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BIDEN SE CALZA EL TRAJE DE WILSON Y DE REAGAN FRENTE A RUSIA (Y EL MUNDO)

Alberto Hutschenreuter*

David Lienemann / Casa Blanca Oficial

Para aquellos que seguían los escritos del Joseph Biden desde bastante antes de que llegara a la presidencia de Estados Unidos, en modo alguno fueron sorprendidos cuando hace pocos días, ante la pregunta que le hizo su entrevistador de la cadena ABC en relación con si consideraba que el presidente Putin era un asesino, respondió afirmativamente; asimismo, agregó que “pagará las consecuencias” por interferir en las elecciones de 2020.

Aunque fue la primera vez que como mandatario realizó una afirmación tan extrema y categórica sobre su par ruso, efectivamente, en textos escritos en años anteriores se refirió a Rusia y a su régimen en términos muy críticos, llegando a calificar al sistema encabezado por Putin como cleptocrático con fines asociados con socavar a las democracias occidentales; por tanto (siempre en sus palabras), había que “erradicar las redes a través de las cuales se extendía la influencia maligna del Kremlin”.

Más allá del calificativo del que difícilmente podrá volver el presidente estadounidense, el dato que hay que tener presente es la visión centrada no solo en dividir en “buenos” y “malos” a los regímenes políticos, sino la absoluta convicción de que la calificación se realiza desde el lugar o territorio del “bien” o, para ser un poco menos tajante, desde un sistema de valores mayores o superiores a cualquier otro en la tierra. En estos términos, no podemos dejar de pensar en el gran jurista Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos entre 1913 y 1921 y creador de la Sociedad de las Naciones.

Existe sobre este mandatario demócrata una concepción tal vez algo simplificada en relación con sus ideas. Casi automáticamente se lo asocia con el idealismo en las relaciones internacionales, lo cual no deja de ser cierto. Básicamente, la corriente idealista o wilsonianismo plantea la primacía de la diplomacia y la seguridad colectiva como herramientas mayores frente a las rivalidades y disensos entre los Estados, a diferencia del realismo que, en un contexto de anarquía entre los Estados, antepone la primacía de los intereses, la seguridad y la capacidad de los mismos, por tanto, no queda excluida la guerra, el fenómeno social regular (no excepcional) en la historia, como sentenciaba Emery Reves.

Pero Wilson no hablaba desde una comunidad de valores internacionales: lo hacía desde los valores y normas estadounidenses. Es decir, si era posible un orden internacional, dicho orden debería reflejar y estar inextricablemente ligado a la urdimbre institucional-jurídica de génesis y desarrollo estadounidense. Para Wilson, sencillamente no existía otra opción. Y acaso lo más importante: su concepción implicaba una estrategia de coerción moral y jurídica, es decir, como lo advirtió Carl Schmitt, una situación prácticamente de hegemonía ideológica. Y cuando hablamos de hegemonía (o incluso de “imperialismo moral”) nos alejamos del idealismo, o bien tenemos que relativizarlo, pues tal condición implica disposición de ir a la guerra para preservarla.

De modo que Wilson, que en su formación había estudiado con atención las apreciaciones histórico-geopolíticas de Frederick Jackson Turner, identificaba la sustancia del orden entre Estados con el orden jurídico imperante en el territorio estadounidense. Dicho bien público internacional solo era posible desde una construcción institucional-jurídica concebida en ese país, un territorio inmunizado contra la guerra; por tanto, un territorio del “bien”, situándose el “mal” (es decir, las confrontaciones armadas casi permanentes) en el resto de la tierra.

Por otra parte, en ese orden basado en “la diplomacia primero” no podía haber lugar para otras propuestas igualmente de cuño universal, aunque totalmente diferentes al orden que propugnaba Wilson.

En este sentido, la revolución bolchevique implicó el despliegue de una diplomacia de nuevo cuño, donde la clásica relación Estado-Estado fue suplida por la relación Estado-clases trabajadoras con el fin de minar gobiernos burgueses y reemplazarlos por gobiernos de trabajadores. Había nacido un régimen basado en la subversión internacional, hecho que fue determinante para que Rusia, derrotada por el derrotado, Alemania, y en estado de guerra civil, no fuera invitada a la Conferencia de Paz.

Salvando diferencias, cuando Biden realiza consideraciones sobre el régimen de Rusia y sobre su mandatario, y no solo sobre el régimen de este país, lo está haciendo desde esa condición de excepcionalidad que supone Estados Unidos en el mundo. No se trata solamente del único país grande, rico y estratégico, sino del único dotado de valores políticos, jurídicos, institucionales, morales, etc., como para ser el “inmejorable” capaz de proporcionar al “resto del mundo” aquellos bienes públicos que supongan un orden internacional. En pocas palabras, una nación mundialmente redentora.

En este marco, desde la visión del mandatario demócrata, Rusia, más allá del régimen, continúa siendo un actor carente de modernización, es decir, no de modernización económica, sino de aquella modernidad político-institucional que la “habilite” para ser “reconocida” por los demás poderes (de Occidente, claro) como un actor confiable. En estos términos, una Rusia “homologada” por Occidente haría innecesario continuar exigiendo “pluralismo geopolítico” sobre este país, es decir, que sea un actor que respete la soberanía de los países vecinos y abjure de todo revisionismo geopolítico, que para Occidente pareciera se trata (este último) de una “regularidad” que trasciende a cualquier régimen, salvo aquel que suponga el menor riesgo para Occidente y sea el más dócil, por ejemplo, el encabezado por Yeltsin a principios de los años noventa.

Asimismo, como sucedió tras la toma del poder por los bolcheviques, cuando acaso se inició la misma Guerra Fría pues el “patrón bolchevique” implicó un reto ideológico en las relaciones internacionales, la Rusia bajo el mando de Putin supone, desde la visión occidental, un riesgo para las relaciones internacionales en el siglo XXI, aunque la misma no sea portadora de ideología o alternativa sociopolítica alguna, a menos que se considere que una autocracia basada en el capitalismo de Estado lo sea.

Por tanto, no solo es preciso defender a Occidente de la subversión rusa y erradicar la extensión de su influencia maligna (para expresarlo en las mismas palabras de Biden), sino debilitar a Rusia hasta el punto de reducir al mínimo su condición de gran poder, no superpotencia, porque Rusia es grande, rica pero no cabalmente estratégica.

El envenenamiento del líder opositor Alekséi Navalny, en agosto de 2020, fungió como el hecho que precipitó ese objetivo, si bien el origen de dicho propósito hay que rastrearlo tras el mismo final de la contienda bipolar, cuando Estados Unidos mantuvo, frente a una extraña y complaciente Rusia, un enfoque y manejo dirigido a erosionar las posibilidades de recuperación de Rusia, siendo sin duda la expansión de la OTAN la principal estrategia para contener y vigilar a este país, e incluso afectar el activo geopolítico ruso basado en la profundidad territorial. En otros términos, ir más allá de la victoria en la Guerra Fría, algo que Clausewitz nunca habría recomendado tras un triunfo militar.

Con Biden desde la presidencia, muy difícilmente se alcancen acuerdos con Rusia en relación con la situación de “ni guerra ni paz” que existe entre ambos países, no solo ya por la OTAN “ad portas” de Rusia, sino por otros múltiples temas que van desde el suministro de gas ruso a Europa hasta las armas estratégicas, todo en un contexto de crecientes sanciones por parte de Occidente.

Desde estos términos, hay cierto paralelo de los Estados Unidos de hoy con aquel de los años ochenta, cuando el presidente republicano Ronald Reagan amplificó la estrategia iniciada por el demócrata James Carter hacia fines de los ochenta, logrando ventajas estratégicas decisivas frente a la entonces Unión Soviética.

Sabemos qué sucedió después: el derrumbe se produjo principalmente por cuestiones económicas que el país arrastraba desde los años cincuenta, sobre todo en materia de baja productividad; pero la presión externa desempeñó un importante papel.

En breve, no sorprenden las recientes consideraciones de Joseph Biden en relación con Putin y su régimen. Se enmarcan en el sentido de excepcionalidad y misión redentora de los Estados Unidos. La cuestión es si en el siglo XXI, cuando ya se agotó el orden internacional liberal que nació en 1945, es posible sostener tales convicciones sin padecer consecuencias, aun siendo el único actor grande, rico y estratégico del mundo.

 

* Alberto Hutschenreuter es doctor en Relaciones Internacionales. Su último libro, publicado por Editorial Almaluz en 2021, se titula «Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante».

©2021-saeeg®

El rincón de los sensatos ¿Y SI MONTONEROS Y EL ERP HUBIERAN TENIDO ÉXITO?

Emilio Guillermo Nani* (Publicado en La Prensa**)

Mario Firmenich.

El 7 de septiembre de 2020, escuchando el programa de Fernández Díaz emitido por Radio Mitre, tuve una especie de shock. Durante su transcurso, escuché una crítica feroz, tanto a los festejos por el Día del Montonero, como a sus crímenes. En el desarrollo de la emisión, él y Miguel Wiñazki —que no dudó en seguir calificándonos a los militares de “genocidas” y en atacar a la Iglesia Católica, omitiendo las complicidades de los otros credos—, hicieron una clara descripción de lo que fueron las acciones de la organización terrorista. Y ésto es una constante en estos programas. Recuerdo que en la emisión el del 23 de junio de 2020, escuché un diálogo entre él y Jorge Sigal, a raíz de un libro que éste había escrito, condenando al comunismo.

Pero como no son pocos los periodistas que, de golpe, se dieron cuenta de que los montoneros y erpianos, al igual que los integrantes de las más de 20 organizaciones terroristas que ensangrentaron nuestra Patria, eran muy «malas personas», no puedo menos que expresar mi asombro, porque me he cansado del ensañamiento encarnizado de los comunicadores sociales que, por un lado nos tratan de represores, genocidas y perpetradores de delitos de lesa humanidad, a quienes, en los ’60, ’70 y ’80, defendimos la república democrática y a su pueblo y, por el otro, dan tratos almibarados y hasta obsecuentes, a quienes los atacaron, muchos de ellos, hoy, periodistas, políticos, jueces o empresarios. Y tratando de encontrar una palabra que sintetice ese asombro, solamente encontré una: hipocresía.

Porque lo que realmente me desconcierta de esta gente es que esté de acuerdo con la persecución judicial desatada contra quienes participamos en la guerra contraterrorista que aseguró la libertad que, hasta hace unos pocos meses atrás, disfrutaban todos los argentinos, incluso ellos.

APOLOGIA DEL DELITO

Hemos asistido en días recientes a la apología del delito perpetrada por 750 terroristas montoneros o apologistas de ellos, materializada en una solicitada a la que se atrevieron a titular “Murieron para que la patria viva”’. ¿Cuál patria? ¿La que ellos ensangrentaron? ¿La de los 300.000 desaparecidos que nos auguraba Firmenich o del millón de muertos anunciados por Santucho?

Es por ello que no puedo menos que sentir repulsión ante tanta hipocresía de la sociedad como del periodismo y otros. Fernández Díaz continúa con su latiguillo de la teoría de los dos demonios. Recuerdo que en diciembre de 2017, a raíz de uno de sus artículos dominicales, escribí una carta a La Nación (que no fue publicada), titulada “Los once demonios”’, en la que refutaba su teoría diciendo que en los ’70 no fueron sólo dos los demonios, y en la que expresaba la existencia de otros 9 que también actuaron, tanto de uno o de otro lado: periodistas y medios de comunicación social, intelectuales, empresarios, políticos, jueces y fiscales, sindicalistas, docentes (secundarios y universitarios), credos, todos, y la propia sociedad, hoy tan distraída y adormecida.

Unos buscando la paz que les asegurara poder desarrollarse económicamente; otros alentando la toma del poder para imponer el “hombre nuevo” y el “mundo mejor”, que tanto cacareaba el Che Guevara en sus discursos.

Nos procesan por haber arriesgado nuestras vidas para impedir que el proyecto castrocomunista del ERP/MTP o Montoneros se instalara en nuestra Patria. Entonces pregunto, ¿qué creen los periodistas, políticos, jueces, sindicalistas, docentes, intelectuales, empresarios, religiosos de todos los credos y el resto de la sociedad, que habría sucedido con ellos si hubieran tenido éxito? Yo les respondo:

  • Seguramente algunos habrían sido miembros del Comité Central del régimen totalitario instalado.
  • Muchos otros habríamos sido fusilados;
  • Otros eternamente habrían sido privados de su libertad en cárceles horrorosas (en las cuales, con el correr de los días, algunos también habrían sido fusilados).
  • Otros habrían terminado en granjas colectivas y sus mujeres e hijas, prostituidas para poder sobrevivir.
  • Todos estarían haciendo largas colas en los depósitos para recibir las migajas del régimen, para poder alimentarse;
  • Y absolutamente todos habrían perdido su libertad. La libertad que quienes hoy están presos les aseguraron hasta estos días. Libertad que nos ha sido conculcada por quienes liberamos.

** Nota publicada originalmente en La Prensa, 17/09/2020, http://www.laprensa.com.ar/493774-Y-si-Montoneros-y-el-ERP-hubieran-tenido-exito.note.aspx

¿POR QUÉ ES IMPROBABLE UN FRENTE DE UNIDAD?

Javier Paz García (El Deber)*

La última encuesta que pone al MAS en primer lugar ha incrementado el estrés y la preocupación de muchos como también el deseo de que se establezcan alianzas y se bajen algunas candidaturas.

Esto es improbable. A menudo pensamos que los agentes en el sector privado buscan su propio interés, sin necesariamente ver algo malo en ello, y al mismo tiempo pensamos que en el sector público se busca el interés común. En 1962 los economistas James Buchanan y Gordon Tullock publicaron El cálculo del consenso: fundamentos lógicos de la democracia constitucional, un extraordinario libro en el cual cuestionan esta lógica y proponen analizar a los agentes que actúan en el sector público de igual manera que se analiza a los agentes en el sector privado, utilizando supuestos estándar del análisis económico: agentes que toman decisiones racionales y que buscan su propio interés. Buchanan recibiría posteriormente el Nobel de Economía por desarrollar esta línea de investigación.

¿Cuál es el interés de los actores políticos? Ganar elecciones y mantener o incrementar sus cuotas de poder. Pensemos en lo que significa para un partido o agrupación que tiene posibilidades de conseguir una representación parlamentaria dejar de participar en la elección nacional.

Significa la irrelevancia por los próximos 5 años, pocos recursos, ausencia de palestra pública y un camino empinado para reconstruir el proyecto político o incluso el riesgo de desaparecer. Por otro lado, conseguir representación parlamentaria, incluso siendo oposición da una palestra pública para seguir vigente, significa cuotas y puestos de trabajo para miembros del partido que de algo tienen que vivir, significa gravitar en las decisiones y las leyes que se crearán. Incluso una representación minúscula puede otorgar un poder extraordinario; por ejemplo, en la legislatura 2006-2009 el Senado estaba dividido entre el MAS y Podemos, UN tenía un senador y con ese voto logró la presidencia del Senado por un año. Un partido no tiene nada que ganar al bajar su candidatura y sí tiene mucho que perder. Si actúan racionalmente siguiendo su propio interés, entonces la decisión correcta es continuar en carrera.

Para algunos lectores puede ser indignante leer esto. Para muchos molesta la idea de que los políticos pongan sus propios intereses por encima de los del bien común. Buchanan y Tullock cuestionan en primer lugar que exista un bien común que se pueda definir. Hay personas que consideran que el candidato del MAS es el mejor y cualquier otro es una calamidad, otros que ven a Carlos Mesa como el mejor, otros que no son del MAS y que ven a Mesa como un desastre, unos que nunca votarían por Camacho, otros que no votarían por nadie más que Camacho, etc. y todos son bolivianos por igual. Asimismo, construir un hospital en Sucre significa dejar de usar esos recursos para construir una carretera en Cochabamba o 100 postas sanitarias en Tarija y tanto la recolección de impuestos como su uso significa beneficios para algunos a costa de otros, por lo que es imposible definir el mal llamado bien común, toda decisión tiene ganadores y perdedores. 

También cuestionan la idea del doble estándar moral y metodológico: está bien que una persona en su vida privada busque superarse, subir de cargos, ganar más dinero, procurar un mejor futuro para sus hijos, etc., pero en la vida pública busque el bien común y se sacrifique por ello. Más razonable es pensar que el político profesional es tan humano como el que no participa activamente en política.

Los políticos no son mejores ni peores que el resto de la población: son humanos que, como todos, buscan su propio interés y no deberíamos satanizarlos por ello. Si hacemos el ejercicio de ponernos en sus zapatos, ¿cuántos sacrificarían sus trabajos por una causa altruista que no les dará ninguna remuneración? Se me viene a la mente el testimonio de Pablo Fernández que cuenta cómo cuando estaba el MAS, los artistas dispuestos a protestar activamente eran los menos, pero cuando cayó todos querían estar en palestra. O podemos hablar de los empresarios que trabajaron y colaboraron con el Gobierno del MAS o que simplemente bajaron la cabeza y callaron, con lo cual mantuvieron vivo el aparato productivo o de los funcionarios públicos que por 14 años fueron a concentraciones masistas obligados para no perder sus trabajos, porque tienen niños que alimentar y nada es más importante que eso.

Todos tenemos una pizca de cobardía o mejor dicho, de instinto de preservación, o mejor dicho de búsqueda del propio interés, y es está búsqueda del propio interés en parte lo que nos ha permitido evolucionar como especie, desde dominar el fuego, inventar la rueda, hasta construir aviones y surcar los cielos. Creo que pocos pueden tirar la primera piedra y aunque es fácil juzgar desde fuera, creo que la mayoría, si estuviéramos en la situación de los líderes políticos actuales, actuaríamos de manera similar a ellos: como humanos que somos.

Y como humanos que somos buscamos justificar nuestros actos. Los políticos también lo hacen y Carlos Mesa puede argumentar que es primero en las encuestas y por tanto la opción natural para enfrentar al MAS y tiene razón. Jeanine Áñez puede decir que Mesa ha sido aliado del MAS y no es garantía de firmeza ante los duros momentos que se vienen y tiene razón.

Fernando Camacho puede decir que fue el líder de la protesta que sacó a Evo y que representa la renovación y tiene razón. Y todos tienen sus razones que se van agrandando en sus mentes al mismo tiempo que cada bando minimiza las razones ajenas y esto es muy humano; todos lo hemos experimentado en una discusión con la pareja o en un debate, que en un 99% de los casos no lleva a ningún cambio de postura. Cada candidato tiene argumentos de por qué es la mejor opción y son los otros los que deben bajarse y unirse a él.

También hay presiones e inercias como las de un transatlántico en movimiento que tarda kilómetros para detenerse. Cada candidato presidencial tiene una estructura de candidatos al parlamento, asesores políticos, jefes de campaña, etc. Algunos han dejado un trabajo seguro para unirse a una opción y los líderes pueden sentir una obligación moral de seguir en carrera, hay los financiadores y donantes, hay los jóvenes voluntarios para hacer campaña y todo un grupo de gente que cree en su líder, que empuja para continuar y que estaría decepcionada de que se dé marcha atrás.

En la elección del año pasado era vital que la oposición se uniese para ganarle al MAS: sabíamos que habría fraude, sabíamos que el MAS era más popular que ahora, que tenía todo el aparato estatal para hacer campaña y aun así no se unieron. Aunque hoy el MAS sigue siendo fuerte, es una amenaza menor; entonces, si no se unieron entonces ¿bajo qué lógica podemos esperar que se unan ahora?

Buchanan y Tullock hicieron su análisis pensando en la democracia de EEUU, porque ni siendo esa la democracia moderna más longeva el político deja de ser humano y pone a un lado su propio interés. 

Usando el lenguaje de la teoría de juegos, las opciones óptimas de cada partido contrario al MAS ocasiona un desenlace subóptimo para el conjunto de la oposición democrática, con dispersión de votos y subrepresentación parlamentaria. Como en el Titanic, todos vemos venir el iceberg (en realidad el iceberg no viene, nosotros vamos hacia él), todos sabemos el desenlace, pero las fuerzas ya están en movimiento y lamentablemente no hay nada que podamos hacer.

 

Artículo publicado en El Deber, Santa Cruz de la Sierra, https://eldeber.com.bo/opinion/por-que-es-improbable-un-frente-de-unidad_200876