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EL CONFLICTO DE AFGANISTAN. LOS TALIBÁN.

Marcos Kowalski*

Imagen de ErikaWittlieb en Pixabay

Afganistán es un país marcado por la guerra y los conflictos internos, que hoy lucha por salir adelante y alcanzar la paz con los talibanes, pero estos están arrasando varios distritos en todo Afganistán y se han apoderado de puntos de control fronterizos en las últimas semanas, mientras Estados Unidos retira sus últimas tropas después de 20 años de presencia en el país.

La situación de seguridad en Afganistán es difícil y por lo tanto exige una solución negociada, es lo que afirmó el secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Jens Stoltenberg (27/07/2021). También dijo que la alianza militar “seguirá apoyando a Afganistán, incluso con fondos, presencia civil y entrenamiento en el extranjero”; a su vez el general Kenneth McKenzie señaló que el apoyo incluye ataques aéreos, apoyo logístico, financiamiento e inteligencia para frenar la ofensiva talibán que enfrentan las Fuerzas Armadas afganas.

Por el otro lado las naciones del Cáucaso y de Asia Central, Armenia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán, así como también Bielorrusia y Rusia, que en 2009 formaron la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), se han puesto en guardia ante el avance de combatientes del movimiento Talibán en sus fronteras con Afganistán y al momento de escribir estas líneas aviones de ataque Su-25, fueron trasladados desde Kirguistán al aeródromo tayiko de Gissar para tomar parte en los ejercicios trilaterales con Tayikistán y Uzbekistán. Los Su-25 servirán como apoyo ante cualquier fuerza que amenace a estas naciones desde tierra.

En junio de 2021, los talibanes (catalogados como terroristas y prohibidos en Rusia) llegaron primero a la frontera de Turkmenistán y luego a Uzbekistán. Las pocas tropas gubernamentales y los guardias fronterizos afganos se vieron obligados a huir al territorio de estos estados vecinos que, a su vez, respondieron cerrando las fronteras.

Este panorama comenzó a principios de mayo de 2021, cuando la violencia recrudeció en varias provincias de Afganistán, con los talibanes lanzando una gran ofensiva pocos días después de que las fuerzas extranjeras lideradas por Estados Unidos iniciaran su retirada definitiva del país. En el momento de escribir esto, los talibanes llegaron a las afueras de Kandahar, cuna del movimiento islamista y la segunda ciudad más poblada de Afganistán después de Kabul.

El gobierno estadounidense de Biden y la OTAN iniciaron el primero de mayo el retiro de las tropas que invadieron Afganistán en 2001 y desde ese momento la milicia talibán se está apoderando de vastas regiones del país. El 13 de julio, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) advirtió sobre la crisis humanitaria que vive Afganistán, donde desde enero unos 270.000 afganos se han visto forzados a desplazarse, lo que ubica la cifra global de población desarraigada de ese país en 3,5 millones de personas.

En medio de este panorama, el cofundador de los talibanes, Mullah Abdul Ghani Baradar, se reunió el miércoles en Tianjin, en el norte de China, con el ministro de Exteriores de ese país, Wang Yi. Al finalizar el encuentro, Beijing aseguró que la milicia afgana “desempeñará un papel importante en el proceso de reconciliación pacífica y reconstrucción” de ese país.

En estas circunstancias, el presidente afgano Ashraf Ghani culpó a la decisión de Estados Unidos de retirar “abruptamente” sus tropas por el deterioro de la seguridad en su país. “La razón de nuestra actual situación es que esta decisión fue tomada abruptamente”, dijo Ghani al parlamento, agregando que había advertido a Washington de que una retirada tendría “consecuencias”.

Pero ¿qué es el movimiento Talibán? Para dar respuesta a esta cuestión tenemos que remontarnos a los años 80 del siglo pasado con la denominada guerra de Afganistán de 1978-1992, también llamada guerra afgano-soviética o guerra ruso-afgana, primera fase del extenso conflicto de la guerra civil afgana.

Transcurrió entre abril de 1978 y abril de 1992, tiempo en el que se enfrentaron las fuerzas armadas de la República Democrática de Afganistán apoyadas entre diciembre de 1979 y febrero de 1989 por la URSS y su ejército, contra los insurgentes, varios grupos de guerrilleros afganos islámicos denominados muyahidines.

Ese conflicto comenzó en 1978, cuando tuvo lugar la Revolución de Saur, transformando a Afganistán en un Estado Socialista gobernado por el Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA). Un año después, ante la insurgencia de los muyahidines y luego de varios enfrentamientos sangrientos que ocasionaron primero la muerte del presidente Nur Muhammad Taraki, el Consejo Revolucionario solicitó la intervención militar de la Unión Soviética.

La intervención soviética produjo un resurgimiento de los guerrilleros muyahidines, que aun estando divididos en varias facciones se embarcaron en una larga campaña contra las fuerzas soviético-afganas. Estos guerrilleros, en el marco de la “Guerra fría”, fueron respaldados por los suministros y el apoyo logístico y financiero de naciones como Estados Unidos, (Operación Ciclón) Pakistán, Irán, Arabia Saudita, China, Israel y el Reino Unido.

Los soviéticos tenían una gran superioridad militar sobre sus oponentes;, la asimetría era enorme. En los primeros enfrentamientos acabaron rápidamente con las fuerzas antigubernamentales de los muyahidines, sin embargo, pese a ganar las batallas estaban perdiendo la guerra; los insurgentes no tenían un mando central, una organización unificada que los representara en conjunto, esto hizo que no existiera forma de negociar una solución diplomática que incluyera a todos los grupos o clanes.

Además, no ofrecían batallas de guerra clásica, si no de guerra de guerrillas, luchando solo con ventaja táctica, eligiendo los terrenos más favorables a su accionar, atacando en forma sorpresiva y luego efectuando retiradas, generalmente a zonas montañosas, donde no podían ser perseguidos por blindados, lugares que no habían sido explorados por las tropas soviéticas.

Incluso los aviones fueron poco rentables en sus operaciones pues, si bien los muyahidines no disponían de radar, utilizaban los patrones de vuelo de las aves autóctonas como sistema de alerta temprana. Cada vez que un grupo de pájaros alzaba el vuelo, los guerrilleros sabían que algo se avecinaba y buscaban refugio de inmediato.

Los soldados soviéticos estaban luchando contra un enemigo invisible que le ofrecía escaramuzas en lugar de batallas, superándolos tácticamente. En la primera fase del conflicto el Ejército Soviético batía con su fuego solo el terreno, rocas y algunos pocos subversivos. El numeroso y moderno arsenal rojo en casi su totalidad fue inútil. El único que respondió con cierta eficacia en esta fase fue el helicóptero MI-24 HIND. Este helicóptero, debía su éxito a que tenía un blindaje que lo protegía de los proyectiles de bajo y mediano calibre que utilizaban los guerrilleros y podía dejar fuera de combate a los oponentes en tierra mediante sus propias armas, un verdadero tanque de guerra volador. Entre sus armas se destacaban el cañón doble GS 30 K de 30 mm, ametralladoras Yak B de 12.7 mm, además de 6 pilones en las alas con una capacidad de 1.500 kg (los pilones del interior soportan al menos 500 kg cada uno, los centrales 250 kg y los de punta alar sólo pueden portar misiles antitanques), para cargar una combinación de armas que van desde bombas lanzadores de cohetes o contenedores de armamentos varios.

En este punto y para contrarrestar los éxitos del Mi24 sobre los insurgentes, los estadounidenses deciden entregar a los muyahidines el misil tierra-aire pasivo, Stinger, un misil lanzado desde el hombro por un solo operador, poniendo fin a la supremacía del helicóptero ruso en los enfrentamientos.

Febrero de 1983. El entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, reunido con una delegación de los talibanes en un salón de la Casa Blanca. Foto: Michael Evans.

Con ese nuevo sistema de armas, que en la época costaba US$ 40.000, se derribaba a una aeronave que valía US$ 10 millones. Los afganos abatieron en promedio entre uno o dos helicópteros por día, haciendo que el alto mando soviético comprendiera que el esfuerzo bélico era insostenible. Era difícil luchar contra un oponente que disponía de esas armas, pero peor aún era identificarlo mimetizado entre el resto de la población afgana.

La mayoría de la tropa de los muyahidines, eran campesinos, agricultores o pastores de ganado que, cuando no estaban luchando contra los soviéticos, cultivaban la tierra o concertaban matrimonios o, simplemente, llevando a cabo su rutina diaria. El alto mando soviético, al percibir esto, cambió la estrategia de la guerra entrando en una nueva fase con una nueva doctrina radicalmente diferente.

Como los civiles afganos y guerrilleros eran indistinguibles, ambos debían ser tratados como hostiles y como combatientes enemigos. En los años siguientes, los soviéticos procedieron a bombardeos masivos sobre aldeas se cerraron plazas industriales, muchas tierras de cultivo fueron minadas y el ganado fue abatido a tiros desde aeronaves.

En apenas el primer año de la aplicación de esta doctrina, murieron aproximadamente un millón de afganos; el objetivo era forzar a la población a migrar desde las zonas rurales hacia zonas urbanas mucho más fáciles de controlar por los soviéticos; la población de Kabul casi se triplicó. Y más de 6 millones de afganos huyeron de su país sobre todo al vecino Pakistán.

Entre los refugiados, que no eran familias enteras, ni clanes completos, había mujeres, niños y ancianos. Los niños constituían una verdadera masa desproporcionada; los hombres no migraron se quedaron para luchar contra los soviéticos y todos los que tenían edad para combatir consiguieron un fusil para pelear contra el enemigo extranjero.

Recordemos que los afganos ya eran veteranos combatiendo, aun cuando el nivel de guerra total no lo habían vivido nunca hasta esta fase de exterminio y persecución. Esto para ellos ya no era una guerra contra una potencia extranjera sino una lucha por la supervivencia. A medida que avanzaba la contienda, con familias y organizaciones tribales desgarradas, Afganistán se iba convirtiendo en una tierra sin mujeres y niños.

Es esta cuestión un punto de inflexión significativo en la cultura afgana, por patriarcal que la consideraran los extranjeros, pues los lazos familiares y de grupo eran una verdadera contención para hombres y mujeres. En el seno de las familias se mostraban los afectos y generosidad de estos hombres rudos, pero sobre todo la protección a los suyos. Desconectados de sus familias durante años, los combatientes afganos sufrieron una gran perturbación emocional.

Encontrándose los muyahidines con la única compañía de otros hombres en las condiciones más duras que pueda esperarse, es natural que las guerras cambien a los hombres y, en esa campaña, en Afganistán el conflicto cambió a millones. Los diversos síndromes de combate y la alienación afectaron a muchos llevándolos a un estado de barbarie casi incontenible.

En Pakistán, en la ciudad de Peshawar, los pastunes étnicos organizaron eventos para recaudar fondos, recolectaron y restauraron armas, siendo históricamente excelentes armeros y herreros, incluso, se dijo, reprodujeron fusiles y pistolas, fabricándolos con las respectivas municiones, organizando, con voluntarios, el apoyo a sus parientes afganos.

Muy pronto surgieron mas de 80 facciones, todas afirmando luchar por la causa santa, contra el extranjero infiel. La religión islámica se había fundamentalizado en ellos, el conflicto se había convertido en una guerra santa. Cuando el gobierno de Pakistán se percató de la situación, a los servicios de inteligencia de Pakistán (ISI, Inter Services Intelligence) se les ordenó hacerse cargo.

Antes de esto el ISI no tenía una gran preponderancia dentro del esquema de poder paquistaní, pero en plena Guerra Fría y con recursos provenientes de Estados Unidos y Arabia Saudita comenzó a financiar el esfuerzo de guerra de los muyahidines. Es en esta época donde el ISI tomó importancia dentro del esquema de poder de Pakistán.

El ISI paquistaní, distribuyó dinero, armas y combatientes voluntarios a sus grupos favoritos en Pakistán, grupos que, posteriormente, se dirigieron al combate a través de la frontera afgana. Cada uno de estos grupos con base en Pakistán reclamó el liderazgo de la contienda y cada uno trató de demostrar su devoción a la causa santa, adoptando narrativas islámicas cada vez más radicalizadas.

A medida que avanzaba la guerra en Afganistán, estos grupos paquistaníes adoptaron actitudes cada vez más celosas de la observancia del islam, una más extrema que la otra, hasta que el extremismo fue la nueva normalidad para los muyahidines afganos, al punto que, en 1988, la máquina de guerra soviética no soporto más y se retiró abandonando a sus aliados comunistas.

Cabe recordar que fue Mijaíl Gorbachov el que puso en marcha un plan consistente en la retirada masiva de las tropas soviéticas de Afganistán.

A pesar de los intentos desesperados del gobierno de Kabul por negociar una salida mediante un acuerdo de paz, se había derramado demasiada sangre y sin el apoyo soviético el gobierno no tenía ninguna influencia como para negociar nada, si bien todavía disponía de equipo militar soviético, con el que resistió hasta 1992, año en el que, finalmente, los muyahidines cercaron Kabul y derrocaron al gobierno comunista.

Esto fue el comienzo de anárquicos enfrentamientos entre los diferentes grupos muyahidines, los que ocuparon diferentes partes de la ciudad y comenzaron a dispararse entre sí con todas las armas disponibles, incluidos misiles. Una nueva carnicería se llevó a cabo en Kabul; la mitad de la ciudad quedó reducida a escombros y lo mismo pasó con otras ciudades afganas. Cada grupo de muyahidines peleaba por asegurar sus posesiones.

Lo que los soviéticos le hicieron al campo, los mismos afganos se lo hicieron a sus ciudades, surgiendo un caos en todo el país con la aparición de mini dominios territoriales, donde cada grupo erigió puestos de control en lo quedaba de las carreteras.

Aquellos niños que, en gran número, se habían refugiado en Pakistán al promediar el conflicto y sobre todo en la etapa de terror impulsada por Gorbachov, la llamada estrategia de despoblación, habían pasado grandes penurias, perdiendo su infancia en campos de refugiados, sin figura paterna e inmersos en la pobreza.

Se cree que alrededor de tres cuartas partes de los niños en los campos paquistaníes de refugiados afganos era menor de 15 años. En estos campamentos creció toda una generación de niños afganos, con una única forma de escolarización, las “Madrazas”, que eran escuelas religiosas islámicas que ofrecían instrucción gratuita. En esas escuelas se les brindó instrucción, algo de normalidad, una rutina de trabajo escolar y esperanza en su futuro.

Estas “madrazas” estaban dirigidas por clérigos que respondían a los partidos islamistas de Pakistán e íntimamente relacionadas con la inteligencia paquistaní (ISI) y financiadas en su mayor parte por familias adineradas saudíes. Establecidas junto a la frontera afgana, se estima que llegaron a funcionar más de dos mil “madrazas” con una matrícula de más de dos cientos veinte mil niños.

Estos chicos, estaban virtualmente aislados de las noticias mundiales y adoctrinados en el wahabismo, que es una corriente político-religiosa musulmana de la rama mayoritaria, del sunismo. A los estudiantes se les aseguraba que estaban predestinados a rescatar el mundo del imperio del mal y el mal estaba constituido por todo aquello ajeno al islam.

En estas “madrazas” además de religión se los instruyó militarmente para el combate a los efectos de que pudieran cumplir con el designio de combatir al mal. Estos estudiantes se convirtieron en los talibanes. La palabra talibán es el plural para estudiante en árabe.

En Kandahar un clérigo talibán llamado Mullah Omar que había dirigido un grupo de jóvenes junto a otros muyahidines y que había tomado el control de varios distritos de la ciudad, fue, en principio, bienvenido por los lugareños, mientras algunos grupos de muyahidines habían recurrido a la extorsión, al acoso y a la persecución; la cuestión cambió con los jóvenes talibanes cuando comenzaron a aplicar la sharía o ley del islam.

El Mullah Omar, era el jefe de los talibanes de Afganistán

Los violadores fueron ahorcados, los ladrones perdieron las manos y el resto de los criminales fueron tratados en consecuencia. Para muchos pobladores los talibanes parecían portadores de estabilidad, sobre todo, en comparación con los muyahidines. Los sucesos de Kandahar llamaron la atención del aparato de seguridad paquistaní; a partir de allí el ISI suministro armas, financiación y capacidades adicionales al talibán.

En 1994 los talibanes eliminaron los puestos de control muyahidines en la frontera entre Afganistán y Pakistán, lo que permitió que mercaderías estacionadas en dicha frontera llegaran a los mercados afganos, pues al eliminar los peajes los precios se redujeron.

En esas circunstancias los talibanes se adueñaron por completo de Kandahar, consiguiendo además apoderarse de varias piezas de artillería, tanques, helicópteros, equipos de comunicaciones y cientos de camiones cargados de armas e incluso dinero.

En el otro lado de la frontera, Pakistán abrió los campos de refugiados afganos permitiendo que los estudiantes talibanes regresaran a Afganistán. Estos talibanes fueron en principio bienvenidos por la población afgana, porque vivían bajo la tiranía y el desorden de los muyahidines. Los afganos estaban desesperados por un salvador y los talibanes cumplieron en ese momento con ese papel. Expulsaron a los muyahidines de varias ciudades como Wardak y otras, en 1995 tomaron Herat y se dirigieron hacia Kabul y a fines septiembre de 1996 tomaron posesión de la misma.

Al principio, en Kabul, esos hombres jóvenes con turbantes negros parecían tan extranjeros como los rusos, dado que hablaban un dialecto diferente, habían sido educados en el extranjero y descendían de los refugiados de mediados de la década del 80. Cuando se instalaron en el poder, la realidad talibán se mostró: impusieron inmediatamente la Ssharía, los teatros fueron convertidos en mezquitas y a las mujeres se les prohibió totalmente la vida pública.

La música, las películas e incluso las fotos fueron prohibidas, las tiendas de video fueron incendiadas y los televisores destrozados, se prohibieron los juegos de azar, se prohibieron las mascotas y se criminalizó cualquier celebración no islámica, llegando a prohibir algunas costumbres y tradiciones afganas locales como la de remontar cometas.

Todos los hombres y mujeres debían usar ropas de acuerdo con los mandatos de la Sharía, con obligatoriedad de usar barba; además cualquiera que fuera sorprendido sin rezar al momento de la oración era castigado. Convirtieron a Afganistán en un estado ioslámico, gobernado mediante un totalitarismo religioso.

Así las cosas, este gobierno de los talibanes en Afganistán, tenía una estructura de mando muy particular y la organización de un régimen que parecía resistirse a instituir nada por temor a debilitar su pureza teocrática con fórmulas profanas.

Se conocían los nombres de varios líderes talibán como los mullah Mohammad Hassan Akhund, jefe del Estado Mayor militar, y Mohammad Hassan Rahmani, gobernador de Kandahar, pero la impresión desde fuera es que carecían de jerarquías y rangos.

En apariencia, funcionaba al estilo de la asamblea tradicional pashtún, la loya jirga, una toma de decisiones basada en el consenso y unos lazos personales de lealtad entre los miembros de las shuras principales, si bien esta presunta dirección colectiva topaba con el hecho incuestionable de que Omar tenía la última palabra en las decisiones importantes.

Se salvaguardó el núcleo duro de pashtunes kandaharis, y aunque ahora gobernaban territorios en los que los pashtunes no eran mayoría, Omar y sus compañeros se negaron a desarrollar un mecanismo que permitiera incluir en la toma de decisiones a representantes de las etnias minoritarias.

Fue ésta “versatilidad de la élite talibán” una característica que hizo inextricable el entramado del poder del régimen. Omar alimentaba este marco de incógnitas con su negativa a ser fotografiado y a recibir visitantes no musulmanes. En los cinco años que duró el régimen talibán, sólo un puñado de periodistas, diplomáticos o agentes de seguridad de Pakistán y Arabia Saudí recibieron audiencia por este hombre.

Unos meses antes de caer Kabul en manos talibán, llegó a Jalalabad el multimillonario saudí Osama bin Laden, consagrado a la jihad particular contra Estados Unidos a través de su red subversiva Al-Qaeda, creada a partir de ex muyahidínes extranjeros.

Esta organización fanatizada, con una visión religiosa muy virulenta y reduccionista conocida como salafismo-jihaidismo y de complicada reinserción en sus sociedades de origen, recibió el nombre genérico de árabes-afganos, a pesar de que ninguno de ellos era afgano y buena parte ni siquiera árabes.

Al parecer bin Laden conoció a algunos dirigentes talibán que combatieron en las provincias pashtunes en los años ochenta. El movimiento de Omar se le presentaba como un aliado natural por compartir la doctrina sunní y un odio indeclinable a toda importación cultural de Occidente.

Los talibanes brindaron al saudí un trato especial de huésped, conscientes de que la relación iba a reportar beneficios mutuos. Las fuentes señalan que en abril de 1997 bin Laden y sus acólitos, provistos de sofisticados y carísimos sistemas de comunicación, se mudaron a Kandahar, que es donde trabaron contacto directo con Omar.

Con el visto bueno del mullah, bin Laden levantó campos de entrenamiento para terroristas en el territorio que aquellos controlaban. A cambio de esta cobertura, construyó a Omar y demás líderes talibán residencias a prueba de ataques, búnkers subterráneos y otras edificaciones para uso militar.

Aun cuando no parece que los talibanes tomaran parte en la conspiración, la impunidad con que su invitado se valía de su libertad de movimientos para amenazar a un tercer Estado era reveladora del talante de Omar y sus asociados. En Afganistán bin Laden planificó sus golpes contra Estados Unidos.

El 23 de febrero de 1998 organizó un cónclave de grupos integristas en su base de Jost del que, bajo la etiqueta de “Frente Islámico Internacional para la Jihad contra judíos y Cruzados”, salió una “fatwa” para matar a todo norteamericano, militar o civil, en cualquier lugar del mundo.

Luego de la catástrofe terrorista del 11 de septiembre de 2001 se reveló que el vínculo entre Omar y bin Laden iba más allá de la mera amistad o la política: eran nada menos que consuegros. Según estas informaciones, la quinta esposa del saudí sería una hija de Omar y éste habría tomado en matrimonio a la hija mayor de aquel.

En suma, desde antes del 11 de septiembre bin Laden no sólo había sido un invitado privilegiado, sino que había ejercido un poderoso influjo en el régimen afgano, a pesar de las complicaciones internacionales que tal connivencia pudiera acarrear a este último. El pacto se supone que incluyó la transferencia a la organización de bin Laden de los campos de entrenamiento de voluntarios extranjeros existentes en Afganistán.

El espectacular ataque terrorista en Nueva York y Washington el 11 de septiembre de 2001, con sus devastadores daños, puso inmediatamente en la mira a Osama bin Laden. Éste se desvinculó de los hechos para ganar tiempo, si bien se felicitó por lo que calificó de “reacción legítima de los oprimidos” y amenazó veladamente con nuevos ataques, con armas convencionales o de destrucción masiva, a cargo de su organización.

Sin solución de continuidad, las miradas acusadora de Estados Unidos y sus aliados, formales o reclutados apresuradamente para su anunciada coalición internacional contra el terrorismo, se posaron en Afganistán y contra el régimen talibán. El 14 y el 15 de septiembre, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, anunciaba la guerra general contra Al-Qaeda quedando implícito que ésta comenzaría en el país donde la organización terrorista tenía su cuartel general.

Omar hizo un llamamiento a la población afgana, para que afrontase con “valentía y dignidad” una eventual represalia de Estados Unidos, ya que sólo perecería si era “la voluntad de Dios”. En un tono desafiante, advirtió a los países vecinos sin citar nombres que se abstuvieran de colaborar en una intervención militar de no musulmanes.

Los hechos descriptos arriba fueron los que dieron comienzo a la guerra de Afganistán, la guerra más larga de la historia de los Estados Unidos. Probablemente lo narrado esté en el recuerdo de muchos de nosotros, lo que seguro pocos esperábamos era un final así. 19 años después se ha llegado a un triste epílogo para dos operaciones militares que recibieron nombres tan grandilocuentes como Libertad Duradera y Centinela de la Libertad.

El Acuerdo de Doha, firmado el pasado 29 de febrero de 2020 entre los talibanes y Estados Unidos, que fue presentado como un “acuerdo de paz” entre dos de las partes del conflicto, que invitaba a pensar, en un próximo alto el fuego en Afganistán, en realidad se centra exclusivamente en establecer los términos en los que Estados Unidos saldrá del país tras 20 años de intervención; algo confirmado por la Administración de Joe Biden.

Más allá de la renuncia de Estados Unidos a seguir en Afganistán, las conversaciones entre el gobierno afgano y los talibanes, aún en curso, determinarán si, efectivamente, hay esperanza para que prevalezca la paz en un país asolado por la violencia desde hace muchas décadas.

Mientras en estos momentos, agosto de 2021, los talibanes afirman controlar el 85% de Afganistán, culpando a Estados Unidos por el fracaso del acuerdo y desde que el presidente Joe Biden anunció en mayo un plan de salida de Afganistán, los talibanes han tomado más de 150 distritos del país.

Por otro lado, el presidente de Afganistán, Mohammad Ashraf Ghani, instó a los talibanes a aprender las lecciones de Siria, Irak y Yemen y a evitar la violencia para unirse a un proceso de paz. El presidente se dirigía a una reunión pública en la provincia oriental de Khost tras inaugurar el quinto aeropuerto internacional del país, construido con un coste estimado de US$ 20 millones.

“En lugar de sentarse eventualmente (para las conversaciones) mañana, ¿por qué no sentarse a hablar hoy? Hay que aprender las lecciones de Siria, Yemen, Irak, Argelia y Líbano”, señaló el mandatario. “Si ustedes (los talibanes) deciden luchar, entonces toda la responsabilidad recaerá sobre sus hombros”, añadió el presidente, tras culpar a los talibanes del recrudecimiento de la violencia en medio de la salida de las tropas extranjeras de Afganistán.

 

* Jurista USAL con especialización en derecho internacional público y derecho penal. Politólogo y asesor. Docente universitario.

Aviador, piloto de aviones y helicópteros. Estudioso de la estrategia global y conflictos. 

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EL CHOQUE EN EL VALLE DE GALWAN: IMPERATIVOS ESTRATÉGICOS DE INDIA CONTRA CHINA

Siddhant Hira*

A nivel estratégico, la rivalidad sino-india tiene unas pocas décadas de antigüedad. Históricamente —cada vez que la República Popular China (RPC/China) se enfrenta a presiones internas y externas— ha establecido su dominio en la región al mostrar agresión contra la India. Curiosamente, la India en 1962 y la República Popular China en 2020 se equivocaron a la hora de anticiparse a la otra parte: en 1962, la India no creyó que China libraría una guerra y tampoco China pensó que la India respondería en 2020.

Harsh V. Pant escribió que China ha estado persiguiendo activamente “políticas para prevenir la aparición de otros poderes regionales, o por lo menos para limitar su desarrollo relativo a ella”. Y esto es especialmente cierto desde que Xi Jinping se transformó en el presidente chino en 2012: su gobierno ha sido sinónimo de varias agresiones que incluyen la diplomacia lobo-guerrero, la expansión marítima y los conflictos territoriales. Estos temas se han manifestado en su dominio en el Mar del Sur de China, la Iniciativa de la Ruta del Cinturón (BRI) y la política de trampa de la deuda, la interferencia en Sri Lanka, Nepal, Bangladesh y las Maldivas. La China de hoy ha superado su embarazoso siglo, pero no lo ha olvidado. Y ahora, su interés nacional es un deseo de independencia nacional, igualdad y reconocimiento en la escena internacional.

Los cuatro objetivos clave de su política exterior son la seguridad territorial, la estabilidad política, el progreso económico y la identidad nacional. La seguridad territorial es el objetivo más importante para lograr la seguridad nacional, que garantiza un fuerte control sobre el Estado. La presencia de estabilidad política es crucial en la región para el desarrollo pacífico. Y su política económica es asegurar éxitos —dentro de ciertos límites definidos por el Estado— para las empresas o negocios. Al promover su identidad nacional, China pretende proyectar su influencia cultural al mundo como potencia titular de un estatus y un activo buscador de reconocimiento.

El año pasado, el 15 y 16 de junio de 2020, China atacó a las tropas indias en el punto de patrullaje 14 en el valle de Galwan, a lo largo de la Línea de Control Real (LAC). Creyó que esta vez también el ejército indio estaría en desorden como lo estuvo en 1962. Pero en realidad, el ejército indio era similar a 1967 y 1987. La agresión china en la LAC en realidad comprendió tres escaramuzas separadas involucrando 300 tropas en total.

Durante las conversaciones del 5 de junio de 2020 se acordó desmantelar un campamento del Chinese Observation Post (OP) pero fue repuesto unos días después. Para preguntar sobre la re-erección, el Coronel Santosh Babu —al mando de 16 Bihar— dirigió personalmente un equipo a pie para hablar con el CO chino. Todos se sorprendieron cuando no reconocieron a los chinos; después de haberse desplegado en la región el tiempo suficiente, estaban familiarizados con sus oponentes.

Hubo dos razones para el primer enfrentamiento: la beligerancia de la nueva fuerza china sobre el CO indio preguntando sobre el campamento reconstruido, y luego un soldado chino empujando inmediatamente al Coronel Babu mientras también gritaba obscenidades en mandarín. Fue entonces cuando el CO de 16 Bihar entendió que las acciones chinas no eran de naturaleza táctica sino estratégica, viniendo directamente de Pekín. Estas acciones llevaron a los indios a responder ferozmente con sus puños, saliendo victoriosos después de 30 minutos. 16 Bihar incluso aplastó y luego redujo a cenizas al OP chino.

El segundo altercado es el más conocido, lo que resultó en que India y China perdieran hombres en las gélidas aguas del río Galwan. El Coronel Babu murió en las aguas después de ser golpeado en la cabeza por una piedra grande y cayó al río. Las emociones y la conmoción obviamente eran intensas, pero los indios mantuvieron la calma.

El detonante del tercer y último cuerpo a cuerpo fue cuando 16 Bihar escuchó un dron que estaba monitoreando el área para proporcionar inteligencia de imágenes (IMINT) para un nuevo asalto. India reforzó sus fuerzas con pelotones Ghatak —unidades de infantería de élite que lideran ataques, actuando como “tropas de choque”— del 16 Bihar y el Regimiento 3 de Punjab. Esta fase, de nuevo por encima y a lo largo del río Galwan, implicó el número máximo de ambos lados. También se intercambiaron heridos y bajas. Pero todo el personal tardó tres días más en llegar a sus lados respectivos.

Un año después de la escaramuza del valle de Galwan, tanto la India como China han mejorado su presencia militar, desplegado armas, logística e infraestructura fronteriza. Recientemente, China ha reemplazado dos divisiones en la LAC, ambas incluyendo dos regimientos móviles y un regimiento blindado, de artillería y de defensa aérea cada uno. También están mejorando la construcción detrás de los puntos de fricción en Aksai Chin. Los chinos comenzaron a establecer refugios reforzados para sus tropas, lo que significó el despliegue de tropas durante el invierno. Solo entonces India hizo lo mismo.

La India está bien preparada para contrarrestar estos movimientos a lo largo de la frontera indo-china y —después de Galwan— ha completado proyectos en un año que normalmente habría tomado cinco años. La República Popular China tal vez se sorprendió más por la rápida velocidad de la India en el desarrollo de la infraestructura fronteriza, que es quizás la más frecuente “causa raíz de las tensiones” entre los países: la velocidad de respuesta de la India y la acumulación de tropas se ha visto estimulada por las acciones de China, pero China parece estar viéndolo como una provocación en sí misma. A partir del 10 de marzo de 2021, la India ha construido 57 carreteras, construido y renovado 32 helipuertos, desarrollado 47 puestos avanzados y 12 campamentos de preparación para la Policía fronteriza indo-tibetana. En el ejercicio 2020-2021, la construcción de la frontera india fue de 1.200 kms con más de 1.000 kms a lo largo de ALC.

La nueva política de la India en la frontera sino-india es “defensa ofensiva”: aviones de combate y helicópteros de primera línea se han desplegado como disuasión estratégica, el 1er Cuerpo mecanizado se ha reorientado desde la frontera con Pakistán para manejar el ALC y, si es necesario, golpes relámpagos en el Tíbet. En términos de mano de obra, una formación de 10.000 soldados se ha unido al 17 Cuerpo de Ataque de Montaña, la única fuerza ofensiva de la India contra China especializada en la guerra de montaña. Y 50.000 soldados más acaban de ser estacionados, lo que eleva el total a 200.000 la Fuerzas de Operaciones Especiales de los tres comandos —Paracaidistas del Ejército (Fuerzas Especiales), comúnmente conocido como PARA (SF); los Comandos de Infantería de Marina de la Armada (MARCOS) y los Comandos Garud de la Fuerza Aérea (Garuds)— todos han sido incorporados a posiciones de avance en el este de Ladakh. En noviembre de 2020 MARCOS también se desplegó en el lago Pangong y la adquisición por parte del Ejército de 17 botes de fondo plano para el despliegue rápido de tropas debido a contingencias da crédito a la teoría de que ahora tiene una presencia permanente allí.

Aparte de la posible razón clave explicada anteriormente, hay varios otros factores detrás del ataque de China a ALC. Estos incluyen el amplio poder nacional de China (CNP) y la orden de seguridad asiática, el desapego de la India del Quadrilateral Security Dialogue (QSD, también conocido como Quad), el deseo de participación india en la BRI, el control sobre las líneas marítimas de comunicación (SLOCs), la re-separación de la cuestión indo-paquistaní y el estatus de Ladakh como territorio de la Unión.

En términos del CNP de China y el orden de seguridad asiático, los expertos en relaciones internacionales han declarado este siglo como el “siglo asiático”, pero creo que la presunción del Estado en el valle de Galwan fue un intento de iniciar un “siglo chino”. Antes, el gran plan nacionalista de la RPC era recuperar su gloria perdida durante el “Siglo de la Humillación”, pero ahora ha evolucionado de uno de interés propio a la dominación global. El motivo oculto de China es ser el líder mundial en todos los campos, utilizando métodos cuestionables para una gran mayoría del orden internacional.

Pekín quiere que la India se desprenda del Quad por dos razones principales: la revitalización del Quad limita sus propios objetivos expansionistas y su conciencia de las crecientes ambiciones globales de la India, y cualquier noción que tuviera en sentido contrario fue refutada por la postura militar de Nueva Delhi después de Galwan. La República Popular China ve a la India como su competidor directo en Asia y, para mantenerla bajo control, el presidente Xi Jimping quiere mantener al país fuera de la órbita de los Estados Unidos. China quiere que la India permanezca restringida al sur de Asia, mientras que unos lazos más estrechos con Washington permitirán a Nueva Delhi proyectar poder más allá de su vecindad inmediata.

En cuanto a la cuestión indo-pakistaní, las dos potencias —junto con China— tienen políticas independientes al respecto que se aplican simultáneamente y, por lo tanto, siempre están enfrentadas. Pakistán siempre ha mantenido la cuestión indo-paquistaní dividida con su antigua política de “desangrar a la India a través de mil recortes”, mientras que la India ha hecho continuos intentos de separarla. Y como China considera a la India su rival asiático más poderoso, ha comenzado a volver a separar la cuestión indo-pakistaní. Shivshankar Menon escribe en su libro India and Asian Geopolitics: The Past, Present que “la presencia a largo plazo de China en POK como parte del CPEC es una apuesta china por el continuo control de Pakistán en territorio indio, y ha profundizado el interés chino en la longevidad de un Pakistán dominado por su ejército”. Se ha asegurado de que en la eventualidad de hostilidades más allá del nivel en el valle de Galwan, la India se distraerá y se verá obligada a dividir sus recursos a través de las fronteras pakistaníes y chinas en una guerra de dos frentes.

Incluso cuando Xi Jinping inauguró el BRI en mayo de 2017, el PRC ha estado presionando a la India para participar. Nueva Delhi no concederá a Pekín este deseo, ya que cree que el proyecto es puramente para beneficios estratégicos chinos en lugar de un equilibrio con el de la nación anfitriona, así como el paso de la BRI a través del territorio en disputa —Cachemira ocupada por Pakistán (PoK)— que la India considera firmemente propio.

Bajo el disfraz de su diplomacia de deuda-trampa y la estrategia mayor del “collar de perlas” a través de la BRI, la RPC ha estado desarrollando puertos con fines comerciales para monitorear y, en última instancia, controlar los SLOCs en el mar Arábigo y en el océano Índico. Estos proyectos de desarrollo están a tasas de interés tan altas que la única opción viable para la nación anfitriona es arrendarlos de nuevo a China: Hambantota en Sri Lanka en 2017 por 99 años y Gwadar en Pakistán en 2015 por 40 años son solo dos casos bien conocidos. Los precedentes anteriores han demostrado que las instalaciones de doble uso como base naval nunca pueden descartarse.

El 12 de octubre de 2020, justo un día después de la séptima ronda de conversaciones a nivel de comandantes, China reiteró por segunda vez que “no reconoce el territorio de la Ladakh Union establecido ilegalmente por la parte India”. Cree que una porción de Ladakh es su parte de su territorio y tiene la costumbre demostrada de hacer reclamos geopolíticos históricos unilaterales cuando se trata de la frontera con la India y el territorio en disputa, así como reclamos sobre el estado indio de Arunachal Pradesh. La mayoría de las veces, estas afirmaciones son falsas. Haciéndose eco de Vikram Sood en su book The Ultimate Goal, un adagio explica el quid de la cuestión: di una mentira una vez, es falsa –pero dila innumerables veces– y se convierte en la verdad del Evangelio. O, al menos, se ha difundido lo suficiente como para que tales falsedades solo puedan remediarse mediante una estrategia a largo plazo.

Teniendo en cuenta la agresión china a lo largo de ALC, la India tiene que tomar una decisión difícil: ¿seguir siendo un cuidador de cercas y equilibrar sus lealtades entre Estados Unidos y Rusia, o elegir un lado y mantenerse firme en su decisión? ¿Qué tanto se involucra con Quad? El crecimiento económico y el desarrollo sin duda ayudarán a tomar esta decisión, así como desempeñar un papel crucial en la lucha contra la RPC. Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta clara y definitiva, ya que China siempre ofusca su razonamiento estratégico, sus decisiones y sus acciones.

Dado que ni las conversaciones diplomáticas (Mecanismo de Trabajo para la Consulta y Coordinación) ni las conversaciones militares (nivel de Comandante de Cuerpo) con China están logrando ningún avance concreto todavía, creo que el único método para que la India aborde el Estado es una combinación de comprensión de la historia, el idioma y la cultura chinos, el establecimiento de una política estratégica práctica que no sea de naturaleza reaccionaria ni receptiva y una red de inteligencia desarrollada, la casi paridad económica y el desarrollo de habilidades que surgen de los juegos de guerra en varios escenarios en todos los campos. China siempre ha jugado a largo plazo, y ahora es el momento de que India derrote a la oposición..

 

* Graduado de Relaciones Internacionales y cursante de la Maestría en Estudios de Seguridad Nacional en el King’s College de Londres. Investiga acerca de la intersección de las Fuerzas de Operaciones Especiales, Inteligencia, Seguridad Internacional y Política Exterior —especialmente en el contexto indio— y en las relaciones sino-indias.

 

Artículo publicado originalmente el 05/07/2021 en OFCS.Report – Osservatorio – Focus per la Cultura della Sicurezza, Roma, Italia, https://www.ofcs.it/internazionale/galwan-valley-clash-strategic-imperatives-for-india-against-china/#gsc.tab=0

Traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor.

 

 

TRES SITUACIONES INTERNACIONALES. APRECIACIONES ESTRATÉGICAS

Alberto Hutschenreuter*

Imagen de PIRO4D en Pixabay

El escenario internacional se encuentra atravesado por una pluralidad de conflictos. Prácticamente no existe ninguna dimensión de la seguridad entre los Estados y, en un sentido más abarcador, a nivel internacional o mundial, que no se halle en situación crítica; incluso en la principal de ellas, la relativa con las armas de exterminio masivo, los “desajustes” producidos entre los poderes mayores (a partir del retiro de marcos de regulación cruciales) han incrementado el nivel de dudas en relación con la vigencia del propio equilibrio nuclear.

En clave esperanzadora, algunos expertos destacan que desde 1945 no ha sucedido ninguna nueva guerra generalizada, dando acaso por hecho que el mundo se ha alejado de ese fenómeno. Incluso algunos textos de escala del siglo XX, por caso, “Paz y guerra entre las naciones”, del francés Raymond Aron, por citar apenas uno de ellos, pareciera que se han vuelto perimidos frente a la emergencia de “nuevos temas”. Aunque casi no hay sitio para conjeturas confiadas, como ocurrió tras el final de la Guerra Fría cuando lo promisorio y lo habitual sobre el porvenir contaban con “perfiles” balanceados, existen “capillas” que tienden a considerar que “lo nuevo” podría implicar un horizonte que conduzca a los Estados a una era diferente, acaso alejada de las cuestiones que empujan a los actores a la rivalidad.

En esta perspectiva, el mundo cibernético, la “gestión climática” y, particularmente, la denominada inteligencia artificial (IA) serían los “aceleradores de la historia”.

Pero tal vez existe un exceso de confianza en ello.

En relación con el hecho relativo con más de siete décadas sin guerras entre poderes preeminentes, es necesario recordar que no ha sido del todo así, pues hubo choques entre actores de escala durante la denominada “paz larga”, por caso, la Unión Soviética y China, India y China, India y Pakistán, y también existieron situaciones de tensión extrema entre los dos centros geopolíticos sobre los que se apoyó el régimen interestatal post-1945. Pertinentemente, hace poco un prestigioso experto se refirió al “regreso de las tormentas”[1].

Las armas nucleares implicaron una nueva situación en el contexto estratégico-militar y en el cuadro del régimen internacional bipolar bajo todos sus estados, un tema muy bien estudiado por Morton Kaplan, otro “olvidado”. Ambos, armas letales y régimen, fueron realidades decisivas para que el mundo no marchara hacia un nuevo “estado de guerra”; dicho régimen también resultó capital para que los conflictos periféricos contaran con cierto nivel de “amortiguamiento”.

Pero el mundo continúa sin contar con una “vacuna contra la guerra”, pues las características principales de la política internacional siguen siendo las mismas de siempre: anarquía entre Estados, inseguridad, capacidades, intereses, incertidumbre ante las intenciones del otro, etc. De modo que mientras estos rasgos protohistóricos se mantengan, y no hay mayores razones como para considerar que se encuentran en retroceso, la política internacional no sufrirá cambios de escala.

Las cuestiones relativas con lo que podríamos denominar “nueva política internacional”, ciertamente permiten conjeturar en términos promisorios; pero es necesaria la cautela, pues en algunos de esos temas las necesidades de los Estados relativas con lograr ganancias de poder frente a otros, pues en la materia el poder es una realidad siempre relacional: importa en tanto se posee más que otro, podrían implicar un descenso (más) de la cooperación internacional, mientras que en otros el grado de incerteza es muy alto.

Por caso, en materia del “nuevo territorio” que supone la cibernética, un reciente estudio estima que las amenazas a la seguridad cibernética continuarán aumentando en 2021 por una razón central: un ciberataque es “una opción atractiva para los Estados porque es imposible probar las responsabilidades. Hay una guerra fría digital entre Estados Unidos, Rusia y China”[2].

Desde estos términos, si la “vieja geopolítica” implicaba siempre una cuestión de rivalidad entre los Estados por la pugna de intereses sobre territorios, la “nueva geopolítica” suma más conflicto entre Estados pues implica lo mismo que aquella, solo que en un territorio no mensurable.

En cuanto a la cuestión climática, las regulaciones impulsadas para detener el deterioro medioambiental no siempre serán neutrales, puesto que podrían encerrar lógicas relativas con la esencia de las relaciones entre los Estados: relaciones de poder antes que relaciones de derecho. Por ejemplo, tales regulaciones podrían implicar restricciones o bloqueos a países cuyas necesidades de modernización económica afectarían el medio ambiente.

Finalmente, en relación con la mentada IA, las posibilidades de que la misma produzca cambios que supongan un mejoramiento en la conducta humana son, por ahora, muy conjeturales. Más aún, en la propia comunidad científica hay sectores que consideran que nunca se llegará a un desarrollo total de la IA.

Pero más allá de las apreciaciones que puedan existir en relación con los nuevos tópicos y sus consecuencias en la política internacional, son las cuestiones habituales las que nos sumen en una situación no solo de rumbo incierto, sino riesgoso; pues a la ausencia de un régimen internacional (el último fue el de la “globalización I” en los lejanos años noventa), aquellos que deberían encontrarse pensando formas de convivencia, los poderes preeminentes, se hallan en una situación de rivalidad que, en algunos casos, como ocurre entre Occidente y Rusia, parecería haber tomado un curso prácticamente irreductible, situación que suma inquietud estratégica, pues el rasgo de conflictos irreductibles parecía ser propio de los conflictos que tienen lugar entre los poderes de Oriente Medio, por ejemplo, entre Irán e Israel, pero no entre Occidente y Rusia una vez finalizada la pugna global este-oeste.

Si bien es cierto que las rivalidades entre Rusia y Occidente, por un lado, y entre China y Occidente, por otro, son las mayores y las que más preocupan, los disensos que desde hace tiempo se registran entre “Occidente y Occidente”, es decir, entre Estados Unidos y Europa, merecen una particular atención. Claro que no se trata de una situación que no es ni de guerra ni de paz, como sucede en los otros dos contextos de rivalidad; pero en función de determinadas realidades, de la dispersión del poder, de la posible reconfiguración internacional y de las propias necesidades de Europa, es una cuestión estratégica seguir la relación, sobre todo desde el regreso de los demócratas al poder en los Estados Unidos.

Por tanto, realicemos a continuación algunas apreciaciones sobre estas tres cuestiones internacionales de escala.

Occidente-Rusia: más allá de la Guerra Fría

Habitualmente se tiende a considerar que las relaciones entre Occidente y Rusia se deterioraron a partir de la cuestión de Ucrania, cuyo desenlace implicó la amputación territorial de Crimea por parte de Rusia en 2014. Es verdad que la situación se deterioró sensiblemente desde entonces, siendo el grado de acumulación militar regional de ambos (que incluye posibles escenarios de choques o querellas militares), las sanciones, los cruces de acusaciones, etc., los principales indicadores de ello.

Pero si se pretende disponer de una apreciación más abarcadora de este conflicto central y de cuya evolución dependerá en buena medida el orden interestatal del siglo XXI, es preciso dirigirnos a los años noventa, más específicamente desde el mismo final de la contienda bipolar; pues para la “superpotencia solitaria”, como bien la denominó Samuel Huntington por entonces, era un propósito estratégico mayor evitar que, tras el derrumbe de la URSS, surgiera un nuevo poder que volviera a desafiar a Estados Unidos.

La “Rusia inicial”, la de 1992-1994, confió casi enteramente en la complementación estratégica con Occidente. Fue hacia mediados de la década cuando Moscú concluyó que la concepción estadounidense se basaba en una suerte de “Yalta de uno”: no había nada que compartir desde la victoria, y sí rentabilizar la misma a través de procedimientos que maximizaran la categórica posición estratégica occidental y debilitaran la de Rusia. De todos esos procedimientos, la ampliación de la OTAN, sobre todo la siguiente a la inclusión de Polonia, República Checa y Hungría en ella, fue el que más dañó y tensó las relaciones con Rusia, un actor de poder eminentemente terrestre, y cuya sensibilidad geopolítica protohistórica ante la aproximación de poderes mayormente marítimos significaba que la seguridad nacional se encontraba en riesgo mayor.

Si de práctica de pluralismo geopolítico se trataba, es decir, de deferencia y respeto territorial, hay que decir que ha sido la OTAN la que transgredió tal concepto, exigido hoy a Rusia en relación con sus cercanos, es decir, las ex repúblicas soviéticas, particularmente Bielorrusia y Ucrania. Georgia, en 2008, y Ucrania, en 2014, dejaron en claro esas zonas geopolíticas rojas de Rusia.

De manera que la rivalidad actual entre Occidente y Rusia ha proseguido después de la Guerra Fría; pero se trata de una nueva rivalidad o compulsa, no de una nueva Guerra Fría. El conflicto actual no implica ninguna pugna global con base en ideologías universales. Básicamente, se trata de una rivalidad de cuño geopolítico. Desde Occidente se considera que Rusia, en cualquier caso, será siempre una potencia políticamente conservadora y geopolíticamente revisionista que amenazará a Europa, particularmente a Europa central.

Por ello, cuando consideramos la actual situación de Rusia a partir de los sucesos derivados del caso o “factor Navalny”, necesariamente hay que tener presente esta perspectiva. Pues sin duda que los hechos relativos con el líder opositor implican cuestiones de orden interno, pero también fungen desde los intereses relativos con la rivalidad entre Occidente y Rusia o, más apropiadamente, desde los propósitos estratégicos de Occidente frente a Rusia.

La situación socioeconómica de Rusia es pertinente en relación con el intento de lograr ganancias de poder por parte de Occidente. En efecto, desde Occidente el discurso pro-Navalny es prácticamente granítico: se coloca al político opositor como el “bueno” y al régimen encabezado por Putin como el mal, un discurso que recuerda al presidente Reagan cuando se refirió a la URSS como el “imperio del mal”.

Más allá de las observaciones que se puedan llegar a hacer al régimen ruso, en términos de política de poder, pues de ello se tratan las relaciones entre Estados, el ascenso de Navalny u otro opositor serían funcionales para Occidente, pues se trata de políticos que si llegaran a estar al frente de Rusia podrían repetir lo que durante el primer lustro de los años noventa implicó el presidente Yeltsin para Occidente: un mandatario funcional para sus intereses.

En otros términos, un cambio de hombres al frente de Rusia podría implicar el debilitamiento del “modelo patriota”, al tiempo que se fortalecería el “modelo globalista occidental”, que no es un “modelo global-idealista”: es un modelo de poder con centro en Occidente (es decir, en Estados Unidos, pues Europa hasta hoy continúa siendo un “seguidor” de éste), una suerte de “neo-wilsonismo” activo cuyo propósito es hacer de Rusia una potencia frágil, exportadora de materias primas y con una menguada influencia en los grandes temas internacionales.

De este modo, como en los noventa, toda “gran estrategia de Rusia”, enfoque que implica centralmente mantener influencia en el cinturón de Estados que constituyen el “extranjero próximo” y tender a construir un orden internacional más multipolar, tendría un alcance más formal que real[3].

En este contexto, resulta difícil apreciar una posible salida a la situación entre Occidente y Rusia, de allí la condición geopolítica casi irreductible a la que ha llegado la misma. La llegada de Biden no es favorable a la negociación, salvo que la primacía de la política interna termine por “congelar” el conflicto con Rusia. No debemos olvidar que tres momentos estratégicos de Estados Unidos ante Rusia en los últimos 40 años ocurrieron con gobiernos demócratas: el involucramiento de la URSS en Afganistán (en 1979), la ampliación de la OTAN (fines de los noventa) y los sucesos en Ucrania (2013-2014).

Occidente-China: una nueva contienda, no una nueva “Guerra Fría”[4]

La creciente rivalidad entre Estados Unidos y China ha instalado a los dos actores preeminentes como los principales “gladiadores” (para utilizar el término de Hobbes) de las relaciones entre Estados en el siglo XXI. Ningún otro conflicto, incluso el de Estados Unidos-Rusia, que considerando las capacidades convencionales y sobre todo nucleares de ambos puede parecer central, tiene la magnitud del conflicto chino-estadounidense.

Acaso lo más extraño de esta nueva rivalidad es que, después del comercio UE-China, se trata de la mayor interdependencia del mundo: nunca en la historia de las relaciones entre Estados hubo dos países cuyas economías estuvieran tan entrelazadas; vaya como dato relativo con ello que, en 2019, el año que se deterioran más sus relaciones, el comercio bilateral alcanzó la sideral suma de 540.000 millones de dólares, aunque no se trata de una cifra simétrica, claro, pues las ventas de la potencia asiática a Estados Unidos estuvieron cerca de los 400.000 millones de dólares, desequilibrio que, en gran medida, explica la ofensiva de Washington por lograr  reparación comercial, propósito que difícilmente vaya a modificarse con el presidente Biden.

Es precisamente ese notable vínculo el que, como bien señalan dos autores argentinos en una reciente obra, hace que cualquier gestión del mundo dependa muy fuertemente de la coevolución de las relaciones entre ambos poderes, para lo cual imperiosamente deberán salir de la “interdependencia negativa” en la que se hallan[5].

Ahora, no solo el segmento mercantil los mantiene enfrentados. El creciente poderío de Pekín y su notable expansión geopolítica, geoeconómica y geotecnológica ha inquietado a Estados Unidos, que incluso ha sido desalojado por el actor asiático en algunas de las “plazas” latinoamericanas donde tradicionalmente había mantenido ascendente comercial y coto geopolítico, por caso, Venezuela y, considerando algunas declaraciones gubernamentales, Argentina, dos de los actores con mayor viabilidad económica estratégica.

Pero es en la gran región del Mar de la China Meridional, e incluso más allá, donde la proyección de los intereses de China ha preocupado a Estados Unidos, al punto que su concepción geopolítica preferente ha mudado desde la región del Golfo Pérsico hacia la enorme masa líquida que se extiende desde el Mar de Japón hasta Australia.

Conforme el entorno estratégico selectivo se ha ido trasladando desde el núcleo occidental hacia el este del globo, y el orden internacional gestado en 1945 se encuentra en estado de fragmentación y disolución, Estados Unidos, el único país grande, rico y estratégico-militar del mundo, y este último segmento es el que aún lo desmarca de los demás, no solo velará por la defensa de sus aliados asiáticos, sino que buscará evitar que en ese escenario, atravesado por múltiples dinámicas, se erija un “hegemón”.

En buena medida, Estados Unidos retorna a uno de sus grandes geopolíticos, Alfred Thayer Mahan, quien preconizaba que el dominio de los mares, especialmente de las rutas o “carreteras” marítimas, aseguraba el control mundial. Entonces, últimas décadas del siglo XIX, Estados Unidos se encontraba recorriendo el camino que lo llevaría “desde la riqueza al poder”, y uno de sus propósitos geopolíticos fue afirmar su predominancia en la región del Mar de la China, para lo cual su victoria militar sobre España fue clave para anclar su poder en Filipinas, entonces y hoy, un área selectiva estratégica.

También en aquel momento, la potencia americana en ascenso prácticamente no tenía rival allí: China había sido derrotada por otro poder en ascenso, Japón, que se consolidaría en el norte tras su categórica victoria ante Rusia en 1905.

Pero poco más de un siglo después la situación se presenta diferente, porque China no es la China de 1895, ni la de fines de los años setenta, en el siglo XX, cuando tuvo su última guerra, con Vietnam, país que aquel había invadido en su zona fronteriza, para luego retirarse tras enfrentar una fuerte reacción vietnamita. Posteriormente, en 1988, y más recientemente en 2014, hubo otras querellas militares entre ambos por cuestiones geopolíticas en el mar, pero estuvieron lejos de la contienda de 1979.

Es decir, si el verdadero poderío de una nación se mide en función de la técnica de poder más riesgosa, la guerra, la última confrontación militar de China fue hace más de 40 años y, aunque para la opinión pública internacional fue presentada como un triunfo de China, en el terreno la realidad fue otra.

Cumpliendo con su concepción estratégica, Estados Unidos se encuentra trasladando parte de su flota a la región; no solo lo hace para “contener” los propósitos expansivos y post-patrióticos de China, es decir, proyectarse más allá de sus derechos territoriales. De alguna manera, China lo ha hecho, pues ha conformado una serie de instalaciones o “almacenes militares” a lo largo de la costa del sur asiático, que llegan incluso hasta África, continente en el que la potencia asiática se ha convertido en “el nuevo colonizador pacífico”.

Aunque la expansión china suele ser considerada en términos centralmente económicos, la misma resulta indisociable del factor militar, pues, las compañías chinas de escala, como ha sostenido recientemente un ex director de la inteligencia británica, mantienen una estrecha relación con el Ejército chino.

Sin duda, se trata de un poder ascendente, incluso más allá de su condición geopolítica clásica: el poder terrestre. En la segunda década del siglo actual, China parece decidida a sumar, a su condición de poder terrestre, el factor marítimo, Si juzgamos los esfuerzos que ha hecho hasta el momento y los proyectos navales, particularmente, nuevos submarinos, portaaviones y armas electromagnéticas en destructores, Pekín se afirma como uno de los poderes más preeminentes del mundo, es decir, aquellos con “condición geopolítica integral” (esto es, predominancia independiente en tierra, mar, aire y espacio exterior).

De acuerdo con los propósitos fijados por el mandatario chino en 2017, hay dos “años estratégicos”: 2035, cuando el Ejército se encontrará totalmente modernizado, y 2050, cuando “las Fuerzas Armadas chinas deberán constituir una de las más grandes y poderosas fuerzas mundiales, para convertir a su país en “un líder global en cuanto a fortaleza nacional e influencia internacional”, para expresarlo en las propias palabras del presidente Xi.

Sin embargo, más allá de estos hechos y proyecciones, es posible que lo que parece ser un hecho inevitable, una confrontación entre China y Estados Unidos, no suceda en los términos clásicos, y China, el más débil de los dos, opte por una estrategia predominante y generalmente exitosa entre los países de la región: la destreza por acción indirecta.

En rigor, con algunos resultados, es la estrategia que ha estado practicando desde hace años China, a través de medios propios de la confrontación asimétrica: sin hacer frente a Estados Unidos directamente, Pekín ha buscado “rebajar” la presencia o influencia norteamericana en el área del Pacífico por medios no militares, por caso, impulsando bancos regionales con monedas regionales que, en cierta forma, configuren un orden internacional regional, como supone Henry Kissinger se irá configurando el mundo, que afiance a los actores asiático-orientales, particularmente a China, y aminore la presencia estadounidense.

Pero, con el fin de evitarlo de modo directo, Pekín podría intentar algo más en su rivalidad frente a Estados Unidos: modificar el tablero, dejando a Estados Unidos prácticamente sin el argumento estratégico que lo acerque a una posible colisión con su rival en algún lugar del Mar de la China.

En este sentido, como bien sostiene Hervé Juvin, el gran proyecto OBOR (“One Belt One Road”) tendría fines políticos, es decir, el colosal diseño para atravesar geoeconómicamente Asia desde China hasta Europa, implicaría una reacción a la política exterior de Estados Unidos basada en el “pivot asiático”. Es decir, para este autor francés, OBOR se propone dividir Occidente aprovechando la falta de estrategia de éste[6].

Ahora bien, ¿supone este conflicto chino-estadounidense una “nueva Guerra Fría” como la denominan cada vez más?

No es apropiado emplear ese concepto para designar la rivalidad entre los dos poderes. Se trata de una “nueva contienda” pero no de una “nueva Guerra Fría”. La contienda entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética fue una singularidad irrepetible; un conflicto de nuevo cuño en las relaciones entre Estados que se extendió, prácticamente, durante todo el siglo XX. Porque si bien es habitual fechar su inicio tras 1945, la rivalidad se inició el mismo año 1917, cuando los hombres que tomaron el poder en Rusia pusieron en marcha una política exterior inusual y casi desconocida que no estaba dirigida a los gobiernos de los otros Estados sino a sus clases trabajadoras, en principio a las de la Europa industrial. Por ello, muy pertinentemente, el historiador Ernst Nolte se ha referido a “la guerra civil europea 1917-1945”.

Este dato es clave en relación con la singularidad de la Guerra Fría. La misma se fundó en cosmovisiones universales diferentes, que a partir de los años estratégicos 1917-1919 la simbolizaron y aplicaron Woodrow Wilson y Vladimir Lenin. A ello habría que sumar el alcance de la ecuación estratégica-ideológica en la que se basó la rivalidad: una pugna entre “ellos y nosotros” a escala global en la que casi no hubo sitio para terceras posiciones. Las denominadas “esferas de influencia”, un concepto geopolítico aparentemente perimido, signaron la contienda.

Asimismo, del poder nuclear de ambos dependió la seguridad de la misma humanidad; por ello, la “cultura estratégica” de los dos fue determinante para corregir desequilibrios que podían haber llevado la contienda hacia una peligrosa orilla del terror.

En ese mundo, la demanda de China, en los años setenta, para ingresar al mismo fue aceptada porque resultó funcional a Estados Unidos en su rivalidad ante su igual, la URSS. Es verdad que era su igual en términos estratégicos militares, no en otros segmentos de poder, pero la Guerra Fría se trató del segmento de “la seguridad, la geopolítica y el factor estratégico militar primero”. Fue precisamente no ser una superpotencia completa la carencia que determinó su derrota y, finalmente, su desaparición.

Ese mundo desapareció hace treinta años, si bien Estados Unidos no ha dejado de considerar a Rusia un rival, como hemos visto poco antes. Pero no se trata de una continuación de la Guerra Fría. Es otra nueva rivalidad centrada más en la incongruencia geopolítica de Occidente y la dificultad que le significa no tener un enemigo, que en un eventual revisionismo geopolítico ruso.

Nada de esto hay en la contienda chino-estadounidense. China nunca ha abandonado su idea de Imperio del Centro, pero ello no supone una ideología universal. No hay una ruptura de la diplomacia, como supuso la emergencia de la “nueva Rusia” en 1917[7].

Asimismo, si hay que definir el modelo chino en el siglo XXI, se trata de un autoritarismo de mercado que se ha beneficiado, en gran medida, de los bienes públicos internacionales que Estados Unidos proporcionó al mundo pos-1945 y que hoy se están agotando.

En el mundo de hoy, China despliega “poder agregado”, algo que no sucedió con la URSS en el mundo de la Guerra Fría, es decir, China se despliega en casi todos los segmentos de poder internacional, algo que también implica una vulnerabilidad, particularmente en el circuito comercio-económico, hecho que explica los cambios que se propone Pekín.

Pero la pugna autoritarismo-democracia entre China y Estados Unidos no representa un combate ideológico de alcance universal. Ello no supone una vía de la política exterior china tendiente a modificar regímenes políticos por todo el mundo. La expansión comercial no implica necesariamente alternativa ideológica.

Finalmente, incluso en el segmento estratégico-militar, es muy cuestionable que exista paridad entre los dos actores. La propia inteligencia china considera que el país se encuentra por detrás de los Estados Unidos. Con la URSS esta situación solamente se dio entre 1945 y 1949, cuando Estados Unidos dispuso de la supremacía por ser único actor con el arma nuclear.

En breve, no hay una “nueva Guerra Fría; existe una “nueva contienda” en el mundo y ella parece destinada a quedarse en el tiempo, e incluso hasta de la misma se podría llegar configurar un nuevo orden entre Estados, aunque no podemos saber a partir de qué tipo de desenlace podría llegar a gestarse el mismo.

Occidente-Occidente: el precio de la subordinación de Europa

No vamos a extendernos demasiado en esta situación internacional, pues la relación Estados Unidos-Europa no implica un caso de conflicto a un nivel de “ni guerra ni paz” como en los casos anteriores. Ambos mantienen una alianza estratégica y la llegada de Biden podría significar restablecer firmemente el vínculo atlántico que Trump ha llegado a erosionar, aunque no quebrar.

Sin embargo, acaso con Trump se ha ido una oportunidad para que la Unión Europea comenzara a salir de su zona de confort estratégico, es decir, la condición anti-geopolítica que supone que el “primus inter pares” de la seguridad atlántico-occidental sea Estados Unidos, quedando Europa relegada a un papel de subordinación y dependencia que no siempre resulta favorable para sus intereses.

En este sentido, así como en 1945 Truman ha sido el “facilitador socioeconómico” de una Europa enteramente derrotada (por los que perdieron militarmente la guerra y por los que “ganaron, pero perdieron” en función de que el poder se concentró en actores no europeos), Trump, al defender ante todo el “interés nacional primero”, ha sido, sin proponérselo, el “facilitador geopolítico” para esta Europa del siglo XXI que parece convencida de que es posible construir un mundo con base (únicamente) en patrones jurídicos-institucionales, lo cual es, de acuerdo con la experiencia, una anomalía internacional.

Ha sido precisamente esa visión la que llevó en su momento a Europa a pensar y documentar que las posibilidades de tensiones entre Estados en el continente prácticamente eran imposibles. Pero los sucesos que tuvieron lugar en Europa Oriental, que culminaron con la anexión o reincorporación del territorio de Crimea a Rusia, fueron categóricos en relación con esa prematura visión europea.

A partir de entonces, la UE se encuentra en conflicto con Rusia, situación que ha empeorado desde el envenenamiento que sufrió Alekséi Navalny en Rusia en agosto de 2020. Dicho acontecimiento impulsó no solo nuevas sanciones, sino una postura más firme por parte de la UE ante Moscú, particularmente desde la cancillería alemana.

Ahora bien, en función de los intereses propiamente europeos, ¿es congruente que la UE sostenga (por no decir siga) el enfoque estadounidense en relación con Rusia?

Sin duda que los hechos son importantes como para que Europa adopte posiciones, pero en alguna medida las mismas terminan por afectar los intereses geoeconómicos de Europa; por caso, Alemania, el país motor de la UE, mantenía con Rusia un intercambio comercial superior a los 100.000 millones de dólares antes que se produjera la amputación de Crimea. Desde entonces, la relación cayó a 60.000 millones de dólares, quedando afectados sectores como el de los automotores alemanes. Otros países de la UE, por ejemplo, Italia, también han visto afectado el vínculo comercial con Rusia.

Actualmente, el sector relativo con el suministro de energía (la UE recibe de Rusia más del 40% de sus requerimientos energéticos) atraviesa una situación crítica, pues las sanciones de Occidente han comenzado a extenderse a compañías de dicho sector. De nuevo, Alemania podría encontrase en una encrucijada geo-energética si finalmente avanzan las sanciones. Hay que recordar que el gas ruso llega a Alemania “de territorio a territorio”, evitando el paso por terceros que eventualmente podrían provocar inconvenientes en tal suministro.

Aquí es necesario regresar al propósito estratégico de Occidente, es decir, de Estados Unidos, en relación con debilitar a Rusia. Si finalmente se logra reducir significativamente el suministro de energía rusa a Europa, convirtiéndose Estados Unidos en uno de los nuevos suministradores, ello afectaría significativamente la economía (que desde hace tiempo se encuentra en problemas) de Rusia, país que se vería privado de ingresos no solamente críticos para buena parte de su economía, sino para las necesarias modernizaciones que necesita el país: tanto en el sector de energía como en la configuración de una nueva economía que le permita a Rusia desempeñar un papel más cabal en el escenario internacional. ¿Es de interés europeo que suceda esta situación?

Finalmente, si la situación de “no guerra” que existe hoy entre la OTAN y Rusia se dirigiera hacia un horizonte de tensiones mayores acompañadas de querellas militares, ¿se arriesgará la UE a una confrontación directa con Rusia?

El punto central es que la UE está participando de una situación geopolítica; y en la geopolítica los valores institucionales y jurídicos, los principales activos de la UE, pueden volverse relevantes y hasta adversos frente a los intereses de actores que nunca mezclan valores con intereses políticos aplicados sobre territorios, particularmente, Rusia, una potencia terrestre y de geopolítica real y vital.

Por tanto, la UE difícilmente será una potencia cabal en el siglo XXI si solamente basa su poder en la seducción que puedan ejercer sus instituciones y sus normas. Aunque le resulte refractaria, deberá incorporar, tanto en las ideas como en los hechos, la geopolítica. Porque fuera de la UE, el mundo continúa siendo el de siempre: “hobbesiano”, salpicado por ciertos “órdenes gestionados”.

Reflexiones finales

Nunca las relaciones internacionales se encontraron frente a tantas temáticas. Lo viejo y lo nuevo se cruzan alimentando diferentes conjeturas, aunque cada vez resulta más difícil contar con conjeturas auspiciosas sobre el rumbo del mundo.

Más allá del protagonismo de actores y cuestiones no estatales, en las principales placas geopolíticas del mundo los protagonistas son Estados. En este breve escrito intentamos describir tres situaciones relativas con Estados. Hay otras, claro, pero en las abordadas, particularmente en las que involucran a Estados Unidos, Rusia y China, se encuentran en liza y enfrentados intereses de actores mayores. Actores sobre los que recae la responsabilidad mayor de pensar una configuración internacional pactada y respetada que aleje a las relaciones internacionales de situaciones conocidas, incluso también de aquellas que ni siquiera podemos llegar hoy a imaginar.

 

* Alberto Hutschenreuter es Doctor en Relaciones Internacionales (USAL) y profesor en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación y en la Universidad Abierta Interamericana. Es autor de numerosos libros sobre geopolítica y sobre Rusia.

 

Referencias

[1] Christopher Layne. “Coming Storms. The Return of Great-Power War”, Foreign Affairs, November/December 2020, <https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-10-13/coming-storms>.

[2] “The Top Geopolitical Risks of 2021”. Luminae Group, January 12, 2021, <https://www.luminaegroup.com/top-geopolitical-risks-2021>.

[3] Sobre la denominada gran estrategia rusa, ver: Francisco Javier Ayuela Azcárate, “Apuntes sobre la gran estrategia de la Federación Rusa”. Global Strategy, 13/01/2021.

[4] Adaptación del desarrollo que aparece en el libro de Alberto Hutschenreuter, Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante. Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2021, p. 153.

[5] Esteban Actis, Nicolás Creus. La disputa por el poder global. China contra Estados Unidos en la crisis de la pandemia. Buenos Aires: Capital Intelectual,, 2020, p. 276-278.

[6] Hervé Juvín. “The New Silk Road and the Return of Geopolitics”. American Affairs, Spring 2019, p. 76-88.

[7] Carlos Fernández Pardo, Alberto Hutschenreuter, Versalles, 1919. Esperanza y frustración, Buenos Aires: Editorial Almaluz 2019, p. 66.

 

Artículo publicado en el Anuario del CEID 2020, el cual puede ser descargado gratuitamente desde la página https://saeeg.org/wp-content/uploads/2021/05/ceid_anuario_2020.pdf

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