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RUSIA, OCCIDENTE Y EL TERRORISMO

Roberto Mansilla Blanco*

Imagen: © Sputnik / Maksim Blinov

«La peor matanza terrorista en dos décadas en Rusia». Así resumen prácticamente todos los medios internacionales el atentado terrorista suscitado durante un concierto en Moscú este 22 de marzo, con hasta los momentos aproximadamente 135 fallecidos, cifras que muy probablemente seguirán creciendo en las próximas horas.

Tras este atentado vinieron las inmediatas reacciones. Una facción del Estado Islámico (Daesh en árabe; ISIS en inglés) denominada del Gran Khorasán (ISIS-K) asentada en Afganistán se atribuyó la autoría del mismo. No obstante, el recientemente reelecto presidente ruso Vladímir Putin asegura existir una presunta pista ucraniana (y quizás también exterior) detrás del mismo prometiendo «venganza», un tono muy similar al que había empleado en el pasado contra los terroristas chechenos.

Desde Kiev niegan obviamente esta implicación toda vez que atribuyen este atentado a los precedentes de los propios servicios de seguridad rusos, haciendo un paralelismo con los atentados de agosto de 1999 en el sur de Rusia (que causaron más de 300 muertos), poco después de la llegada de Putin al poder, en este caso como primer ministro. El Kremlin culpó entonces a los terroristas chechenos. Muchos especulan sobre la presunta autoría del FSB ruso en esos atentados para justificar una segunda fase de la guerra en Chechenia.

El Kremlin sigue manejando a Kiev como la principal línea de investigación detrás del atentado. La portavoz del gobierno ruso María Zajárova criticó a Washington de no otorgar la información suficiente en el momento de advertir sobre esta posibilidad de atentado terrorista. No obstante, a comienzos de marzo los servicios de inteligencia estadounidenses advirtieron al FSB ruso de la posibilidad de un atentado terrorista en Moscú, indicando incluso la pista del ISIS-K. Putin calificó esta advertencia de «chantaje».

Con todo, el atentado en Moscú evidenciaría igualmente la vulnerabilidad de la seguridad interna en Rusia, con el foco ahora concentrado en la imagen del presidente ruso y en la eficacia de sus servicios de inteligencia. Tras ocurrir el atentando, Washington se apresuró a enviar condolencias. Incluso la propia viuda de Aléxei Navalny se sumó a las mismas. En Europa, el presidente Emmanuel Macron y la presidenta de la Comisión Europea Úrsula von der Leyen aparcaron momentáneamente su ardor belicista contra Rusia para expresar también su solidaridad pero enfatizando el mensaje hacia el «pueblo ruso» y no su gobierno, un factor clave que evidencia notoriamente los intereses detrás de la actual coyuntura.

La pregunta es: ¿a qué obedece esta inesperada reaparición del Estado Islámico (ahora con esta facción ISIS-K) con un atentado en un país en guerra como Rusia? ¿Por qué ahora en un momento en que Rusia ha demostrado capacidad suficiente para resistir la embestida de las sanciones occidentales y del esfuerzo bélico en Ucrania? ¿Qué tanto sabía Washington del atentado? ¿Retrotrae esta perspectiva la validez de esas informaciones sobre la presunta implicación de los servicios de inteligencia estadounidenses y de sus aliados en la irradiación del yihadismo internacional con fines claramente geopolíticos?

No debemos olvidar que Rusia siempre fue un objetivo del yihadismo, particularmente por la presencia de numerosas comunidades musulmanes dentro de la Federación rusa pero también en Asia Central y el Cáucaso. Explotar este factor, especialmente en etnias como la tadyika, kirguiza, chechenos, daguestaníes o tártaros, particularmente en lo relativo a sus relaciones con la predominante etnia rusa, siempre fue un instrumento clave para los objetivos yihadistas a la hora de recrear descontento y malestar hacia Rusia dentro de estas comunidades islámicas.

Por otra parte se puede intuir que el ISIS desee atacar como una reacción a la intervención militar rusa en Siria desde 2015 que permitió al régimen de Bashar al Asad recuperar posiciones militares y mantenerse en el poder precisamente derrotando al Daesh. No obstante era vox populi en los centros de poder sobre la ralentización menguante y la pérdida de capacidad de actuación y amenaza de este movimiento integrista en Oriente Próximo, particularmente en el territorio entre Siria e Irak.

Esa sensación de fracaso del yihadismo también se observa en el Cáucaso ruso, en particular ante la desaparición del efímero Emirato del Cáucaso y la neutralización y pacificación rusa del irredentismo checheno; a tal punto es evidente que fuerzas chechenas luchan del lado de las rusas en Ucrania. Y si bien es cierto que los talibanes volvieron al poder en Afganistán en 2021, el ISIS-K lucha contra este régimen intentando expandir la posibilidad de renovación del integrismo yihadista hacia Asia Central. El retorno Talibán al poder tuvo precisamente en Rusia y China a sus principales benefactores políticos y diplomáticos, toda vez la retirada occidental de Afganistán significó un notorio triunfo geopolítico para Moscú y Beijing.

Por otra parte habría también que atender al contexto actual ruso-occidental para intentar observar qué otras razones pueden estar detrás de este inesperado retorno del terrorismo yihadista. En medio de una guerra ucraniana en fase de estancamiento para los intereses occidentales, con un equilibrio militar mucho más favorable a Rusia (horas antes del atentado la aviación rusa realizó el ataque más contundente contra instalaciones energéticas ucranianas) y un Putin políticamente reforzado dentro de Rusia, perspectiva en la que Occidente ya interpreta su aparente imposibilidad para apartarlo del poder, el atentado terrorista en Moscú podría ser interpretado y utilizado por Occidente como un instrumento que refleje la vulnerabilidad rusa para, por otra parte, implicar eventualmente la posibilidad de un «reseteo» dentro de sus agrias relaciones con Putin, incluso incentivando a otros interlocutores con presunta influencia dentro del Kremlin.

Así, el recurso del yihadismo terrorista como enemigo común puede instrumentalizarse ahora como una inesperada estrategia por parte de Washington para intentar reducir el nivel de tensión con Moscú, mirando siempre al temido contexto de difusión de la crisis ucraniana hacia un escenario nuclear. Más allá de su apoyo militar a Kiev y de las expectativas defensivas y militares europeas, Washington y la OTAN entienden que Rusia, lejos de estar derrotada en el terreno militar y resistiendo con fluidez a las sanciones occidentales, tiene capacidad para desequilibrar a su favor el conflicto ucraniano.

Lejos de ser un paria internacional como Occidente esperaba, Rusia está bien posicionada en sus alianzas en Asia (China, India, Turquía, Irán), África e incluso América Latina (Venezuela, Cuba, Nicaragua) La sociedad rusa, no menos condicionada por la propaganda del Kremlin, acaba de legitimar masivamente el mandato presidencial de Putin. Por otra parte, el Kremlin puede utilizar el atentado como un instrumento de justificación de una mayor militarización dentro de Rusia ante la fase expectante de una posible contraofensiva en el frente ucraniano y de un conflicto a gran escala contra la OTAN, tal y como observamos en la retórica belicista entre Bruselas, Washington y Moscú.

En este contexto gravita igualmente otro imperativo estratégico: la enésima tentativa de Washington para intentar «limar asperezas» con Moscú que eventualmente provoque un distanciamiento dentro de la alianza estratégica ruso-china, un eje euroasiático cada vez más consolidado, especialmente tras la guerra en Ucrania y las tensiones en torno a Taiwán, el Mar de China Meridional, el pacto «atlantista» AUKUS en Asia Oriental y la recuperación de Corea del Norte como aliado militar ruso. Romper esta ecuación estratégica sino-rusa es un imperativo para Washington y más cuando Beijing ha alcanzado capacidad suficiente para impulsar sendas iniciativas de negociación en Ucrania y también en Gaza.

Esta perspectiva geopolítica occidental de intentar alejar a Rusia de China puede tener una nueva dimensión en caso de que Donald Trump vuelva en noviembre a la Casa Blanca, tomando en cuenta las conocidas simpatías del ex presidente estadounidense por Putin y de sus intenciones de «resetear» el eje «atlantista» forjado por la Administración Biden al calor de la guerra ucraniana. Ese eje «atlantista» del que Trump quiere tomar distancia se vio reforzado por la reciente ampliación de la OTAN (Suecia y Finlandia) toda vez Europa adopta ahora un inesperado discurso cada vez más belicista.

Especulaciones aparte, tras este atentado difícilmente observaremos un inmediato cambio en las relaciones ruso-occidentales a favor de un clima de mayor entendimiento. La pista ucraniana del Kremlin implica también a Washington y Bruselas, lo cual reforzaría aún más esta atmósfera de tensión permanente ruso-occidental. Pero como sabemos, la política es el arte de todo lo posible. Está por verse si el atentado terrorista en Moscú puede implicar ese hipotético «reseteo» ruso-occidental o si, por lo contrario, reforzará aún más el actual clima de confrontación hacia escenarios inesperados y ahora con el terrorismo jugando en primera fila.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.

 

Artículo originalmente publicado en idioma gallego en Novas do Eixo Atlántico: https://www.novasdoeixoatlantico.com/rusia-occidente-e-o-terrorismo-roberto-mansilla-blanco/

RUSIA EN 2024

Roberto Mansilla Blanco*

rperucho en Pixabay, https://pixabay.com/es/photos/kremlin-moscu-rusia-catedrales-3393439/

 

Cómo la sociedad rusa vive actualmente la guerra en Ucrania y las sanciones occidentales mientras el Kremlin cambia a su favor los equilibrios geopolíticos.

 

Comienzo este análisis en clave personal, determinado por un reciente viaje a Rusia (febrero de 2024) Caminar por Moscú a dos años del comienzo de la guerra en Ucrania supone una experiencia ilustrativa sobre cómo el país está encarando un conflicto cada vez más cronificado, esquivando las sanciones occidentales pero con la perspectiva de una posible escalada militar contra la OTAN a mediano plazo.

Los moscovitas viven su día a día con ritmo frenético. Si existe un mejor termómetro para medir este pulso es inevitablemente el Metro de Moscú, tan vigoroso como incesante en su tráfico diario. Las sanciones occidentales apenas se perciben en una economía que incluso crece: a finales de enero el FMI estimó un crecimiento de 2,8% de la economía rusa para 2024. Así mismo, el Kremlin ha logrado esquivar las sanciones a través de un esquema financiero alternativo en el que han colaborado socios exteriores rusos como China, Turquía, Qatar y Arabia Saudita. A priori y a pesar de las dificultades derivadas de la guerra y las sanciones, el clima en las calles de Moscú revela más bien un inesperado nivel de confianza y de seguridad.

Los centros comerciales y supermercados rusos están abarrotados con todo tipo de mercancías y víveres. Una gran cantidad de multinacionales occidentales siguen operando en el país. El sistema bancario reproduce este nivel de confianza social mediante una generosa cartera de créditos toda vez es patente la digitalización a gran escala en todos los órdenes de la vida económica y social. Las presiones inflacionarias se observan controladas.

Una boyante clase media ha florecido en los últimos años en Rusia, con un notable poder adquisitivo que las grandes multinacionales no quieren dejar escapar a pesar de las presiones exteriores por mantener las sanciones económicas. Expulsada del sistema SWIFT que rige las transacciones financieras internacionales, el Kremlin se las ha ingeniado, con efectiva capacidad de adaptación, a las nuevas circunstancias para mantener a flote la economía rusa.

El espectro mediático, especialmente el televisivo, ilustra igualmente la percepción rusa de la realidad. Sin grandes aspavientos, los informativos reflejan diariamente lo que sucede en el frente militar ucraniano. Incluso existe un canal casi exclusivamente concentrado en la oficialmente denominada como «Operación Militar Especial». Destaca también la programación de entretenimiento, con formatos similares a los que se pueden observar en Europa.

En los medios informativos resalta igualmente la proliferación de informaciones sobre diversos foros económicos, tanto dentro como fuera de Rusia, en los que el gobierno de Vladimir Putin se esfuerza por acelerar proyectos de infraestructuras y de inversiones para el desarrollo económico hacia las regiones interiores del país. Intentar equiparar el nivel de desarrollo entre centro y periferia, entre la Rusia urbana y la Rusia interior, será muy probablemente uno de los grandes proyecto de futuro.

Mientras en Occidente fue la noticia estelar, con tintes no menos propagandísticos muy probablemente enfocados en la proximidad de la elección presidencial rusa, la muerte el pasado 16 de febrero del disidente Alexéi Navalny en una prisión de máxima seguridad apenas perturbó el clima informativo ruso, pasando prácticamente desapercibido. Por el contrario, la entrevista a Putin realizada por el periodista estadounidense Tucker Carlson y sus reportajes diarios durante su estancia en Moscú se convirtieron en un constante reclamo mediático para los medios informativos estatales.

Una nueva era… con Putin

Bajo este prisma, el panorama interno ruso dista, por tanto, de cualquier cariz apocalíptico como auguraron diversos mass media y declaraciones oficiales de líderes políticos principalmente occidentales a partir de la invasión militar rusa de Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022.

No se percibe ningún colapso económico ni atisbos de crisis política o de angustia ante la inevitable confrontación con Occidente vía Ucrania. La sociedad rusa, si bien no escapa a las consecuentes dosis de propaganda oficial y sutil censura, está más concentrada en otros temas, básicamente enfocados en aumentar sus cotas de bienestar socioeconómico; una aspiración, por cierto, no muy diferente de la que se observa en las principales capitales occidentales.

En vísperas de unas nuevas elecciones presidenciales previstas para el 15 y 17 de marzo, el poder de Putin es incontestable. Sin rivales políticos directos, con una economía que parece navegar con seguridad en un mar de turbulencias y con avances en el frente militar ucraniano (particularmente tras la toma de Adviika y la sensación de repliegue del adversario), el presidente ruso encara con comodidad un nuevo período de gobierno hasta 2030.

El contexto bélico le permite a Putin hacer uso de la agenda patriótica y de la inquebrantable unidad nacional ante un enemigo exterior que parece cada vez más identificado en la OTAN. Bajo esta premisa, el Kremlin no altera ni un ápice los cimientos estratégicos ni la narrativa que le llevó a iniciar la «Operación Militar Especial» en Ucrania en 2022: impera en este discurso la necesidad de «desnazificación» de Ucrania para garantizar la seguridad de las poblaciones rusoparlantes existentes en ese país y, por tanto, de la seguridad nacional rusa.

Esta perspectiva camufla igualmente otro imperativo geopolítico para el Kremlin: recuperar la vitalidad demográfica. Con su marcado acento en una especie de «revolución conservadora» y en un 2024 oficialmente reconocido por las autoridades rusas como el Año de la Familia, el gobierno de Putin incentiva políticas de natalidad que permitan garantizar la preservación de la etnicidad eslava y la identidad nacional rusa, particularmente ante el aumento demográfico de poblaciones no rusas, principalmente  musulmanas. Prevalece la idea del Mundo Ruso (Rusky Mir) que refuerce el perfil demográfico atrayendo a los «hermanos» rusoparlantes, en el caso ucraniano del Donbás y otras regiones actualmente bajo soberanía y ocupación militar rusa, pero que no se descarta pueda ampliarse hacia otros escenarios el espacio post-soviético.

El contexto 2024 se erige así para Putin como un momento clave para retomar la iniciativa y avanzar en la recuperación del lugar de Rusia en la historia. Las tornas han cambiado. El clima de desencanto se observa ahora en Occidente, en particular en lo concerniente al apoyo a Ucrania. Kiev no escapa a esta perspectiva. La destitución en enero pasado de Valerii Zaluzhni, máximo comandante militar ucraniano que se mostró crítico con la estrategia militar del presidente Volodimir Zelenski, parece ilustrar una purga interna aparentemente con el beneplácito «atlantista». Contrario a las expectativas occidentales, Zelenski se muestra ahora aún más a la defensiva, incluso con tintes de cierta desesperación en cuanto a su dependencia de la ayuda militar exterior.

La causa ucraniana parece perder entusiasmo y adeptos entre sus aliados europeos toda vez que otra guerra, la de Gaza, ocupa también el centro de atención. Países miembros de la Unión Europea como Hungría y Eslovaquia se niegan a aumentar la ayuda económica y militar a Kiev instando a una negociación con Moscú. En EEUU crece la inquietud por un regreso a la Casa Blanca del ex presidente Donald Trump, quien avanza con paso firme en las primarias del Partido Republicano. Visto en clave geopolítica, el Kremlin parece estar recuperando posiciones, recreando en el centro del poder occidental ese clima de desencanto con Ucrania.

Así, Putin recupera la iniciativa con garantías y en condiciones de mayor confianza y fuerza estratégica. Pero el final del conflicto en Ucrania no parece estar estipulado, al menos a corto plazo. No se descarta que, ante las perspectivas de debilidad militar de su enemigo y los cuestionamientos sobre lo que en su momento constituyó un irrestricto apoyo occidental a Ucrania, tras el deshielo invernal, el Kremlin acelere una contraofensiva a gran escala que le permita ampliar sus ganancias territoriales: actualmente Moscú controla más del 20% del territorio ucraniano previo a la invasión.

El clima bélico parece también resonar y ampliarse hacia otros focos de conflicto: la República Pridnestroviana de Transnistria, un Estado de facto entre Ucrania y Moldavia que podría convertirse en nuevo peón para Moscú en caso de pedir su incorporación dentro de la Federación rusa. Este escenario reproduciría el modelo instaurado por Rusia en Crimea en 2014 y en las repúblicas de Donetsk y de Lugansk en 2023. Otras fuentes informativas y de inteligencia, principalmente alemanas y británicas, están expectantes ante la posibilidad de que, a mediano plazo, la guerra de Ucrania se amplíe hacia las repúblicas bálticas e, incluso, el enclave ruso de Kaliningrado.

Seguro de una superioridad militar, confirmada por el suministro armamentístico de aliados como Irán y Corea del Norte, de un mayor número de efectivos y recursos militares y ante las grietas de la ayuda occidental a Ucrania, el Kremlin parece persuadido a aplicar un «modelo Chechenia» para Ucrania: empantanar y congelar el conflicto hasta provocar una fatiga en la sociedad ucraniana y sus aliados occidentales que eventualmente obligue a una negociación con Moscú y a un posible cambio político en Kiev que implique ascender al poder a un líder más manejable para los intereses rusos.

El escenario es hipotético. Está por ver si, al igual que sucedió en Chechenia con la «pax rusa» instaurada a partir de 2009, aparezca ahora en Kiev una especie de Ramzán Kadírov (actual presidente checheno) o un nuevo líder pro ruso como Viktor Yanúkovich. Nada está asegurado y menos ante este clima bélico in crescendo. Y esto también podrá provocar un efecto contraproducente para los intereses rusos: que, con apoyo occidental, Kiev apueste por aupar a un nacionalista radical anti ruso. Un escenario que, por otro lado, podría ser utilizado por el Kremlin como un argumento justificativo de la invasión militar, similar a la narrativa de la «desnazificación» de Ucrania. Sea como sea el contexto se abre así fuertemente contrariado para un Zelenski al que le crecen también las críticas internas que le acusan de autoritarismo, corrupción e incluso de intransigencia a la hora de abrir una negociación o un armisticio con Moscú.

Con este panorama, Zelenski parece verse de alguna manera acorralado, instigado a suspender las elecciones presidenciales previstas para marzo bajo el argumento del estado de guerra y con una ley marcial que no oculta sus dificultades a la hora de movilizar combatientes para el frente. Kiev ha pedido a más de 400.000 ucranianos que se han marchado del país que se sumen al esfuerzo bélico para repeler al «invasor ruso».

«Asianización» ante la «des-occidentalización» forzada

Visto en perspectiva y tomando en cuenta las tensiones geopolíticas y militares con Occidente, el Kremlin ha acelerado una «asianización» forzada de sus alianzas exteriores, motivada por imperativos definidos en torno a una perceptible «des-occidentalización» de sus relaciones internacionales.

Diversos medios occidentales han manejado estas tensiones en clave belicista, augurando una inevitable confrontación entre Rusia y la OTAN. Utilizando fuentes de alta confidencialidad militar, el diario alemán Bild advirtió en enero pasado sobre un posible escenario de guerra frontal entre la OTAN y Rusia a partir de 2025, con posibles ataques desde el enclave ruso de Kaliningrado hacia miembros de la Alianza Atlántica como Polonia y las repúblicas bálticas. Ante la posibilidad de presentarse este escenario, la OTAN anunció para este 2024 los mayores ejercicios militares en décadas.

Si bien no cierra la puerta a un «reseteo» de las relaciones con Occidente y que espera se operen progresivamente vía cambios políticos, desgaste moral por la guerra en Ucrania e imperativos de dependencia energética europea, Rusia observa ahora a Asia como su nueva esfera de atención. A diferencia de las tensiones y la intransigencia occidental, Moscú destaca el pragmatismo y la realpolitik en las relaciones con sus socios asiáticos.

En este plano, China juega el papel esencial como principal aliado ruso a tenor de la alianza estratégica que Moscú mantiene con Beijing y de la posición oficial del gobierno chino de no condenar la invasión militar a Ucrania. Esta alianza se lleva también a la cotidianeidad ciudadana. Las calles moscovitas han observado una prolífica visita de turistas chinos toda vez diversos establecimientos han celebrado el Nuevo Año Lunar chino. La imagen del presidente Xi Jinping al lado de la de Putin se refleja también en varios souvenirs como símbolo de una «amistad» inquebrantable.

Por simbólico que parezca, las típicas matrioshkas existentes en las tiendas de la turística calle Arbat de Moscú representan a líderes como Xi Jinping, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, el norcoreano Kim Jong-un o el príncipe saudita Mohammen bin Salmán, sin olvidar a un «viejo amigo», el ex presidente Trump. Todas ellas variables de soft power que ilustran en el imaginario colectivo las nuevas alianzas del Kremlin.

Este súbito viraje geopolítico asiático ha evitado el aislamiento y la condición de paria internacional de una Rusia hoy fortalecida por un papel cada vez más activo en el Sur Global. Moscú lo ejerce vía BRICS ampliado este 2024 a aliados como Irán y Arabia Saudita; toda vez Rusia atiende sus intereses en Oriente Próximo (Palestina, Irán, Mar Rojo), avanzando en acuerdos comerciales y militares con países asiáticos (principalmente China, India y Corea del Norte) y diseñando una nueva relación con África en materia geoeconómica.

Incluso comienzan a emerger nuevos líderes asiáticos que muestran su admiración por Putin como «hombre fuerte» y que ansían reproducir su modelo. Un ejemplo de ello fue la victoria (57% de los votos) del hasta ahora ministro de Defensa Prabowo Subianto en las recientes elecciones indonesias. Subianto sucedería así a otro admirador regional de Putin, el ex presidente filipino Rodrigo Duterte (2016-2022).

Por otro lado está Turquía. Suspendidos los vuelos directos desde Europa, Estambul se ha convertido en el enlace aéreo más demandado para conectar con Moscú y otras grandes ciudades como San Petersburgo, Kazán y Krasnodar a través de líneas aéreas como las turcas como Turkish Airlines y Pegasus y las rusas Aeroflot y Rossiya Airlines.

Esto refuerza la condición estratégica que tiene Turquía para Rusia, ampliada ante la realidad que igualmente supone acoger una notable diáspora rusa que salió del país tras el comienzo de la guerra y principalmente ante el decreto de movilización militar parcial. De acuerdo con el Instituto de Estadística de Turquía, este país recibió a partir de 2022 a unos 123.000 rusos, constituyendo una cuarta parte del total de la inmigración recibida por el país euroasiático. En segundo lugar se ubican los ucranianos (40.000 personas, 8% del total de inmigrantes).

No obstante, la súbita «asianización» geopolítica de Rusia aborda también múltiples retos para su política exterior y de seguridad, que pueden terminar comprometiendo a Moscú involucrándose en conflictos geopolíticos a priori fuera de sus imperativos estratégicos y esferas de influencia para las próximas décadas, en especial Taiwán, la península coreana, el rearme de Japón, la alianza regional AUKUS entre EEUU, Gran Bretaña y Australia y las tensiones limítrofes en el mar de China meridional.

Así mismo, las alianzas rusas con Turquía e Irán implican también al Kremlin en el siempre complejo y riesgoso avispero de Oriente Próximo. Tampoco se debe olvidar la esfera euroasiática ex soviética, tradicional «patio trasero» ruso. Destacan aquí Asia Central y el Cáucaso, polarizadas entre sus históricas relaciones y la dependencia energética con Rusia, sus alianzas económicas con la pujante China y ciertas aspiraciones prooccidentales (Georgia, Armenia). La invasión militar rusa a Ucrania ha provocado igualmente algunas brechas de confianza en las relaciones de Moscú con los países centroasiáticos y caucásicos.

Convencido en el pragmatismo de las relaciones bilaterales, el Kremlin es consciente de que sus aliados China, Irán, Turquía, Corea del Norte e India no le criticarán ni le sancionarán por temas como los derechos humanos o la democracia en Rusia, a diferencia de lo que ocurre dentro de las maltrechas relaciones ruso-occidentales. El talante autoritario de los regímenes políticos de estos aliados del Kremlin supone una condición favorable para los intereses rusos.

Así mismo, la «asianización» puede intuir una estrategia geoeconómica por parte de Putin que le permita reducir ciertos visos de dependencia económica y tecnológica rusa de Occidente. A cambio, Rusia progresivamente podría terminar dependiendo aún más de potencias emergentes como China e India. Con ello, la iniciativa permite anclar esas alianzas rusas hacia potencias económicas (China, India, Indonesia) que definirán la nueva fisonomía del poder global en este siglo, sin olvidar tampoco a potencias energéticas (Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos) y otras con capacidad militar (Turquía, Irán) que le permitirán a Putin mantener la «economía de guerra» en Ucrania y su previsible confrontación con Occidente.

Por todos es conocida la famosa frase de Putin de considerar el fin de la URSS como la «mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Conscientes de haber aprendido las duras lecciones del período post-soviético, Putin y las elites actualmente instaladas en el Kremlin han logrado, al menos de momento, blindar a Rusia de cualquier amenaza exterior que suponga una eventual nueva desintegración estatal, en este caso de la propia Federación rusa.

Lejos del colapso expectante que se auguraba en varias capitales occidentales tras la invasión militar en Ucrania, la Rusia de 2024 parece recuperar la iniciativa con fuerza y confianza. Pero a largo plazo los retos pueden resultar arriesgadamente complejos, lo que medirá la consistencia de su régimen político y la lealtad ciudadana al mismo. Sea como sea, Rusia abre un nuevo (y quizás inédito) capítulo en su historia.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina.

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LA ÚLTIMA VICTORIA DE OCCIDENTE: LA LEGITIMIDAD ESTRATÉGICA DE LA OTAN

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: daniel_diaz_bardillo en Pixabay.

 

El 24 de febrero de 2022, el día que Rusia lanzó su «Operación Militar Especial» sobre Ucrania, la OTAN completó su legitimidad estratégica, es decir, quedó justificada su pervivencia más allá del final del reto que impulsó su nacimiento en 1949.

En buena medida, su prolongación no sólo una vez terminada la contienda bipolar, sino desaparecida la misma Unión Soviética, implicaba una anomalía estratégica: no existe en la historia un solo caso de una liga o alianza político-militar que, terminada la causa que hiciera posible su creación, continuara su existencia. La OTAN ni siquiera se reinventó, pues continuó con la misma denominación y, a juzgar por su marcha o movimiento hacia el este, con el mismo viejo propósito pos-1945: contener y vigilar a la «nueva» Rusia.

Su ampliación a los países de Europa central, a los denominados «huérfanos estratégicos», Polonia, República Checa y Hungría, y más tarde a los países del Báltico, Rumania, Bulgaria, Albania, Eslovenia, Eslovaquia y Macedonia del Norte, y recientemente a Finlandia, confirmó el cambio de orientación militar que realizó la Alianza en los años ochenta cuando consideró que podía llevar adelante una ofensiva en el teatro del Pacto de Varsovia, su rival, y lograr allí la decisión. Es decir, el incremento de capacidades a partir de la denominada revolución en los Asuntos Militares (RAM) la habilitó hace tiempo pasar de la condición defensiva a una condición de ataque.

La cuestión relativa con la continuidad de la OTAN más allá del final de la Guerra Fría siempre ha motivado preguntas, particularmente en relación con su ampliación, una decisión que se habría tomado incumpliendo «pactos de caballeros» entre Estados Unidos y la URSS hacia fines de los ochenta. Según la especialista Mary E. Sarotte, hubo por entonces hombres, por ejemplo, el ministro de Exteriores germano Hans Dietrich-Genscher, que pensaron la seguridad en términos de algún concepto común pos-alianzas. Pero Estados Unidos se oponía a la desaparición de la OTAN.

Entonces ocurrió la primera ampliación de la Alianza: el 3 de octubre de 1990 se reunificó Alemania, implicando ello que la OTAN se expandiera al este de Alemania, más allá de la que fuera la principal línea divisoria de la Guerra Fría. Por tanto, no sólo no desaparecía la OTAN, sino que se extendía sin ningún tipo de negociación con Moscú, ni siquiera, como sostiene la citada experta, en relación con las armas nucleares estacionadas en Alemania Occidental.

Estados Unidos jamás dejó de enfocar a Rusia como un eventual gran poder euroasiático que volviera a desafiarlo. Entre la inercia de la desconfianza del pasado reciente y la necesidad de contar con un nuevo enemigo, la OTAN fue considerada no sólo como el emblema de la victoria, sino como el instrumento de reaseguro estratégico y de unidad atlanto-occidental.

Aunque se crearon instancias estratégicas entre Occidente y Rusia para mantener algo así como una convivencia entre ambos basada en la consulta frente a situaciones de crisis, las mismas acabaron teniendo una existencia formal: de hecho, cuando ocurrió lo de Kosovo jamás hubo consulta estratégica alguna. Occidente había ganado la contienda y consideraba que esa victoria otorgaba derechos. Y nunca dejó de ejercer o rentabilizar esos derechos, al punto que en ningún momento reparó en alcanzar equilibrio u orden geopolítico en Europa.

De modo que el código geopolítico ruso, es decir, eso que Stephen Kotkin denominó «geopolítica perpetua» de Rusia, fue la amenaza que legitimó la existencia y la expansión de la OTAN. Nunca hubo otra razón que Rusia. Incluso el despliegue del escudo antimisiles de la OTAN fue establecido considerando el reto de las armas rusas, si bien siempre se sostuvo que estaba pensado para neutralizar eventuales ataques provenientes de «Estados-armas» como Corea del Norte e Irán.

La adopción de una política exterior más afirmativa por parte de Rusia, particularmente tras los sucesos internos en Ucrania que determinaron la anexión de Crimea por parte de aquella, fue el epítome para que Occidente, sin ambages, considerara a Rusia como la principal amenaza a la seguridad europea. En la silenciosa guerra que tuvo lugar en el este de Ucrania entre las fuerzas regulares de este país y la insurgencia filo-rusa del este tras la anexión de Crimea, confrontación que fue la antesala de lo que ocurriría a partir de febrero de 2022, militares de la OTAN entrenaron a las fuerzas ucranianas.

Años antes, en 2008, en la cumbre de la OTAN en Bucarest, se aprobó una declaración relativa con el futuro ingreso de Georgia y Ucrania a la Alianza. Con ello quedaba claro que el propósito de la OTAN era contener a Rusia en sus mismas fronteras, un enfoque de pos-contención que no dejaba margen alguno para la existencia de aquello que la OTAN siempre sostuvo defender: la seguridad indivisible, pues una OTAN en las adyacencias del frente norte, centro y sur ruso suponía que todas las ganancias las conservaba la OTAN en detrimento de la seguridad de Rusia.

La invasión rusa el 24 de febrero de 2022 fue el acontecimiento que selló la justificación de la continuidad de la OTAN tras el final de la Guerra Fría treinta años antes. En clave de política de poder, fue el hecho que fungió funcional no solo para la legitimación de la OTAN, sino para señalar a Rusia como el principal problema para la seguridad regional y continental. A partir de entonces, la Alianza no necesitaría ninguna excusa para adoptar medidas que afectaran el poder territorial ruso.

Sin embargo, el punto muerto en que se halla la guerra está provocando divisiones en la Alianza entre aquellos partidarios de dar el paso final, es decir, otorgar a Ucrania la membresía, y aquellos que consideran que ello sería la peor de las decisiones.

Los primeros recurren al modelo Alemania, es decir, así como se sumó Alemania Occidental a la Alianza en 1955, se podría sumar la parte de la Ucrania soberana, es decir, la parte no ocupada por Rusia, a la Alianza; los segundos consideran que no hay que tomar ninguna medida hasta que cese la guerra, pues un eventual ingreso de Ucrania a la OTAN significaría la guerra directa entre Occidente y Rusia.

Considerando lo delicado del tema y que en la OTAN las decisiones implican la unanimidad de los miembros, es prácticamente imposible pensar que en la reunión de la Alianza en Lituania se adoptará alguna medida. Lo que probablemente sucederá, siempre en esta cuestión, será continuar con el incremento de capacidades en el frente oriental, pues, más allá del desenlace que tenga la guerra, la línea que se extiende desde el norte de Finlandia hasta Turquía será por mucho tiempo una de las zonas de mayor tensión y acumulación militar del mundo.

La OTAN ha justificado su existencia y ello ha significado una suerte de extensión de la victoria de Occidente en la Guerra Fría. Pero ello no ha resultado en un orden geopolítico en Europa del este y, por tanto, en toda Europa. Por el contrario, no solo no se alcanzó orden alguno, sino que hay guerra. Y no sabemos qué escenarios podrían ocurrir.

Cuánta razón tenía el prusiano Carl von Clausewitz cuando advertía que nunca hay que ir más allá de la victoria.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

 

Artículo publicado el 11/07/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/