico o no. En el caso argentino, el gran emisor fue la Provincia de Buenos Aires (con garantía de las rentas de Aduana), por lo menos, hasta la unificación del país. Sin embargo, aún entonces, era una economía con gran participación de la plata, proveniente del Alto Perú.

Si van de paseo por Salta, les recomiendo que visiten el Museo Histórico del Norte, en el antiguo edificio del Cabildo sobre la plaza principal, que cuenta con una valiosa colección de las monedas utilizadas en nuestro país durante la colonia y en el siglo XIX.

Con la segunda guerra mundial se terminó el patrón oro y, por lo tanto, el valor de los billetes pasó a depender, exclusivamente, en la confianza que dicho medio de pago o guarda de valor mereciera, según el país y la época.

Argentina, entre ambas guerras, tuvo oro depositado en el Banco de Inglaterra, y las compras y ventas con Gran Bretaña se autocancelaban. Si el saldo era negativo, se restaba de las reservas; si era superavitario —la mayoría de las veces— sumaba a la pila de lingotes.

A fines del siglo XX se popularizó el uso de la tarjeta de crédito, herramienta que décadas atrás era accesible sólo a pocos mortales. Luego se instaló la tarjeta de débito.

En el siglo XXI en Argentina se popularizó la bancarización. Primero la obligatoriedad del pago de salarios para la gente en relación de dependencia, luego el pago de jubilaciones y pensiones, posteriormente planes sociales.

Durante el gobierno de Macri se hizo obligatorio que los locales minoristas acepten el pago electrónico (lo que a mi entender es contrario a la Constitución ya que la única moneda de curso legal es la emitida por el BCRA bajo control del HCN).

En resumen: entramos al nuevo orden mundial, donde nada será tuyo, ni siquiera tu sueldo, que está en manos del banco.

Lo que empezó con publicidad para convencer de que tal o cual tarjeta traían la felicidad, continuó con la imposición del pago electrónico por el Estado. Casi casi como si los burócratas del BCRA le quitaran el negocio al gobierno (la emisión de moneda) para dársela a los bancos. Lo que se dice patear en contra.

Anónimo

¿Cuál es la diferencia entre pagar con un billete de mil pesos en la fiambrería o pagar con una tarjeta de débito? 

En primer lugar, hay grandes diferencias para el fiambrero, debido a la carga impositiva. Esa transacción (digamos que de $ 750) tiene impuestos a los ingresos brutos, IVA y, para el comerciante, impuesto al cheque. $ 750,00 x (5%+21%+0,6%) = $ 750,00 x 26,6% = $199, 50.-; $ 199,50 ÷ ($ 750,00 – $ 199,50) = 36,24% de sobreprecio. Un gran incentivo a evadir.

¿Y para uno? Por un lado está la comodidad de no mover efectivo, evitar que se apodere del dinero un arrebatador, sentirse Kardashian cuando uno paga. Lo que no es tan cómodo es que los bancos y por su intermedio las autoridades nacionales, saben o pueden saber en qué gastamos nuestro dinero. Cuánto efectivo líquido tenemos, si estamos endeudados, cuánto gastamos en comida, alcohol, salidas, indumentaria, farmacia o turismo. Como las transacciones tienen ubicación geográfica, saben si estamos en nuestro lugar de residencia o nos movimos. En fin, si quieren, saben todo. 

La gran diferencia es que el efectivo es anónimo. Puede ser de Pedro o de Nilda. El dinero electrónico es identificable. Y si es identificable, pueden dejarnos sin dinero si no hacemos lo que el poder dice. Pueden cancelarnos. Pueden relegarnos al ostracismo cívico sin tener que expulsarnos físicamente del país.

Durante la crisis del 2002, los argentinos hemos vivido un shock violento de desconfianza con la banca. Tenemos clara una verdad que era hasta hace pocos días atrás difusa para el resto del mundo: el dinero en el banco es propiedad del banco, no de uno. Aun así, con ese conocimiento monumental en nuestras manos, hemos vuelto a las andadas, confiando nuestro sueldo o nuestros ahorros al sistema bancario.

Zambullida en la realidad

Días atrás los gobiernos de Occidente tomaron dos medidas que cambian los paradigmas del sistema financiero internacional del último siglo; dos medidas que cambian al mundo como lo conocemos: 1) la intervención en la donación a los camioneros canadienses por parte de personas físicas y 2) el congelamiento de la cuentas de ciudadanos rusos. 

Por dos motivos diferentes, el orden establecido se vio amenazado, y sobreactuó. Hizo algo muy tonto: mostrar sus cartas. Siempre se supo que se podía hacer. Lo hicieron. Ahora todos estamos avisados.

Una de estas dos personas les prohibió a disidentes dejar el país, les cerró cuentas bancarias a manifestantes, declaró la ley marcial y prohibió protestas en contra del régimen. La otra persona es Vladimir Putin.

Hasta hoy, no sólo para intervenir, sino para conocer el contenido de una cuenta privada, las autoridades requerían autorización de un juez.

Violaron todo ordenamiento legal y embargaron cuentas de privados sin intervención judicial. Rompieron la base del sistema de emisión monetaria: bona fide. Nuestro patrimonio pasa a estar, bajo cualquier excusa, bajo capricho del mandante de turno. 

Arturo Jauretche decía (creo que la frase no le pertenece) que no hay nada más parecido a un nazi que un burgués asustado. No sé. A mí me parece más la actitud de un déspota ilustrado propio del siglo XVIII. Todo lo pueden, todo lo hacen, para defender el statu quo.

Es paradójico lo que sucede. En un momento, luego de que lograran desplazar a Donald Trump de la presidencia de EEUU, parecía que el Nuevo Orden había ganado definitivamente.  Como dije en enero 2021: “Hoy están en la cima del mundo, en una borrachera de poder. Jugaron con pocas chances y ganaron. Están en Las Vegas luego de tomar media botella de tequila, varios saques de merca y dos muchachas en la cama, una rubia y otra morocha. La vida les sonríe y son los amos del universo”. Habían vuelto con toda la furia. Violaron libertades individuales con la excusa de la pandemia. Retomaron el festival de subsidios que implica el Acuerdo de París y la energía verde. Prosiguieron con la agenda 2030. Nos amenazaron a nosotros, los mortales, con que no seríamos dueños de nada.

En pocos días, la magia se disolvió. Palizas a los manifestantes en Australia, intervención en las cuentas bancarias de los simpatizantes de la marcha de camioneros en Canadá, congelamiento (embargo) de cuentas de personas físicas de nacionalidad rusa con la excusa de la guerra en Ucrania.

El dinero electrónico no es anónimo. Una persona puede ser llevada al ostracismo por el poder de turno [1]. Si quieren le pueden sacar su dinero, su trabajo y hasta el derecho de consumir a deuda (tarjeta de crédito). 

Lo hemos visto en la pandemia. La misma élite dominante que premió con un Oscar “La vida de los otros”, presiona a individuos hasta su punto de quiebre. Como la Stasi.

¿Qué hacer?

Lo de siempre. Recurrir al efectivo de divisas diferentes, el dólar no será más la moneda del mundo. Poseer oro o plata o algún otro bien valioso. Si se tiene un poco más de capital, diversificar. En fin. Si uno no tiene capital, estar lo más afuera posible del circuito legal, como albañil paraguayo. 

Durante décadas el sistema financiero internacional mantuvo una fachada con el fin de mantener la rueda girando y crear la fantasía de que se podía confiar en el dólar y en el sistema legal de la propiedad de los países sajones. Ya no más. Todo ahora es igual que siempre lo fue, pero sin la fachada.

Tucker Carlson: la credibilidad del dólar y del sistema bancario en picada.

Si algún día retomamos el Proyecto Nacional, debemos guardar oro en las reservas. El primer paso será pedir los impuestos que corresponden a las auríferas en especie (oro). Diversificar las divisas en uso. Eliminar todas las obligaciones de uso electrónico para reinstaurar al billete en las transacciones corrientes minoristas. Retirar las que tenemos en el Banco de Inglaterra.

Como individuos debemos aferrarnos al efectivo como si nuestra libertad dependiera de él; porque de él depende. Como Nación, debemos acumular reservas en oro y en canasta de diferentes divisas, preferentemente lo primero e incentivar a los argentinos a ahorrar en oro.

Recomiendo que vean la entrevista a Jim Rickards, experto en temas bursátiles y monetarios. Subtitulada. Lean la nota de Baron Borissey sobre el fin del sistema financiero como lo conocemos actualmente.

Digámosle adiós al dólar, que se va.

Foto: cortesía de @TodosGronchos

* Licenciada de Economía (UBA), Master en Finanzas (UCEMA), Posgrado Agronegocios, Agronomía (UBA).

 

Notas y videos relacionados

La deuda y las mentiras verdaderas, por Baron Bodissey

http://restaurarg.blogspot.com/2021/12/la-deuda-y-las-mentiras-verdaderas.html 

Enduro

http://restaurarg.blogspot.com/2021/01/enduro.html 

Currency War/Total War: Jim Rickards

https://www.youtube.com/watch?v=b9YtPsFViqE 

Nota:

[1] Recomiendo que vean “Nosedive” el episodio 1 de la tercera temporada de “Black Mirror”.

 

Artículo publicado originalmente el 12/03/2022 en Restaurar.org, http://restaurarg.blogspot.com/2022/03/mi-amigo-el-efectivo.html

DIOS, PATRIA, HOGAR

Santiago González*

¿Una respuesta política nacida desde lo religioso para enfrentar el globalismo financiero y el marxismo cultural?

“Dios, patria, hogar”, proclamaban las leyendas escritas con desafiante pintura negra sobre los paredones encalados del pueblo. A mí y a mis amigos nos causaban gracia y curiosidad, una porque conocíamos a los que las escribían y, a pesar de que ponían cara de malos y usaban tremendo bigote, no nos parecían muy preparados para sostener cualquier desafío, y la otra porque no entendíamos la necesidad de la proclama, tan seguros estábamos de contar con un Dios, una patria y un hogar. Esas seguridades sin embargo iban a durar poco. Casi sin darnos cuenta, entrábamos a la vez a la adolescencia, a la década de 1960 y a una etapa de transformaciones vertiginosas que estremecerían hasta los cimientos esas certidumbres.

¿Cómo podíamos saber, entonces, que Dios sufría desde hacía casi un siglo el ataque encarnizado de la Europa cristiana, y que su muerte ya había sido anunciada como una buena nueva? ¿Cómo podíamos anticipar que la patria sucumbiría bajo la doble agresión de la violencia y el saqueo en las décadas siguientes, las de nuestra juventud y madurez, las décadas en las que la vida para la que nos estábamos preparando debía rendir sus frutos? ¿Cómo podíamos imaginar siquiera que el hogar, la familia, ese reducto último de la certidumbre y el amparo, el lugar del reposo, la alimentación y el abrazo, iba a ser blanco de la metralla que ahora, ante nuestros ojos, hace saltar por el aire sus últimas astillas?

¿Cómo podíamos sospechar que algún día, ante la mirada interrogante de nuestros hijos, sólo íbamos a tener perplejidad y silencio como respuesta?

Evidentemente, nuestros amigos de los bigotazos y el pelo aplastado habían olfateado con la debida anticipación algo que nosotros no percibíamos. Y que tampoco, para ser honestos, queríamos percibir, encandilados unos con la conquista del espacio y los avances tecnológicos que probaban la eficacia del capitalismo, obnubilados otros con la revolución cubana y el Concilio Vaticano II, que señalaban el camino inevitable hacia el socialismo y el hombre nuevo. Ni unos ni otros veíamos en nuestras opciones una amenaza contra Dios, ni contra la patria ni contra el hogar, porque los juzgábamos tan eternos como el agua y el aire, como Borges decía de su ciudad.

Y sin embargo, aquí estamos: sin Dios, con la patria hecha añicos y ya casi sin hogar.

La situación en la que hemos caído es resultado de una combinación de factores tan disímiles, dispersos y azarosos que parecería difícil imaginar una conspiración. Podría decirse que si hay una conspiración su origen no es de este mundo, cosa que movería a risa a algunos, pero que otros tomarían muy en serio, especialmente los que creen en la eficacia operativa del demonio. Sabemos, sin embargo, que hay personas en condiciones materiales e intelectuales de ayudar al azar (o al diablo) y orientar las cosas en determinada dirección. Al fin y al cabo, lo del Nuevo Orden Mundial fue una idea emanada de esas personas y propuesta claramente y con todas las letras, no un invento de las mentalidades conspirativas.

La idea de reordenar el mundo brotó tras la caída del muro de Berlín, que no separaba, como se cree habitualmente, al Occidente capitalista del Este socialista: era en realidad un dique de contención contra los desbordes de uno y otro lado, obligaba a cada bando a preservar una cierta apariencia de virtud. Cuando el hormigón cayó bajo la presión de las multitudes, lo peor del capitalismo se fundió en un abrazo con lo peor del socialismo, con el que mantenía antiguas y documentadas relaciones, y desde entonces vienen marchando juntos hacia la instauración global de una nueva esclavitud, políticamente totalitaria, como siempre imaginaron los comunistas, y económicamente libertaria, como siempre imaginaron los capitalistas.

La tarea no parecía sencilla. ¿Cómo someter nuevamente a la esclavitud a un hombre al que las mismas élites habían ensoñado desde la Revolución Francesa con las ideas de libertad, igualdad y fraternidad? Personas inteligentes, no tardaron en encontrar una solución simple, económica y orwelliana: cambiar el sentido de las palabras.

Los conspiradores, o el mismísimo demonio, procedieron por etapas: en nombre de la libertad comenzaron por separar al hombre de Dios para privarlo del sentido trascendente de la vida, que lo unía en alabanza y oración al conjunto de los demás hombres y de todo lo creado; después se dedicaron a socavar sus vínculos de pertenencia e identidad, especialmente la patria, pero también el terruño o el barrio, la lengua o la música, en aras de una igualdad global e indiferenciada que excede largamente lo social, incapaz de suscitar identificación, pertenencia o lealtad alguna; ahora, a favor de una fraternidad tan inclusiva como estéril, apuntan con la ideología de género contra la familia, bastión último de anclaje y de sentido para un hombre en trance de ser despojado de todas las ligazones y raíces que necesita para desarrollarse y crecer con cierto grado de salud.

Este hombre, así desamparado, perdido y angustiado, el hombre que las mentes más lúcidas de Europa vienen describiendo con un sentido de urgencia cada vez mayor, no sabe cómo enjugar su desesperación: las drogas, la promiscuidad, las experiencias extremas, nada le alcanza para cubrir el vacío al que lo han arrojado las consignas de libertad, igualdad y fraternidad en su versión perversa. Ese hombre está listo y predispuesto para recibir, con alivio de náufrago y agradecimiento perruno, el yugo del esclavo. El yugo, claro está, ya no tiene el perfil grosero del madero o el herraje, sino que llega en el suntuoso envase de la tecnología y la modernidad, tan amable y seductor que le resulta irresistible.

Hablemos también de libertad de mercado y derecho de propiedad, palabras cuyo significado se ha trastocado hasta lo irreconocible. ¿Podemos hablar de libertad de mercado cuando toda la economía capitalista se mueve hacia la concentración, cuando cada vez menos personas deciden sobre áreas cada vez más amplias del comercio, la industria, las finanzas y los servicios, cuando cada vez hay menos espacio para el emprendimiento personal, se trate del ejercicio de las profesiones liberales, o de la simple farmacia, ferretería o almacén de barrio? ¿Podemos hablar de derecho de propiedad, cuando el único derecho de propiedad resguardado es el de los bienes materiales pese a que la persona también es dueña de intangibles como su historia, su patria, su religión, su lengua, sus opiniones e incluso su cuerpo, amenazados todos por el poder de coerción del Estado?

El nuevo orden le recuerda permanentemente al ciudadano su condición de esclavo, cuya supervivencia depende de un amo cuyo rostro ni siquiera conoce, pero al que debe someterse sin chistar si no quiere perder su ciudadanía, que ya no consagra la Constitución, sino una tarjeta de crédito, un alquiler o un abono, puesto que cada vez le resulta más difícil ser propietario de nada. La palabra que mejor define la situación del nuevo esclavo es precariedad: casi nada de su vida está efectivamente bajo su control, todo es transitorio y puede acabarse en cualquier momento, desde el empleo hasta el matrimonio, para usar una palabra realmente anticuada. Especialmente, y uno sospecha que deliberadamente, ya no puede ser propietario de una casa, un cuarto propio, un lugar donde caerse muerto. En cualquier momento puede encontrarse literalmente en la calle.

Sospecho que eso es deliberado, porque hay algo sagrado en la casa propia: Mircea Eliade dice que su construcción replica el gesto creador y fundacional de los dioses, y constituye un eje en torno del cual ordenar el propio mundo y una suerte de eslabón con lo sagrado. En la casa propia, cada hombre funda su propio linaje, y la ocasión suele ser debidamente señalada. Cuando finalizó la construcción del techo de la que sería nuestra casa familiar, mi padre agasajó a constructores y amigos, y en la flamante cumbrera se colocó una rama de pino, según fotografías que pude ver en el álbum familiar. La imposibilidad de tener su propia casa corta el último vínculo del hombre con la divinidad. Asunto que nos lleva de regreso al comienzo de esta nota.

Si se las mira con un poco de atención, todas las acciones del globalismo financiero asociado al marxismo cultural que venimos describiendo son “disolventes”, como decían los militares respecto del accionar de la izquierda: apuntan a romper o desatar todos los vínculos que anudan al hombre con su Dios, con sus compatriotas, con su familia, para dejarlo aislado, inerme e impotente. Esta comprobación tiene la virtud de mostrarnos el camino para hacerles frente: propone un plan de resistencia y un programa de acción. Si el propósito de estos conspiradores (o del demonio, vaya uno a saber) es desligar al hombre de sus referencias trascendentes y existenciales, ¿deberíamos responder reparando esas ligaduras, religándolo? ¿Una respuesta política nacida desde lo religioso? Dios para afianzar una patria, patria para levantar un hogar, hogar para formar hombres y mujeres cabales. No hay abuso de retórica ni tampoco mucha novedad en esto: la Argentina que supo enorgullecernos se hizo en gran medida así.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Publicado originalmente el 01/03/2019 en gaucho malo El sitio de Santiago González https://gauchomalo.com.ar/dios-patria-hogar/

EN LA JABONERÍA DE VIEYTES

Santiago González*

Una Argentina irreparablemente rota reclama refundación y reanudación, y hay quienes estudian cómo hacerlo.

 

Hay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo, como los jarrones de porcelana, las copas de cristal, los matrimonios y las naciones. Eventualmente, con los materiales y la tecnología adecuados, se podría obtener una copia más o menos exacta del jarrón o la copa, pero los matrimonios o las naciones son irreparables porque sus ingredientes están amasados con tiempo y el tiempo marcha en una sola dirección. No hay manera de “volver a ser felices como antes”, tal como reclaman con lágrimas en los ojos las esposas traicionadas o prometen con aviesa seguridad los políticos traidores. Es posible, sí, volver a ser felices, pero no como antes, y casi nunca con el mismo socio, sentimental o político. Esto no lo entienden muchos cónyuges y muchos ciudadanos, que con pertinaz voluntarismo o con mal encaminada esperanza insisten en renovar sus votos, conyugales o sociales, a la figura equivocada, con lo que sólo logran prolongar sus padeceres y multiplicarlos.

Además, el “como antes” puede tener sentido en la vida de un matrimonio pero resulta inasible en la vida de una nación: ¿en qué punto del tiempo se ubica ese “antes”? ¿En el de la propia memoria? ¿En el de la memoria familiar? ¿En la de los libros? Mi propio “antes” arranca en las primeras décadas del siglo pasado con los recuerdos de la Buenos Aires señorial que con orgullo argentino me confiaba mi madre y llega hasta 1975, cuando murió mi padre y yo recorría el final de mi tercera década. Desde entonces todo ha sido, en términos de la imagen de la Argentina que guarda mi espíritu, un después. A la larga me vería en dificultades para contar a mis hijos que hubo una Buenos Aires verdaderamente rica, elegante y culta, y que yo y mis padres y abuelos y bisabuelos habíamos vivido en ella. Una Buenos Aires donde una clase alta refinada y escasamente ostentosa era el modelo a imitar por una clase media laboriosa, sana y bien alimentada, y educada en el orden conservador instalado por esa misma clase alta.

Una Buenos Aires donde los 25 de Mayo el aire se teñía de azul y blanco, tantas eran las cintas y las escarapelas y las banderas que la adornaban, donde los 9 de Julio retumbaban con la marcha pesada de los tanques y el vuelo rasante de los aviones, donde la llegada de la Primavera era saludada con un despliegue de flores, carrozas y mannequins vivants que exponían colores, formas y texturas de temporada, donde los grandes locales comerciales competían cada Navidad con sus escenas del Nacimiento. Una Buenos Aires, modelo y escaparate de todo un país, que gestó la mayor explosión de talento alumbrada en el siglo XX por cualquier ciudad hispanohablante, de la literatura a la ciencia, de la técnica a la arquitectura, de las artes plásticas a la medicina, y del cine a la música, empezando por el tango y terminando con el rock.

Me pregunto cuál es el “antes” de una persona de clase media como yo, pero de la generación siguiente, a cuya conciencia nacional contribuyeron Andrés Cascioli, Jorge Lanata, Mario Pergolini y Marcelo Tinelli. O Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Horacio Verbitsky y José Pablo Feinmann, para el caso. ¿Qué entiende el compatriota de cualquier clase, educado por el progresismo y la socialdemocracia, si le hablo de patria? ¿Cuál es su vínculo emocional con la Argentina, con los otros argentinos? ¿Qué significan para él San Martín, Rosas, Alberdi, Sarmiento, Roca, Perón? ¿Qué entienden sus hijos, incluida la generación que no sabe leer ni contar, que no estudia ni trabaja, si se les propone “volver a ser felices como antes”? ¿Cuál es la conexión de los hombres y mujeres de hoy, de los adolescentes de hoy, con el pasado? ¿Cómo insertan su historia familiar en la del país? ¿Qué ven cuando ven el Palacio Pizzurno o la estación Constitución o el edificio del diario La Prensa o el Hospital Rivadavia? Es más: ¿qué ven en el Cabildo los maestros que llevan a sus alumnos a visitar el Cabildo?

Hay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo.

* * *

¿Qué significa una Argentina rota? Por lo pronto, una Argentina cuyas instituciones han dejado de funcionar. Las instituciones dejan de funcionar no sólo cuando dejan de cumplir el cometido para el que fueron creadas, tal como la crónica registra a diario, sino, y especialmente, cuando perdieron la capacidad de repararse, sanarse, regenerarse, cosa que la crónica omite o no advierte. A lo largo de los últimos cincuenta años, se han sucedido gobiernos militares y civiles, peronistas y antiperonistas, elegidos por el voto popular o por la asamblea legislativa, y ninguno pudo revertir la línea descendente, componer lo descompuesto. No se trata simplemente de que fallen los gobiernos: falla el sistema, fallan sus mecanismos de regeneración, está roto. No sirve.

Una Argentina rota significa también la disolución de la affectio societatis, el tejido emocional que nos vincula con los otros argentinos, con la casa común, con la historia vivida. Ese tejido no cumple una función exclusivamente social, sino también personal: es la red donde la propia vida cobra valor y sentido. Cuando se desintegra, las madres matan a sus bebés, los esposos se matan entre sí, los jóvenes matan a los ancianos para robarles, y cualquiera mata a cualquiera porque sí. Y el que no puede matar se droga hasta que puede. Si mi vida no vale ni tiene sentido, no vale ni lo tiene la de nadie. La crónica remite estas noticias al fondo de las páginas policiales: deberían estar al frente de las páginas políticas.

Una Argentina rota implica por fin la cancelación del futuro, la negación del proyecto, la imposibilidad del entusiasmo. Es lo que no soportan los argentinos audaces que marchan al exilio. No se van en busca de mejores salarios, paisajes más atractivos u oportunidades de consumo más refinadas. No se van en busca de comodidad; se van, lo dicen francamente cuando la crónica los interroga, en busca de un futuro.

Una Argentina así de rota es irreparable. No hay tratamiento gradualista ni de impacto capaz de hacerla funcionar. Creer lo contrario es perder el tiempo cuando ya no hay tiempo que perder. Urge desprenderse de un sistema irreversiblemente desbaratado y crear uno nuevo, con nuevos códigos y nuevas instituciones. Como en vísperas de Mayo, otra vez en la jabonería de Vieytes, con la cabeza probablemente llena de ideas confusas y contradictorias, que deberán ordenarse en la franqueza del debate y en el empeño de la fundación. Mejor dicho, de la refundación (volver a fundar) y la reanudación (volver a anudar), porque no se partirá de cero, con la página en blanco. Detrás hay pueblo, territorio, historia y experiencia, sólo necesitados de vínculos que los unan y de un sistema que les permita funcionar.

Pero atar y planear no va a ser exactamente coser y cantar.

* * *

Imagino a los contertulios de la nueva jabonería reclutarse siguiendo el magisterio de la historia: comerciantes, hacendados, publicistas, vecinos principales, canónigos, jurisconsultos, milicianos, en general personas con algo que defender, discretas y prudentes, y con cierto reconocimiento en la comunidad como para saber con quiénes se está tratando. Casi podría asegurarse que entre los más vehementes, e incluso exaltados, están quienes por una razón u otra, por un camino u otro, guardan memoria de que aquí hubo otro país, de que la nación argentina está muy por encima de esta mediocridad delictiva, dictatorial y decadente que asfixia, acorrala, aplasta y expulsa, y cuyo primer impulso es el de salir a la calle, gritar “¡Viva la Patria!” y arengar a la lucha para “volver a ser felices como antes”.

Veo entonces a las mentes más templadas avisarles de su error. Recordarles con Neruda que “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” y con Borges que no existe “una región en que el ayer pudiera ser el hoy, el aún y el todavía”. Que la mayoría de los compatriotas no tiene la menor idea, o la tiene muy confusa o distorsionada por la propaganda socialdemócrata, de cómo era ese “antes”, de qué cosa es la patria, de cuáles atributos distinguen propiamente al argentino. Que un mensaje articulado sobre esa retórica, con apelaciones a un pasado confuso, a un sentimiento mortecino o desconocido, a unas lealtades jamás probadas, les dirá poco y nada, o peor todavía: puede sonar como un nuevo intento de manipulación. Que lo primero, entonces, antes que proponer, es escuchar.

De la nación quedan la tierra, la historia y el pueblo. Pero el pueblo es la materia viva.

* * *

La jabonería de Vieytes elige entonces como prioridad auscultar las cuitas de los compatriotas (que en definitiva no diferirán de las propias sino en escala), conocer su estado de ánimo, adentrarse en sus necesidades (más allá de las obvias, relacionadas con la supervivencia), tomar el pulso de sus expectativas, sus creencias y sus temores. El pueblo es la materia viva de la nación, y escucharlo requiere de una atención máxima y desprejuiciada: antes de ingresar a la jabonería, los contertulios dejan los telefonitos y las ideologías en la puerta. Es precaución elemental en cuestiones relativas a la nación evitar las interferencias externas.

Las circunstancias les ofrecen una oportunidad inesperada y sorprendente para conducir esa escucha: la sociedad argentina es una de las que con mayor docilidad aceptó en el mundo primero una cuarentena desmesurada, innecesaria y letal para una economía en terapia intensiva; después, unas vacunas experimentales sobre las que hay más dudas que certezas, y de las que nadie se hace responsable; y últimamente, una cantidad de restricciones a las libertades individuales para quienes no se han vacunado. Esta mansa aceptación, impensable por cierto en la Argentina “de antes” (lo que habla de por sí sobre la profundidad de los cambios sufridos), atraviesa todas las clases sociales y todas las regiones geográficas. Por su amplitud, y por su excepcionalidad para una sociedad famosa por su independencia y rebeldía, los contertulios deciden estudiarla.

Iluminada desde un lado, aparece una sociedad acobardada, temerosa, ignorante, incapaz de forjar su propio juicio y defenderlo racionalmente, fácilmente manipulable por los charlatanes de la prensa, la política y la ciencia, incluso proclive a la delación de quienes exhiben un comportamiento independiente, y favorable a cualquier disposición autoritaria y compulsiva que le permita enmascarar bajo el amparo de la ordenanza municipal su propio miedo, su propia cobardía. Iluminada desde el lado opuesto, se presenta una sociedad tan abandonada a su suerte y tan necesitada de creer que arriesga su bienestar y su salud en un acto de fe, en la confianza de que, al menos esta vez, en un caso de vida o muerte, su país, sus compatriotas, sus dirigentes, sus médicos, sus periodistas no la engañan. Que estamos juntos en esto, que nos cuidamos entre todos. Y que hay sanción para el que no cumple.

Visto a plena luz, se hace evidente la desesperación del pueblo de la nación, su materia viva.

* * *

En una Argentina cuyo sistema institucional ha dejado de funcionar, y cuya affectio societatis se deshilacha sacudida por vientos cruzados, el estado de un pueblo a la deriva, al que cada vez resulta más difícil describir como sociedad, no sorprende a los atentos contertulios de la jabonería de Vieytes. Iluminado desde todos los ángulos, de manera de no dejar espacios en sombras, ese pueblo exhibe una demanda intensa de pertenencia y de sentido, de relación funcional y constructiva con una comunidad en cuyo seno la propia vida, la propia actividad, adquiera significado y gane reconocimiento, asuntos estos relacionados con la affectio societatis. Y también exhibe un reclamo urgente de eficacia y de justicia, de eficacia en la administración de la cosa pública (que la educación eduque, la salud cure, y la defensa defienda) y de justicia en la administración de premios al mérito y la conducta y castigos a la indolencia y la inconducta, asuntos estos relacionados con el sistema institucional.

Pertenencia y sentido tienen que ver con la identidad, con el quiénes, eficacia y justicia con la administración, con el cómo. Los concurrentes a la jabonería perciben que falta algo. Falta el qué. Las luces revelan una sociedad dispuesta a aceptar un liderazgo, deseosa de creer, pero necesitada además de que se le proponga un camino, un rumbo común dentro del cual encarrilar los propios sueños y ambiciones. Esto es, un proyecto, que no puede ser absolutamente individual, como querrían los liberales, ni tampoco absolutamente colectivo, como querrían los socialistas (los socialdemócratas, los globalistas, los comunistas), sino nacional (una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, diría Ortega en una frase que incomoda a la vez a nacionalistas y liberales).

La primera preocupación de los asistentes a la jabonería, si los interpreto correctamente, es dar respuesta a estas demandas: pertenencia, sentido, eficacia, justicia y proyecto. Su amplitud (atraviesan todas las clases sociales), su importancia (se imponen incluso por sobre las necesidades materiales) y su urgencia (alimentan todas las inquietudes, las neurosis, los estallidos emocionales y la violencia) quedan de manifiesto en el comportamiento público, en el perceptible a simple vista y en el registrado por la crónica, y especialmente, como hemos visto, en la reacción frente al episodio de la covid. La respuesta exigirá a los tertulianos la definición de un rumbo, el trazado de un plan de trabajo, la promoción de un liderazgo capaz de llevarlo a cabo, y la elaboración de una narrativa capaz de persuadir, de entusiasmar, de aglutinar.

El patriotismo, la historia, la fe no son un proyecto, son la condición de posibilidad de un proyecto.

* * *

Los contertulios de la jabonería presente saben muy bien que su combate por la pertenencia, el sentido, la eficacia, la justicia y el proyecto (nacional) habrá de librarse contra la presión del globalismo que busca reacomodar el planisferio a su gusto. Pero conocen el paño. Cuando la Argentina institucional sólo era un proyecto en la mente de sus fundadores, el nuevo orden mundial de la época amenazaba con la Restauración monárquica, y muchos asistentes a la tertulia histórica imaginaban para la nación argentina un futuro coronado por derecho divino. Entre ellos el jabonero Vieytes, que puso a su hija el nombre de Carlota Joaquina, y el propio Manuel Belgrano, que se carteó con la infanta durante mucho tiempo (sin ser mayormente correspondido). Los tertulianos de esta generación saben de esas trampas, porque sus antepasados les enseñaron lo peligroso que es caer en ellas.

Ningún orden mundial, nuevo o viejo, ha servido jamás a los pueblos sino sólo a sus promotores.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Publicado originalmente el 01/02/2022 en Restaurar.org, http://restaurarg.blogspot.com/2022/02/en-la-jaboneria-de-vieytes.html y el 29/01/2022 en Gaucho Malo (El sitio de Santiago González) https://gauchomalo.com.ar/gaucho-malo/