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MADURO EN EL ESPEJO DE BASHAR

Roberto Mansilla Blanco*

Tras la súbita e inesperada caída del régimen de Bashar al Asad en Siria y su inmediato asilo en Rusia, una sugerente interrogante recorre las redes sociales, especialmente dentro de la diáspora venezolana: ¿sucederá lo mismo con Nicolás Maduro?

La interrogante aumenta ante la evidencia de que aliados comunes de Maduro y de Bashar al Asad como Rusia e Irán, con bases y presencia de efectivos militares en Siria y una mayor capacidad logística, finalmente dejaron caer, prácticamente sin rechistar, al dictador sirio. Tampoco olvidemos a China, con importantes inversiones de cooperación económica tanto en Siria como en Venezuela.

Destaca en este aspecto la posición rusa, que cuenta desde 1971 (prácticamente desde el inicio del poder del clan al Asad) con una estratégica base militar en la localidad mediterránea siria de Tartus. Desde 2015, Moscú ha venido asistiendo militarmente, en especial con fuerza aérea, al mantenimiento del régimen de al Asad dentro de la guerra interna en el país árabe. En un contexto de tensiones con Occidente, para Moscú resulta esencial mantener esa presencia en la Siria post-Asad.

A diferencia de lo sucedido en otros escenarios geopolíticos de interés (Ucrania, Moldavia, Rumanía, Georgia), el Kremlin ha optado por la discreción sin apenas mostrar, al menos oficialmente, una reacción virulenta ante la caída de su ahora ex aliado sirio. China también ha mostrado una actitud similar evitando pronunciarse expresamente e instando a una transición política en Siria que “evite el caos regional”.

Este discreto y prudente silencio de Moscú, Teherán y Beijing ante lo sucedido en Siria dejarían aparentemente a Maduro ante serios dilemas y una posición, al menos a priori, más delicada. Estos dilemas parecen concentrarse en una interrogante: ¿hasta qué punto Rusia, China e Irán están dispuestos a arriesgar capital político e incluso militar para mantener a Maduro en el poder?

En la laberíntica crisis política que vive Venezuela, dos fechas se imponen en el calendario como decisivas: el próximo 10 de enero de 2025 debe asumir un nuevo gobierno en Venezuela tras las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio, donde grosso modo la mayor parte de la comunidad internacional no se ha pronunciado definitivamente a la hora de reconocer un ganador argumentando falta de transparencia electoral.

Como ocurriera en 2019 con el caso de Juan Guaidó, el pulso político venezolano se ha trasladado al reconocimiento o no del ganador en las elecciones y a una disputa de legitimidades presidenciales. Siete países, entre ellos EEUU así como el Parlamento Europeo y el de España (no así su gobierno) reconocen oficialmente la victoria electoral del candidato opositor Edmundo González Urrutia (actualmente exiliado en Madrid) y por lo tanto su legitimidad presidencial. Por el contrario, unos 40 países, entre ellos Rusia, China, Irán, la Siria de al Asad, Cuba y Corea del Norte, han reconocido oficialmente a Maduro como presidente electo.

La segunda fecha en importancia viene diez días después. El 20 de enero asumirá Donald Trump un nuevo mandato presidencial hasta 2029. Su radical oposición a Maduro y sus aliados se verá complementada en la figura de su presumible Secretario de Estado, el cubano-estadounidense Marco Rubio. En este sentido se prevé un clima de tensión in crescendo por parte de la nueva administración en la Casa Blanca hacia países díscolos e incómodos como Cuba, Venezuela y Nicaragua, así como ante la penetración e influencia en esos países por parte de sus aliados ruso, chino e iraní.

En este maremágnum de suposiciones y escenarios hipotéticos sobre qué influencia puede tener en Venezuela lo sucedido en Siria está el modus operandi de la caída de al Asad, cuya retirada a tiempo (muy probablemente tutelada desde Moscú y Teherán) le evitó tener un final similar al del líder libio Muammar al Gadafi en 2011, traicionado por supuestos aliados vendidos al mejor postor que lo terminaron linchando en directo ante al mundo entero. Dos finales, el de Gadafi y ahora el de Bashar, que Maduro muy seguramente está tomando en cuenta.

No obstante, más allá de la realpolitik se impone la necesidad de observar hasta qué punto el ejemplo sirio puede reproducirse en Venezuela. Como Bashar al Asad antes de la inesperada reaparición de unos rebeldes sirios que nadie conocía, Maduro no parece confrontar una rebelión interna de gran calibre más allá de la presión, principalmente desde el exterior, que manifiesta una oposición política cuyos principales figuras (a excepción de la incansable María Corina Machado) están en el exilio. Si bien el país sigue a vivir una aguda crisis económica y de incertidumbre política, salvo casos esporádicos, la tensa calma parece ser la tónica en las calles venezolanas, sin grandes movilizaciones opositoras como sucediera años atrás.

Por otro lado, no parecen existir fisuras significativas dentro del estamento militar y la estructura burocrática y empresarial del «chavismo-madurismo». A diferencia de Siria, en Venezuela no existen grupos armados internos con capacidad para desafiar el poder de Maduro o que controlen porciones del territorio nacional donde puedan imponer su ley. Más bien, todo lo contrario: fuentes opositoras informan constantemente de la existencia de actores paramilitares (Hizbulá; guerrillas colombianas) y de entidades de otros países (Turquía, China, Rusia, Irán, India), todos ellos aliados de Maduro, controlando territorios en estados venezolanos ricos en minerales (Arco Minero), petróleo y gas (Plataforma Deltana).

Pero en algo sí coinciden ambos casos: la guerra en Siria desde 2011 y la crisis económica venezolana desde 2014 han provocado el mayor drama humanitario de refugiados desde la II Guerra Mundial, sólo recientemente superado por la guerra de Ucrania desde 2022.

Con este panorama vuelve la pregunta clave: ¿caerá Maduro como lo hizo Bashar al Asad? Es una incógnita tan apremiante como sorprendente fue la caída del régimen sirio tras cinco décadas en el poder. La presión internacional parece ser la clave mientras aumentan las sanciones de EEUU y de la Unión Europea contra altos cargos del «madurismo» mientras la Corte Penal Internacional avanza en las investigaciones sobre crímenes de lesa humanidad cometidos en Venezuela por parte de las fuerzas policiales y de seguridad durante las protestas de 2017.

Mientras en la Siria post-Asad comienzan a salir a la luz pública los centros de detención clandestinos, sectores opositores y ONGs de derechos humanos en Venezuela que han venido denunciando la represión, tortura y desaparición de presos políticos esperan observar una situación similar en caso de eventual caída del régimen «madurista».

En la pasada cumbre de los BRICS celebrada en octubre en Kazán (Rusia), un tradicional aliado del «chavismo-madurismo» como Brasil vetó el ingreso venezolano en ese organismo que busca reducir la hegemonía occidental «atlantista». La razón del veto brasileño fue la posición del gobierno de Lula da Silva de no reconocer los resultados oficiales mostrados por el Consejo Nacional Electoral venezolano sobre la presunta victoria de Maduro, argumentando falta de transparencia atendiendo así las evidencias crecientes de un fraude electoral.

En Kazán fue reveladora la imagen del anfitrión Vladimir Putin quien, mientras se dirigía apresurado a la cumbre oficial de los BRICS, mostró con sutileza a Maduro el camino de salida para los invitados tras un breve apretón de manos. Las redes sociales, especialmente de opositores venezolanos, ardieron en todo tipo de interpretaciones sobre el mensaje aparentemente subliminal de esta imagen. Otros aclararon lo sucedido restando cualquier tipo de sentido político al asunto. En todo caso, Maduro no logró su objetivo en Kazán: Venezuela no entró en los BRICS.

La imagen de Kazán entre Putin y Maduro fue complementada este 8 de diciembre con el mensaje de Trump asegurando que la caída de Bashar al Asad fue posible porque «a Rusia dejó de interesarle» seguir manteniendo al hoy defenestrado presidente sirio. Por cierto, Trump ya anunció aranceles del 100% hacia los países miembros del BRICS, lo cual augura una guerra económica a gran escala.

Con todo, y tras lo sucedido con un Bashar al Asad hoy exiliado en Rusia, ¿podrá experimentar Maduro un destino similar con un sutil distanciamiento por parte de Putin que le termine costando el poder?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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SIRIA Y EL «ATLANTISMO»

Roberto Mansilla Blanco*

La caída del régimen de Bashar al Asad en Siria tras la toma de Damasco por parte de los rebeldes recuerda levemente dos precedentes con desenlaces distintos: el final del régimen libio de Muammar al Gadafi en medio de las hoy inexistentes Primaveras árabes de 2011; y el regreso al poder en Afganistán por parte de los talibanes en 2021.

Desde entonces, la Libia post-Gadafi está sumida en una caótica confrontación entre «señores de la guerra» y crisis humanitaria a las puertas de las costas mediterráneas europeas. Por su parte, Afganistán con el retorno Talibán vuelve al redil del islamismo salafista más radical pero bajo un prisma geopolítico diferente tras la retirada estadounidense y con Rusia y China como actores de mayor influencia regional y global. Ambos contextos, el libio y el afgano, pueden resultar clarividentes a la hora de intentar descifrar qué es lo que le espera a la Siria post-Asad.

No se debe pasar por alto un elemento histórico: la caída del régimen de al Asad pone punto final al predominio de los regímenes nacionalistas, socialistas y panarabistas que, bajo el influjo del nasserismo y del partido Ba’ath, ejercieron una importante repercusión política desde la década de 1950 en países como Egipto, Siria, Irak y Sudán. Visto en perspectiva histórica, lo recientemente ocurrido en Siria marca una nueva etapa.

Obviamente la actual crisis siria implica observar importantes pulsos geopolíticos que deben también analizarse bajo el prisma de las crisis libia y afgana. Más allá de las revueltas populares propiciadas por la denominada Primavera árabe, la caída de Gadafi bajo presión de la ONU y la OTAN significó una pírrica victoria para el «atlantismo» y un revés para Rusia y China, que tenían en Gadafi a un aliado regional. Un revés geopolítico mucho más significativo para Beijing, que tenía en Libia un importante entramado de inversiones petroleras y de infraestructuras.

Por otro lado, el retorno al poder de los talibanes en Afganistán supuso un duro golpe para el prestigio de EEUU y una victoria geopolítica para Rusia y China, que veían con ello alejar la presencia de Washington en sus esferas de influencia en Asia Central. Puede intuirse que, en este caso y tras la caída de Gadafi, Moscú y Beijing le devolvieron el golpe al Occidente «atlantista».

Estos sórdidos pulsos geopolíticos explicarían la crisis actual en Siria. La caída del régimen del clan al Asad (en el poder desde 1970) supone notoriamente una victoria para el primer ministro Benjamín Netanyahu y, tangencialmente, para los intereses «atlantistas» que están a la espera de reconfigurarse ante la toma de posesión presidencial de Donald Trump el próximo 20 de enero de 2025. El duro golpe asestado en Siria al denominado eje chiíta (también propagandísticamente conocido como «Eje de la Resistencia») en Oriente Próximo, manejado desde Teherán con apoyo ruso y chino, abre el compás a una súbita e inesperada recomposición de piezas y de equilibrios geopolíticos en la región.

La reciente tregua de Netanyahu con el movimiento islamista libanés Hizbulá resultó clarividente porque precedió a la espectacular ofensiva de los rebeldes sirios liderados por un hasta ahora desconocido Hayat Tahrir al Sham (HTS), un grupo islamista yihadista cuyo nombre literal es Organización para la Liberación del Levante, antiguo Frente al Nursa y con vínculos con Al Qaeda.

Con presunto apoyo turco, país miembro de la OTAN, aliado del eje sino-ruso con incómodas relaciones con el régimen de al Asad y que tiene intereses estratégicos en Siria a la hora de evitar la posibilidad de un reforzamiento en sus fronteras del irredentismo kurdo, la «nueva Siria» que auguran los rebeldes se asemeja al rompecabezas de fuerzas militares, paramilitares y políticas que han dominado en el Afganistán de los últimos treinta años y en la Libia post-Gadafi. Un delicado equilibrio que no necesariamente augura un marco de estabilidad regional.

El inesperado final de la dinastía al Asad debe medirse igualmente como un notorio revés geopolítico para Rusia, Irán e incluso China, país con importantes inversiones en infraestructuras en ese país árabe. El factor geoeconómico también está presente en la caída de al Asad. Siria aspiraba ingresar en los BRICS, cuya cumbre en Kazán (Rusia) en octubre pasado impulsó toda serie de mecanismos orientados a «desdolarizar» la economía global y procrear alternativas al esquema económico occidental predominante desde el final de la II Guerra Mundial.

Moscú cuenta con una base militar en Tartus, en las costas mediterráneas sirias, una importante posición geoestratégica que obstaculiza los intereses «atlantistas» manejados desde Washington. Una Rusia absolutamente concentrada en la guerra en Ucrania y un Irán ocupado en la guerra cada vez menos híbrida y más directa con Israel son factores que igualmente pueden explicar la súbita caída del régimen sirio, en especial a la hora de tomar en cuenta la aparente incapacidad de Moscú y Teherán para asistir a su aliado y mantenerlo en el poder. Tras aterrizar en la capital rusa, el Kremlin concedió el asilo humanitario a Bashar al Assad y su familia.

Por otro lado, Teherán nutría de apoyo logístico y militar a al Asad, siendo éste su principal aliado en la región. Su caída, así como la neutralización por parte israelí del Hizbulá y del movimiento islamista palestino Hamás, deja a Irán en una difícil posición geopolítica a nivel regional, mucho más a la defensiva y sin aliados estratégicos con capacidad para asestar una respuesta asertiva.

El propio Trump arrojó más suspicacias sobre lo que sucede en Siria asegurando que la caída de al Asad se debió porque a Rusia «dejó de interesarle» el suministro de apoyo militar y político a su aliado árabe. Esta declaración, unida al asilo otorgado por Moscú a la familia al Asad, es una clave para nada descartable a la hora de confirmar que, a pesar de las confrontaciones geopolíticas, detrás del final del régimen sirio podría estar operándose un tácito quid pro quo entre Rusia y el Occidente «atlantista».

Con todo, este escenario no descarta la plasmación de pulsos geopolíticos en otras latitudes orientados a disminuir la capacidad de influencia entre uno y otro contendiente. Un caso significativo es la crisis georgiana tras las elecciones legislativas de octubre pasado.

Mientras que el gobierno del partido Sueño Georgiano ha congelado el proceso de negociación para una eventual admisión en la Unión Europea (un evidente triunfo geopolítico para Rusia), en las calles de Tbilisi, la capital georgiana, se presentaba una serie de protestas que parecían recrear un nuevo «Maidán» similar al acontecido en Kiev durante el invierno de 2013-2014 y que implicó la caída del presidente ucraniano Viktor Yanúkovich, pieza estratégica del Kremlin.

 

Desde Europa hasta Asia Oriental

El prudencial optimismo que se ha observado en Occidente tras la caída de al Asad, aparentemente sin percatarse demasiado ante el hecho de que los rebeldes sirios están dominados por un oscuro movimiento yihadista con redes de conexión con Al Qaeda y el Estado Islámico, implica observar cómo la crisis siria define un margen de actuación del «atlantismo» que viene acelerándose en las últimas semanas como política preventiva ante la asunción al poder de Trump, cuyas declaraciones definen la posibilidad de contraer los compromisos de Washington con los intereses «atlantistas».

Estos marcos de actuación se han observado en las últimas semanas desde Europa hasta Asia Oriental. Comencemos por el rocambolesco escenario electoral en Rumanía tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales de noviembre pasado.

El 2 de diciembre la Comisión Electoral validó la victoria de Calin Georgescu, considerado un candidato prorruso. Tres días después, las autoridades electorales en Bucarest desconocieron esos resultados toda vez que en Francia se escenificaba la caída del gobierno del primer ministro Michel Barnier tras una moción de censura impulsada por la ultraderechista Marine Le Pen (conocida por sus lazos con el Kremlin) y la izquierda francesa.

La caída de Barnier muestra a una Europa que observa atónita como el histórico eje franco-alemán, que marcó los cimientos de la UE, se sume en sendas crisis políticas que afectan los intereses «atlantistas» y que cambian los delicados equilibrios de poder de Bruselas con Rusia.

El adelanto de elecciones generales en Alemania para febrero de 2025 es sintomático porque podría confirmar el progresivo ascenso de la ultraderecha de Alternativa por Alemania (AfD), señalada como aliada del Kremlin. Así, desde París hasta Berlín el clásico bipartidismo entre socialdemócratas y conservadores se ve alterado ante el ascenso de opciones más populistas y críticos con el establishment europeísta que la actual presidente de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, intenta mantener en pie a toda costa con el apoyo de las fuerzas «atlantistas» vía Washington y la OTAN.

Por otro lado, el cada vez más opaco presidente ucraniano Volodymir Zelenski ha dejado entrever su presunta aceptación de una tregua con Moscú incluso aparentemente aceptando las ganancias territoriales rusas desde que comenzó el conflicto en 2022.

En medio de las tensiones entre Moscú y la OTAN, las expectativas de Zelenski evidenciarían la incapacidad ucraniana y «atlantista» para mantener el esfuerzo militar contra una Rusia demasiado concentrada en varios frentes dentro de sus esferas de influencia geopolítica en su espacio contiguo euroasiático. En caso de eventualmente darse esta tregua ruso-ucraniana anunciada por Zelenski, la OTAN estaría persuadida a observar con atención en qué medida sus intereses en Ucrania no se verán afectados manteniendo firme su apoyo militar a Kiev.

Pero dejemos Europa y concentremos la atención en Asia Oriental. El 3 de diciembre se observó una surrealista escenificación de un intento de golpe de Estado en Corea del Sur, cuando el presidente Yoon Suk-yeol intentó impulsar la Ley Marcial para, horas después, postergarla por el rechazo parlamentario. Esto dio paso a inesperadas protestas en la capital, Seúl, la destitución del ministro de Defensa y la salvación in extremis del propio presidente surcoreano de ser objeto de una moción de censura similar a la de Barnier en París.

El mandatario surcoreano atribuyó su fracasada decisión de imponer la Ley Marcial a una presunta interferencia de Corea del Norte vía parlamentarios opositores. Unos días antes, el ministro de Defensa ruso, Andrei Belousov, estuvo en Pyongyang para reforzar la alianza estratégica militar entre Rusia y Corea del Norte.

En medio de estos acontecimientos, la UE y MERCOSUR rescataban un histórico acuerdo de libre comercio congelado durante 25 años con la intención de eventualmente construir la mayor área de integración a nivel global. A falta de ser ratificado y con no menos críticas sobre su operatividad, el objetivo en Bruselas con este acuerdo buscaría atar compromisos geoestratégicos ante el regreso de un Trump que ya ejerce de presidente anunciando fuertes aranceles proteccionistas, y al mismo tiempo neutralizar el peso geoeconómico y geopolítico de China en América Latina.

Vistos todos estos pulsos geopolíticos, la caída del régimen de Bashar al Asad en Siria no deja de explicar cómo los grandes actores de la política internacional intentan recomponer piezas a su favor ante las incertidumbres que se ciernen con Trump en la Casa Blanca.

Mientras ese Occidente «atlantista» clama por una transición pacífica en Siria surgen ahora tres interrogantes de calado geopolítico. La primera, ¿cuáles serán a partir de ahora las expectativas e intenciones de unos rebeldes sirios dominados por un desconocido grupo yihadista con conexiones exteriores que deberán ahora presumiblemente asumir un nuevo gobierno en un Oriente Próximo cada vez más convulsionado? En segundo lugar, la Siria post-al Asad, ¿se convertirá en la «nueva Libia» o en el «nuevo Afganistán» de Oriente Próximo?

Y finalmente, una tercera interrogante: en este pulso geopolítico entre las grandes potencias, tras la caída de al Asad, ¿se puede especular con una situación similar en la Venezuela de Nicolás Maduro, aliado precisamente de Rusia, China, Irán, Hizbulá y el hoy derribado régimen de Bashar al Asad y que parece estar en la diana de Trump, a tenor de las declaraciones realizadas por el próximo Secretario de Estado, el cubano-estadounidense Marco Rubio? Como en el caso de al Asad en Siria, ¿se verán obligados Moscú y Teherán a eventualmente dejar caer a un aliado como Maduro?

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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EL CONSEJO FEDERAL PESQUERO ES INCOMPETENTE PARA AUTORIZAR LA INVESTIGACIÓN EN AGUAS ARGENTINAS DEL BUQUE BRITÁNICO JAMES COOK

César Augusto Lerena*

Quienes seguimos de cerca las cuestiones que ocurren en el Atlántico Suroccidental nos sorprendimos con una supuesta autorización del Consejo Federal Pesquero (CFP) para operar en aguas argentinas por más de 30 días el buque de investigación RRS James Cook. Este barco que fue botado en 2006 y tiene una eslora de casi 90 metros es de propiedad del Reino Unido, quien ocupa en forma prepotente 1.639.900 Km2 de territorio marítimo e insular argentino. Pero, NO. Ese Consejo no tiene competencia para autorizar a investigar ―en las materias que se solicita― y, si las investigaciones fuesen relativas a la pesca ese Cuerpo estaría incumpliendo el artículo 27º bis de la Ley 24.922 que entre otras cuestiones refiere a tener o no relación jurídica, económica o de beneficio con personas físicas o jurídicas, propietarios y/o armadoras, de buques pesqueros que realicen operaciones de pesca dentro de las aguas bajo jurisdicción de la República Argentina sin el correspondiente permiso de pesca emitido por la Autoridad de Aplicación Argentina”. Obviamente, el Reino Unido viola esa Ley cuando pesca u otorga permisos ilegales a buques extranjeros en las aguas argentinas de Malvinas y ambos ―los funcionarios argentinos y el Reino Unido― podrían violar la Ley 26.659 si se autorizase a “llevar a cabo investigaciones oceanográficas, químicas y físicas” en la plataforma continental argentina.

En esta situación de excepcionalidad que vive la Argentina con gran parte de su territorio marítimo ocupado por el Reino Unido, un permiso de esta naturaleza solo podría ser autorizado por el Congreso de la Nación, en el caso que se interpretase que no viola la Disposición Transitoria Primera de la Constitución, cuestión que nosotros entendemos que sí, porque favorece la presencia británica en el Atlántico Suroccidental.

Empecemos por decir, que la Embajada del Reino Unido solicitó autorización para que el buque James Cook realice actividades de investigación científica marina en aguas jurisdiccionales argentinas y lleve adelante dos proyectos, uno sobre la toma de datos en determinados recorridos y otro, sobre la comprensión de los océanos por debajo de las capas superficiales en una región de intercambio entre cuencas oceánicas del Atlántico Suroccidental” no vinculados a la actividad pesquera y, por lo tanto, el Consejo Federal Pesquero ni la Subsecretaria de Pesca tienen atribución alguna para autorizar investigaciones que no sean de pesca conforme lo establecido en los artículos 5º; 7º (las investigaciones científicas y técnicas de los recursos pesqueros), 9º (Establecer la política de investigación pesquera), 11º (investigaciones referidas a los recursos vivos marinos), 14º y 15º (La pesca experimental requerirá autorización) y 23º (autorización de pesca para fines de investigación científica o técnica) de la Ley 24.922.

El Consejo Federal Pesquero en el Acta 23/24 del 28/11/24 «analizó las actuaciones» y manifestó «mayoritariamente» que, «en los aspectos relativos a su competencia, no tiene objeciones que formular para que se autorice al buque RRS JAMES COOK a llevar a cabo actividades de investigación científica marina en espacios marítimos sujetos a la soberanía y jurisdicción nacionales» y vale la pena destacar “falta de objeciones” la formularon solo seis miembros, con el voto del Subsecretario López Cazorla y los representantes de Río Negro, Santa Cruz y Tierra del Fuego y en ausencia de los dos representantes del Poder Ejecutivo Nacional. Semejante decisión estratégica, en manos seis personas que tienen limitada su función de fijar la política pesquera.

Por si faltaba poco, el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero informó que “no participaría un observador del instituto en la campaña, pero ha sugerido un contacto de referencia de la institución para la recepción de datos”, lo cual ratifica aún más sobre la incompetencia del CFP. Por su parte, y verdaderamente llamativa su intervención, “la Representante de la Cancillería informa que se ha acordado la participación de un Observador de la Armada Argentina en el crucero de investigación y la participación de investigadores de la Universidad de Buenos Aires (UBA) para observar la fauna en general y los mamíferos marinos y colaborar con los protocolos de mamíferos marinos, asociados al uso de acústica oceánica”. No tenemos certeza con qué objeto la Cancillería introduce a la Armada ―que debe encargarse de la Defensa― en esta investigación británica ni tampoco a la UBA. Todo pareciera destinarse a procurar la competencia del Consejo Federal Pesquero; pero, en cualquier caso, tratándose de interés del Ministerio de Relaciones Exteriores estas participaciones podrían enmarcarse en dar ejecución a los pactos Foradori-Duncan (2016) o Mondino-Lammy (2024), ambos de cooperación unilateral argentina en favor del Reino Unido.

Lo cierto, que el buque británico, que lleva el nombre del Capitán de la Marina Real Británica James Cook “uno de los colonizadores más destacados del Pacífico” y que calificó a las islas Sándwich del Sur “el lugar más horrible del mundo”, no ha sido hasta hoy formalmente autorizado a operar en aguas argentinas, porque el Consejo Federal Pesquero se ha limitado a indicar que «en los aspectos relativos a su competencia, no tiene objeciones que formular», competencia que como dijimos no tiene y, que, incluso, hasta la fecha el Presidente del Consejo no ha firmado Resolución al respecto, pese a que ―llamativamente― el buque James Cook ya partió con destino a Buenos Aires sin tener la debida autorización para investigar en la Zona Económica Exclusiva Argentina.

Para agregar más absurdo a la falta de objeciones del Consejo Federal Pesquero éste ignoró la opinión del representante de la Provincia del Chubut, que expresó no estar de acuerdo con el crucero de investigación “toda vez que las actividades científicas a realizarse implican la utilización de cañones sísmicos que podrían tener un impacto negativo en la ballena franca austral, cuya ruta migratoria coincide con el área geográfica donde se pretende realizar el estudio científico”; cuestión, a la que adhirió la representación de la Provincia de Buenos Aires. Opiniones que parecen calificadas, cuando se trata de las dos provincias que mayor captura, industria y comercio pesquero realizan. Y esta cuestión de conservar las especies, si era de su competencia, por lo que debió tenerse en cuenta más allá de las simples mayorías, además de estar previsto en el artículo 5º de la Ley 24.922.

Nos queda claro que, aún incompetentes, los consejeros en el Acta 23/24 no escribieron una sola línea referida a la apropiación británica de 250 mil toneladas anuales de recursos pesqueros argentinos en las aguas de Malvinas y los espacios marinos argentinos ocupados en forma prepotente por el Reino Unido y, no parece que la Argentina deba cooperar en tareas de ninguna naturaleza.

“Cuando en el reinado existen más facilidades para hacer la corte que para cumplir con el deber, todo está perdido” (Montesquieu); aunque hay quienes no creemos que debemos aceptar un destino impuesto.   

   

* Experto en Atlántico Sur y Pesca. Ex Secretario de Estado. Presidente Centro de Estudios para la Pesca Latinoamericana (CESPEL). www.cesarlerena.com.ar