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CARLOS MENEM (1930-2021)

Santiago González

Encaminó a la Argentina por el derrotero de la posmodernidad, y la dotó de una institucionalidad perversa

Armado de un desparpajo a toda prueba, una simpatía arrolladora y una confianza en sí mismo inquebrantable, Carlos Menem condujo durante diez años los destinos de la Argentina y la entregó a sus sucesores firmemente encaminada por el derrotero de la posmodernidad. Adelantó la faena de destrucción del orden conservador iniciada por los militares de 1976 y continuada por su predecesor Raúl Alfonsín sin edificar nada en su reemplazo, lo cual no significa realmente un fracaso porque de eso se trata precisamente la posmodernidad: nihilismo extremo como condición para la imposición de un nuevo orden.

Menem sobresale entre todos los presidentes desde el restablecimiento del sistema democrático porque fue el único que hizo algo en algún sentido, que tomó decisiones audaces y afrontó las consecuencias. El resto de sus pares se dedicó a administrar la decadencia o a robar. O las dos cosas juntas. Su llegada a la Casa Rosada coincidió con la caída del Muro, y él entendió rápidamente que se avecinaban nuevos tiempos, con nuevas reglas de juego, a las que era necesario acomodar un país ya por entonces peligrosamente rezagado.

Sus detractores lo acusan de haberse atenido a las recetas del llamado Consenso de Washington, como si eso significara responder a los mandatos del Norte. Pero es un alegato tan ingenuo como el de atribuir el socialismo de los sesenta a los mandatos de La Habana. Por encima de esas influencias, reales sin duda, existe algo que se llama el espíritu de la época, y así como en los sesenta se pensaba que el mundo marchaba inexorablemente hacia el socialismo, en los noventa, bajo la guía espiritual de Reagan-Thatcher-Juan Pablo II, nadie dudaba de su decidido avance hacia lo que hoy describimos convencionalmente como neoliberalismo.

Si Menem tomó ese rumbo no fue por cuestiones ideológicas, que no le importaban. Los redactores de obituarios renunciaron a la idea de encontrar una cita suya que resumiera el espíritu de su gestión. Ni fue una persona particularmente consagrada a alguna causa o vocación patriótica. Menem fue sobre todo un político pragmático y ambicioso que decidió hacerse cargo de un país atrasado, con la infraestructura destruida, endeudado, empobrecido, azotado por las hiperinflaciones y los saqueos. El achicamiento del estado, la estabilidad monetaria y la apertura económica no eran opciones ideológicas, eran imposiciones de la realidad.

Lo que decidió a Menem a asumir esa responsabilidad, antes que la ideología o el patriotismo o la codicia, fue el ansia de poder. El poder era su dios, su patria y su maestro; lo disfrutaba sin disimulo, y a sus demandas podía ceder cualquier principio, convicción o lealtad. En el altar de esa pasión, el riojano sacrificó partes entrañables de su vida, y también partes entrañables de la nuestra. Ofrendas que no eran exigidas en su totalidad por el modelo económico adoptado, sino por su bulímica necesidad de acumular, conservar e incrementar poder.

Su desdén por las cuestiones ideológicas le permitió exhibir un perfil ecuménico al disponer la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas, estrechar en un abrazo al almirante Isaac Rojas, figura consular del antiperonismo, e indultar por igual a guerrilleros y militares condenados por los enfrentamientos de los setenta, pero cuando sintió su autoridad amenazada por el coronel Mohamed Seineldín no lo eximió de un largo encarcelamiento, y echó de la residencia presidencial a su propia esposa Zulema Yoma, quien le recordaba sus compromisos previos con Seineldín. (“Cuidado, coronel, que éste lo va a traicionar”, le dijo Zulema refiriéndose a Menem, según relató el militar).

A quienes atravesamos su presidencia, Menem nos dio una década de serenidad económica desconocida, y una sensación de libertad para andar por el mundo, o para ponernos en contacto con las cosas del mundo, que también resultó una novedad para los nacidos y criados en una Argentina cerrada. Los camporistas y otros millenials se sorprenderían al enterarse de que ese ambiente de tecnología y comunicaciones que los rodea, y que consideran natural, es posible gracias a Menem. Dos de las grandes fuentes de divisas que hoy mantienen el país andando —la informática y la agroindustria— nacieron o se modernizaron en el marco de la apertura menemista. Las cosechas salen por rutas y puertos construidos durante los noventa.

Los desarrolladores y habitantes de los barrios privados que florecieron como hongos en esa década seguramente saben que su saludable estilo de vida se debe a que Menem modernizó y amplió la infraestructura vial, y a que las empresas de servicios privatizadas por Menem pudieron acudir rápida y eficazmente a proveerles de lo necesario. Muchos jubilados que hoy comprueban con angustia cómo se diluye su estipendio mensual deben recordar que Menem había creado un sistema sustentable donde sus aportes y sus réditos estaban identificados con nombre y apellido.

No es poca cosa ese legado positivo apenas esbozado, pero tampoco es toda la que pudo ser, dada la profundidad y dureza de las reformas encaradas por su gobierno, ni toda la que fue benefició al país. A la Argentina menemista le faltó un ingrediente decisivo para proyectarse en el tiempo, un ingrediente que Domingo Cavallo, y también Gustavo Béliz, reclamaron hasta la exasperación: institucionalidad, gobierno de la ley, transparencia administrativa, gestión eficiente. Pero ambos funcionarios fueron expulsados del gabinete, porque sus demandas chocaban contra las obsesivas ambiciones del presidente por eternizarse en el poder, ambiciones que explican su legado negativo.

La consecuencia inmediata de esa falta de un orden que reemplazara el que se estaba demoliendo fue que nadie creyó en la Argentina del Consenso de Washington, más allá de su incorporación al G-20 0 el tratamiento brindado a Menem en los Estados Unidos, similar al calificativo de “general majestuoso” dispensado en la década anterior al general Leopoldo Galtieri. No creyeron los argentinos, encantados con la posibilidad de sacar la plata afuera sin problemas, ni tampoco creyeron los extranjeros, que volcaron sobre el país más capitales especulativos que inversiones reales, y cuando invirtieron fue en la compra de empresas ya instaladas y con rentabilidad garantizada o cosas parecidas.

A Menem le corresponde el dudoso mérito de haber introducido el cinismo en las prácticas políticas argentinas, lo cual no ayudaba mucho en materia de credibilidad. Mejores o peores, civiles o militares, los dirigentes locales se habían cuidado siempre de guardar cierta correspondencia entre sus palabras y sus actos. Menem fue el primero en desentenderse de lo dicho, y ufanarse de ello: “Si les decía lo que pensaba hacer, no me votaba nadie”. Todos aprendieron la lección. Menem pudo burlarse de sus compromisos con Seineldín, pero muchos sostienen con fundamento que pagó caro el incumplimiento de unos acuerdos no escritos con la jerarquía política siria

El capitalismo prebendario no fue una creación de Menem pero el manejo en muchos casos desaprensivo de la política de privatizaciones por parte de su gobierno lo fortaleció, y lo convirtió en los hechos en una práctica aceptada, que sus sucesores de todo signo elevarían luego a niveles sorprendentes incluso para un país acostumbrado a convivir con la corrupción. El contexto de las privatizaciones menemistas fue asimismo el caldo de cultivo para el saqueo de los recursos del estado que, desde entonces, se practica sin culpa, en todos los niveles de gobierno, como si fuera un derecho adjunto al cargo electivo.

La subordinación de la justicia al poder político, la integración de cortes adictas, la interacción entre determinados tribunales y los servicios de inteligencia, no eran cuestiones desconocidas antes de Menem, pero eran excepcionales y puntuales. El menemismo las institucionalizó. Bien podría decirse que el menemismo dotó al país de una institucionalidad perversa, cuyo punto culminante es la Constitución de 1994, quizás lo más detestable de su legado, cuando Alfonsín cedió al ansia de poder de Menem para obtener a cambio el sometimiento del Estado argentino a los designios de la socialdemocracia.

Con Menem, finalmente, el peronismo entró en lo que otra parte describí como su tercera etapa histórica, la etapa mafiosa, como maquinaria electoral de alquiler sin doctrina ni otro propósito que no sea el de facilitar el acceso al poder de quienes les paguen por sus servicios, como hace el kirchnerismo desde 2003. La misma desnaturalización sufrieron los sindicatos desde la llegada de Saúl Menem y el ocaso de Saúl Ubaldini. Sus líderes históricos, eternizados en la conducción de los gremios, ineptos para cualquier batalla, corrieron la suerte de todo organismo emasculado: engordaron.

En su mayoría, los críticos de Menem suelen asociar su legado negativo a su supuesta adhesión al socorrido neoliberalismo. Pero no pueden explicar qué parte del neoliberalismo le exigía liquidar los ferrocarriles. O eliminar la educación técnica. O entregar al extranjero los recursos pesqueros y mineros. O ceder YPF a los españoles. O muchos otros ejemplos similares que guarda la memoria colectiva. Todos y cada uno deben explicarse seguramente de otra manera, que probablemente comience con un susurro halagador al oído de Menem, como el que le dedicó el ex rey Juan Carlos en beneficio de Repsol.

El menemismo no perduró como corriente política, pero hizo escuela. En agosto de 2001, desde la prisión donde cumplió más de una década de condena por su levantamiento de 1990, Seineldín le escribió a Menem: “Debo recordarle que para recuperar lo que usted destruyó en diez años se necesitarán por lo menos sesenta años, y cuatro generaciones trabajando a fondo”. Pronto se va a cumplir un tercio de ese plazo, y el proceso de desintegración de la nación argentina, iniciado por los militares, continuado por Alfonsín, institucionalizado por Menem y perfeccionado por sus herederos kirchneristas y macristas sigue su marcha posmoderna hacia un nuevo orden no decidido por sus ciudadanos.

 

Publicado originalmente el 15/02/2021 en https://gauchomalo.com.ar/carlos-menem-1930-2021/  , “El sitio de Santiago González”

Santiago González

 

 

REFORMA AGRARIA

Iris Speroni @SperoniIris

En lo que va del SXXI hubo una silenciosa “reforma agraria” en varios países de occidente.

Nota original de Restaurar https://restaurarg.blogspot.com/2021/03/la-estrategia-del-consejo-nacional-de_18.html

 

El 1º de marzo de este año, 2021, el presidente de la Nación propuso en su discurso de apertura de sesiones ordinarias del HCN como iniciativa:

“La solución de los problemas de infraestructura y regulatorios que impiden la explotación de tierras aptas para el cultivo en distintas zonas del país,…”.

Los que conocemos a los “progres”, socialdemócratas, o cualquier otro nombre que se pongan, aprendimos a desconfiar de la palabra de esta gente.

Tenemos innumerables ejemplos de que estas personas presentan una idea benévola y conveniente para la población, la cual termina como un ancla atada a nuestro cuello.

Es una práctica generalizada en todo Occidente, y Occidente, en este caso, incluye a Francia y a Venezuela.

Va desde “vamos a modernizar la educación”, y la destruyen hasta que el pedazo más grande que queda es de un centímetro cúbico; “vamos a mejorar las jubilaciones”, y anulan el ajuste por inflación; “vamos a cuidar la mesa de los argentinos” y obligan a malvender el trigo de los productores a 10 empresas molineras que lo revenden a precios internacionales; “vamos a reducir el presupuesto militar” y  dejan a nuestras FFAA con material obsoleto (*) que se traduce en la muerte de decenas de pilotos porque los aviones se caen y en la indefensión mientras Chile y Brasil se pertrechan hasta los dientes y los españoles en connivencia con los ingleses se llevan nuestra pesca.

Hay cientos de ejemplos en las últimas décadas. “Vení, te va a gustar”, para terminar vejados.

Años atrás propuse en un artículo en La Prensa y luego en una charla en el INFIP que había que hacer una segunda conquista del desierto (**). Las razones son claras a mis ojos: dos tercios de la superficie continental argentina es árida. Regarla permitiría —al menos— duplicar el área explotada.

Por eso, cuando leí el discurso, mi primera reacción fue de alegría: ¡finalmente el gobierno intentará extender la frontera agrícola!

Una segunda lectura, menos apasionada, demuestra que nada de eso dijo el presidente. ¿Qué tierras aptas para el cultivo no se pueden explotar en la Argentina? Los Parques Nacionales, los campos en poder de las FFAA (y tampoco, porque la ley que se las otorga permite su explotación con el beneficio de los arriendos para el tesoro de las fuerzas). Todo el resto sí se puede explotar. ¿Necesita infraestructura de transporte? Ciertamente. Todo el flete es un desastre en nuestro país.

¿Qué problemas regulatorios existen en Argentina excepto la prohibición de tocar los Parques Nacionales? Ah, la compra de campos por extranjeros (límite bastante laxo, por cierto).

Las cuentas del productor agropecuario

¿Por qué no se riegan las tierras áridas y se convierten a tierras arables?

Una aclaración previa: en los últimos años ha habido un progresivo incremento de la superficie sujeta a riego, al abaratarse la infraestructura necesaria. Segunda aclaración: no todas las tierras pueden recuperarse; algunas por salinas, otras por exceso de otros minerales.

Pero hay otras tierras que sí sirven, sin embargo los privados no instalan riego y las explotan. ¿Por qué? (***).

Los productores agropecuarios argentinos no cobran la totalidad del precio de lo que producen. Una parte (la del león) se la queda el BCRA al pagarles $ 90 por dólar en lugar de $ 155. Luego, sobre lo que les queda, tienen que pagar derechos de exportación (DEX) que van desde 33% a 5%; impuesto al cheque (1,2%). 

55% del costo de flete terrestre (combustible, camiones, cubiertas) son impuestos. Sufren la inexistencia de transporte fluvial y la escasez del ferroviario (40% en EEUU, 10% acá del volumen total de cargas). El costo del flete en Argentina promedia el 20% del precio de venta del producto vs. el 8%/12% en Canadá, EEUU o la Unión Europea (para comparar grandes extensiones).

Por todo esto, la rentabilidad de muchas explotaciones agropecuarias argentinas trabajan en situación de equilibrio, a pérdida, o con un leve superávit que jamás remunera el capital inmovilizado.

En una explotación en la pampa húmeda, la crème de la crème de la fertilidad mundial, el rendimiento es del 0% al 2% sobre capital.

Con la vaca en brazos que resulta el estado argentino y los “amigos” que alimenta, ¿a quién le puede interesar regar hectáreas y hectáreas?

Una vuelta de tuerca

La respuesta es: a gente a las que las cuentas le tiene sin cuidado. Con el agravante de que detrás de la “iniciativa” puede estar la intención de que el Estado argentino los subsidie y les otorgue exenciones impositivas, bajo la excusa de que “harán productivas y aptas” tierras hoy dormidas.

¿Y por qué no? Subsidios y exenciones impositivas a fondos de inversión o gobiernos extranjeros o “empresas” que recibirán tierras fiscales gratis o a precio vil, las cuales posteriormente harán inversiones de riego financiados por el BID, el BM o el CFI (con garantía del estado nacional); fondos de inversión que son solamente fachadas (“frontings”) de … los políticos.

No hay detalles de esta iniciativa presidencial en el presupuesto nacional 2021; ni planes exhibidos por los ministerios de Producción o Medio Ambiente o Agricultura. Cuando se haga público veremos si es como el proyecto chino de los cerdos (traer instalaciones sin pagar arancel de importación, con dólar a $ 90, más beneficios impositivos, y soja o maíz a precio internacional x $ 90 x {1- DEX}). Y capaz que pensaban exportar carne de cerdo sin DEX. Total, son importaciones temporarias.

Veremos si esto no es Cerdos Chinos II: dar tierras a China o a Qatar o al Fondo de Inversiones X o a algún organismo multinacional o multilateral o multialgo con los siguientes privilegios:

– eximición de impuestos a la importación de equipos de riego (con dólar a $ 90),

– eximición de todo impuesto nacional y provincial (inmobiliario, IIBB, Bs. Personales, impuesto al cheque, IVA, Ganancias). 

– créditos del BM garantizados por el estado argentino.

– eximición de derechos de exportación para el producido.

Así que estemos atentos.

Universos alternativos

Algún día seremos gobierno. Como muchas veces hablamos con @TodosGronchos, tiene que haber un proyecto nacional de aguas, donde éstas sean retenidas al inicio, en lugar de “acelerar” su descarga al océano o al Paraná. Esto último ha sido la propuesta, siempre fracasada, de los últimos gobiernos. El agua dulce no debe llegar al mar, o llegar lo menos posible.

Requiere una red de represas, reservorios, bombas para “subir” el agua, control de caudales de ríos, acueductos, canales —navegables o no—, interconexión de ríos que hoy corren paralelos. Una obra de ingeniería que nos tendrá ocupados décadas.

Esta es una parte.

La otra parte es utilizar el agua en la Patagonia y en el oeste del país. Ya sea que se retenga agua de lluvia, se suba agua de napas o se construyan acueductos este-oeste (contraintuitivos) con algún sistema de bombas, sifones o combinado.

Permitirá fertilizar nuestra diagonal árida para: 1) incrementar nuestra área de ganadería y agricultura; 2) plantar árboles, crear bosques, practicar la silvoganadería.

Si destináramos el 50% de la tierra nueva a bosques, podríamos reponer parcialmente el desmonte de la selva amazónica. Con esto conseguiríamos financiamiento internacional (no imprescindible), con las siguiente consecuencias favorables: mantener la propiedad de la tierra en los actuales dueños o permitirles la venta en parcelas menores con créditos para pequeños y medianos productores, tejer una red de pueblos y pequeñas ciudades en zonas actualmente deshabitadas, fortalecer soberanía sobre estos bosques artificiales (en lugar de una “gobernanza global”). Permitir a familias a huir del conurbano.

Implicaría:

– obra en infraestructura masiva,

– trabajo en la obra y en las explotaciones futuras,

– dar nuevas oportunidades a miles de familias,

– aumentar las exportaciones,

– aumentar la demanda interna en bienes de inversión (alambradas, molinos, maquinaria agrícola, materiales de construcción, etc.),

– recuperar los FFCC,

– llenar de vegetación nuestro país,

– ocupar el territorio.

Como dije, un universo paralelo.

* * *

Otro sí digo: En lo que va del SXXI hubo una silenciosa “reforma agraria” en varios países de occidente. Como explica Christophe Guilluy, el 20% de las tierras francesas pasó de manos de pequeños agricultores (la columna vertebral de los intereses agrarios de Francia) a compañías multinacionales, fondos de inversión o directamente al gobierno chino. 

Actualmente está en discusión en EEUU las tierras compradas por empresas, fondos de inversión, magnates (el amigo Bill Gates compró miles de hectáreas) y, nuevamente, el gobierno chino, que ha comprado sostenidamente propiedades desde el 2010 a la fecha. En algunos estados hay libertad absoluta para comprar tierras (Ohio, Texas) y en otros sufren restricciones (Iowa).

Detrás de todo hay intereses económicos, políticos en echar a las personas de los campos, geopolíticos y posibilidad de negociados. Existe un proyecto de ley del partido demócrata para que el estado federal de EEUU compre tierras a privados, con el objetivo de repartirla a futuros colonos negros en concepto indemnizatorio por haber tenido algún antecesor esclavo hace 200 años atrás. Sea como sea, puede ser un negoción para quien haya apoyado a los demócratas y haga lobby para la sanción de la ley y tenga tierras para vender. Como Gates, reciente terrateniente.

Resultados de elecciones presidenciales de EEUU 2020 por condado. En rojo donde ganó Trump (áreas rurales), en azul donde ganó Biden (áreas urbanas).
En rojo hay grandes extensiones con pocos habitantes. Con «recolocar» pocas personas se puede mover el mapa electoral a azul.

En Venezuela gran parte de la propiedad de la tierra pasó de manos, de los antiguos dueños a los jerarcas del actual régimen.

Como fuere, el tema de la tenencia de la tierra va a ser un problema en las próximas décadas.

* * *

Otro sí digo 2: Voy a listar una serie de artículos (lamentablemente en inglés) y bibliografía en francés. Si pueden, dense una vuelta.

 

MATEADAS Y FOGONES

Santiago González

El tiempo apremia y es imperioso reducir el distanciamiento y poner el cuerpo si es que queremos recuperar la Patria

 

Cuando nos instalamos con mi familia en el barrio porteño donde vivimos hace más de cuarenta años todavía era posible reconocer una unidad básica peronista, un ateneo radical y una casa del pueblo socialista. Veinte años después, sobre el fin de siglo, esos locales mantenían sus insignias, aunque algo desteñidas, y albergaban además ciertas actividades paralelas: en la casa del pueblo se daban clases de yoga, en el ateneo funcionaba una especie de agencia de turismo aprovechada por los jubilados, y el jardín de la unidad básica era un depósito de chatarra. Hoy en dos de esos solares hay torres de departamentos, y el tercero parece haber sido destinado al uso de oficinas. Las señales estuvieron siempre allí, pero no les prestamos atención: pensamos que eran cosas propias de la marcha de los tiempos. En algún sentido eso era cierto, pero en un sentido más amplio eran indicios de una deserción: estábamos descuidando nuestras responsabilidades políticas, estábamos resignando nuestra condición de ciudadanos.

Desde su nacimiento la Argentina tuvo una intensa vida política, que cobró las formas modernas de organización partidaria a partir de Caseros y especialmente luego de la organización nacional. Mantuvo su vitalidad hasta el último cuarto del siglo pasado, cuando entró en decadencia y cambió su naturaleza. Algo parecido ocurrió con los sindicatos, que constituyen otra forma de organización social, lo que sugiere que el eclipse del interés por la cosa pública excede lo específicamente político, y va acompañado por un desvanecimiento del amor a la patria, la decencia pública, el coraje cívico y la religiosidad. Los resultados de ese repliegue están dolorosamente a la vista, las causas todavía se nos escapan.

Algunas tienen que ver con la cultura de la imagen que induce a creer que mirar por televisión e identificarse emocionalmente con una persona o facción es lo mismo que participar. Otras causas tienen que ver con el temor: de la pandemia de violencia política que nos envolvió en los 70 emergió una nueva normalidad, también organizada por el miedo: a fuerza de escuchar “algo habrán hecho”, se impuso la convicción de que lo más saludable era no hacer nada. Otras más tienen que ver con el empobrecimiento de vastos sectores sociales, menos dispuestos a destinar tiempo y esfuerzo, o a arriesgar el empleo o el patrimonio, en cuestiones no inmediatamente relacionadas con la supervivencia. Todas estas causas sumadas, y probablemente algunas otras, condujeron a esta democracia abundante en siglas, espacios, alianzas y frentes, pero sin partidos, sin ámbitos de discusión, sin semilleros de dirigentes, sin control de esos dirigentes una vez llegados a la función pública.

Con esta clase de democracia, y con medio país dependiendo de un cheque del Estado para subsistir, hablar de libertades políticas y de participación ciudadana, como hacen habitualmente los medios y los políticos, es una broma desagradable. En el sistema republicano el poder le pertenece al ciudadano, que lo delega en sus representantes justamente para que lo representen. Pero se supone que esos representantes son seleccionados, promovidos, postulados y controlados por los propios ciudadanos en el ámbito de los partidos políticos. En una democracia sin partidos, el ciudadano no tiene manera de decidir quiénes ni para qué lo van a representar, ni de someter a examen la conducta de esos representantes. El repliegue ciudadano alentó el surgimiento de una clase política autorreferencial, libre del control de sus correligionarios y de los compromisos de una plataforma, una casta autónoma y autista cuyas facciones se disputan en cada elección el poder coercitivo del Estado para usarlo en su propio beneficio o arrendarlo a terceros. Conviene insistir: para que la clase política se convirtiera en una casta era imprescindible que la ciudadanía se volviera rebaño.

* * *

En la Argentina el voto es obligatorio pero la práctica política es optativa. Una contradicción, pero sólo aparente: la casta política necesita del voto del rebaño pero prefiere prescindir de su participación, le incomoda que se entrometan en sus asuntos. Todos los días alguien pontifica en los medios sobre la ventaja moral de enseñar a pescar por sobre el mero reparto de pescado. Nadie se refiere nunca a la ventaja moral de enseñar a ejercer plenamente los derechos ciudadanos, incluido el derecho a participar en la vida interna de un partido y eventualmente a constituir un partido. Así como la primera recomendación es pertinente respecto de la libertad económica, la segunda lo es respecto de la libertad política. En esta democracia sin partidos, los ciudadanos ya perdieron la noción de qué cosa es la actividad política, más allá de votar y eventualmente afiliarse, ni tienen dónde aprenderlo. La educación formal no se lo enseña, ni tampoco le enseña a debatir, a presentar articuladamente sus ideas, a reconocer falacias y sortear trampas discursivas.

Pensemos un poco. ¿Qué significa la política hoy para el ciudadano de a pie? Probablemente distintas cosas según la ocasión: por momentos un espectáculo de lucha libre que no debe tomar en serio porque los que se enfrentan ferozmente en la televisión después salen a comer juntos; por momentos una competencia entre empresas de servicios tan ineficientes y costosas que obligan a ir alternando entre una y otra con la vana esperanza de que alguna cumpla sus compromisos; en todo momento, una losa cargada sobre sus agobiadas espaldas, soportada con la misma resignada aceptación que reserva para tantas instancias inevitables de la vida. ¿Qué significa para el ciudadano de a pie la participación política? En todos los casos, sacar partido de la cercanía con algún miembro de la casta y apoyarlo en sus pretensiones electorales con vistas a ser recompensado con dineros públicos, por medio de un cargo electivo, un empleo en el Estado, una concesión, una vivienda, una vacuna o un colchón, según sea el caso. Pablo Aldo Perotti, el “puntero” de la serie protagonizada hace diez años por Julio Chávez, intermediario entre la casta y su clientela, justificaba cada una de las trapisondas en las que terminaba enredado diciendo: “Esto es política, es política”. Y lo decía convencido.

Si esta percepción pública no representa fielmente la vida política del país, debe reconocerse que se le aproxima bastante. En cualquier caso, sin partidos, sin plataformas, sin espacios de discusión para el afiliado, sin mecanismos para la selección y promoción de dirigentes, poco tiene que ver con lo que exige el sistema republicano en el que supuestamente vivimos. Como las franquicias políticas carecen de vida interna, resuelven sus conflictos obligándonos a participar “democráticamente” de unas costosas internas abiertas y obligatorias cuando daría lo mismo, y sería más barato, emplear a los niños cantores de la lotería. Esto, naturalmente, no lo van a reconocer los propios políticos, ni tampoco lo va a poner en evidencia un periodismo que encontró su nuevo modelo de negocios en sostener en el imaginario colectivo la idea de que efectivamente vivimos en una democracia. Nada en los medios alienta e instruye al ciudadano para que se involucre activamente en la vida política del país, todo apunta a orientar su voto hacia acá o hacia allá en un torneo de barras bravas que se gritan de una tribuna a otra, de un canal de televisión a otro. La prensa no enseña a pescar, políticamente hablando, sino que se limita a repartir pescado, en buena medida podrido.

* * *

Una nación no es algo edificado por los antepasados de una vez y para siempre. En tiempos de nuestros abuelos o bisabuelos existían Prusia y el Imperio Otomano: trate de encontrarlos hoy en el mapa. El texto de una constitución no es una nación, ni vivimos en un sistema republicano, representativo y federal porque allí esté escrito. Ni tampoco gozamos de las libertades básicas —expresión, comercio, movimiento, trabajo— sólo porque la constitución las enumera. La república nos confiere la condición de ciudadanos, pero esa condición no existe por el mero hecho de estar consignada en un documento de ciudadanía. La nación, la república como su expresión institucional, la ciudadanía como compendio de derechos y obligaciones, exigen ser vividas, defendidas, sostenidas: política es el nombre de esa práctica, y la participación política es un ejercicio ineludible si se quiere ser parte de una nación y ampararse en sus instituciones.

Llevamos casi cincuenta años desertando de nuestras responsabilidades políticas, imaginando alegremente que todo se reduce a votar el día de la elección, más bien a impulsos de una emoción o una corazonada que de una reflexión racional. Y esto es lo que conseguimos. Las personas más o menos conscientes de las cuestiones públicas parecen haberse convencido que la Argentina se encamina irremediablemente al precipicio: el aparato del Estado se encuentra en manos de incompetentes, los gobiernos se suceden sin que aparezcan políticas directrices en cuestiones básicas como la educación, la defensa, las relaciones internacionales, la salud o la vivienda, por nombrar algunas; la corrupción impregna tanto lo público como lo privado, y tanto en lo público como en lo privado los liderazgos brillan por su ausencia; la población está cada vez más pobre, más ignorante, más enferma; la integridad institucional y territorial aparece amenazada desde dentro y desde fuera.

Aunque el escenario se ha vuelto sensiblemente peor que cinco o diez años atrás, la sociedad ya no reacciona con la intensidad y contundencia de entonces. Como si se hubiera convencido de la inutilidad de esas protestas, ahora dedica sus energías a imaginar un futuro fuera del país, empeño en el que coinciden tanto los que tienen mucho que perder como los que no tienen nada que perder. En esta tercera década del siglo, los argentinos preocupados por su futuro ya no marchan, se marchan. Y se marchan mayoritariamente los más jóvenes, los nacidos y criados en la Argentina del “no te metás”, los que no guardan memoria de que aquí existió otro país, al que gentes del resto del mundo ambicionaban venir, y existió precisamente porque hubo gente que “se metió”, que se sintió parte de una nación y le puso el pecho. Los que hoy se marchan lo hacen al impulso de las mismas amenazas que empujaron a sus abuelos a estas tierras: la pobreza, la guerra civil, la disolución nacional, la sumisión a una potencia extranjera.

* * *

Para la gran mayoría de los argentinos, los que no pueden siquiera imaginar irse porque carecen de los conocimientos o pericias capaces de asegurarles un lugar en sociedades más o menos desarrolladas o de los ahorros necesarios para encarar una mudanza, o bien porque tienen su fuente de ingresos atornillada a la tierra, la única salida posible, aun exigente e incierta, es retomar la tarea abandonada y volver a la actividad política, al ejercicio de reunirse con algunos compatriotas, analizar problemas y discutir ideas para resolverlos, promover a los más capacitados para hacerlo, y armar propuestas para presentar ante otros compatriotas. Todos los días escuchamos las quejas de productores rurales y emprendedores urbanos sobre el mal trato que reciben del Estado y de otros competidores amparados por el Estado. ¿Y quién creen que va a defender sus intereses si no ellos mismos? ¿Y cómo van a defender sus intereses si no eligiendo ellos mismos sus representantes y sentándolos con voz y voto en los cuerpos legislativos?

¿Por qué el kirchnerismo va por su cuarto período de gobierno, y controla cada vez más posiciones no electivas del aparato estatal? Porque se lo propuso. ¿Por qué el establishment norteamericano logró despojar a Donald Trump de un segundo mandato, y está desmantelando uno por uno todos los mejores logros de su gobierno? Porque se lo propuso. Y así podríamos seguir con los ejemplos: en ningún aspecto de la actividad humana, y mucho menos en la vida social y política, las cosas se ponen en marcha sin un ejercicio de la voluntad. Voluntad que tendrá que lidiar, porque así es la vida, con los imprevistos del azar y con las voluntades contrarias que ella misma va a poner en movimiento. Todo eso implica esfuerzo, exige poner el cuerpo, obliga a arriesgar, pero peor es liquidar el tambo, cerrar la ferretería que fundó el abuelo, perder el trabajo, no encontrar trabajo, olvidarse de la casa propia. Y mucho peor, como lo lloran en secreto muchos que optaron por el exilio, es perder la Patria.

Nadie espere reconstruir la nación desde alguno de los partidos tradicionales o sus secuelas, partícipes solidarios de haber arrojado al país por la pendiente de la decadencia desde 1983, merecedores todos del baldón de infames traidores a la patria, previsto en nuestra Constitución. Nadie espere esa reconstrucción a partir de las ideologías del siglo XIX que muchos proponen para resolver los problemas del siglo XXI. Hay que buscar o crear agrupaciones que tengan en el centro de su programa la reconstrucción nacional, económica por cierto, pero también moral y cultural, en el contexto de una época amenazante y hostil. Y tener claro que no basta con afiliarse, sino que es necesario participar, intervenir, discutir, escuchar y hacerse oír, promover, agitar. Sólo se necesita un poco de sentido común y un mucho de patriotismo, que empieza por reconocer al prójimo como compatriota. El movimiento que llevó a Trump a la presidencia empezó diez años antes en casas particulares, con gente que se reunía para intercambiar ideas, descartar algunas, coincidir en otras y organizarse para difundirlas. ¿Qué nos impide a nosotros encontrarnos en una mateada, conversar junto a unos fogones, convocar de paso a algún guitarrero que nos ayude a templar el ánimo, a unirnos para la urgente, hermosa empresa de recuperar la Patria?

 

Publicado originalmente en https://gauchomalo.com.ar/mateadas-fogones/ , “El sitio de Santiago González”

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