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GENGIS KHAN Y LOS PRIMEROS MISILES DE LA HISTORIA

Agustín Saavedra Weise*

Mongolia es un país de Asia Central, independiente desde 1921 del dominio chino. Este estado mediterráneo se encuentra estratégicamente ubicado entre la frontera sino-rusa; tiene 1.564.000 kilómetros cuadrados de superficie, con poco más de tres millones de habitantes. La Mongolia relativamente atrasada de hoy poco tiene que ver con la del lejano pasado, cuando sus jinetes —liderados al inicio de su epopeya por el legendario Gengis Khan (1162-1226)— llegaron a formar el mayor imperio terrestre de la historia, ocupando luego Rusia y Ucrania por trescientos años, además de dominar en China, Persia y otras regiones euroasiáticas. Los mongoles llegaron inclusive hasta las puertas de Europa occidental en sus feroces arremetidas.

Nómadas y con la infinita estepa por delante, los mongoles aprendieron a utilizar el caballo no solamente como medio de transporte sino como formidable elemento bélico. Perfeccionaron el estribo para poder sostenerse firmemente en el corcel y desde sus monturas apuntaban letalmente al enemigo con sus arcos y flechas. Para la época, era una combinación mortal; asimismo, un desarrollo tecnológico sorprendente e imparable.

El nombre auténtico de Gengis Khan era Temudjin (“el acero más fino”). Sus victorias lograron que le otorguen el título principesco de Gengis Khan, algo así como “el emperador de todos los hombres”. Con este apelativo pasó a la historia. Gengis Khan era extremadamente despiadado, aunque algunos historiadores afirman que luego de vencer a sus enemigos ocasionalmente tenía un poco de tolerancia hacia los sobrevivientes.

Según fuentes históricas confiables Gengis Khan inventó la base de lo que hoy son los modernos misiles, es decir, proyectiles autopropulsados y dirigidos hacia blancos determinados. Se cuenta que cuando el guerrero mongol inició la invasión del imperio chino (1211) debió tomar previamente varias ciudades amuralladas para proseguir su marcha. En una de esas localidades —que ya venía soportando por largo tiempo el asedio— Gengis prometió levantar el sitio si le entregaban 1.000 gatos y 10.000 golondrinas. Ante la posibilidad de lograr clemencia y salvar vidas, las autoridades le brindaron lo que pedía. Pues bien, una vez en poder de lo solicitado, el Khan ordenó que se aten antorchas encendidas en las colas de gatos y golondrinas, soltándolos luego de tan malvada acción. Los pobres animalitos, despavoridos, doloridos e incendiados, salieron disparados (literalmente) como cohetes y retornaron por instinto a su lugar de origen: los gatos corriendo, las golondrinas volando. Los desventurados animales llevaron fuego por tierra y aire al pueblo sitiado; lo destruyeron casi por completo. Luego entró el ejército de Gengis Khan para completar la tarea, matando a los escasos sobrevivientes. Con tal lección de terror y crueldad suprema, el camino hacia la conquista total de China quedó expedito.

El ejemplo de estos primeros misiles vivos no fue desaprovechado en la historia de los conflictos. Desde entonces hasta nuestros días se han ido perfeccionando mecanismos de bombardeo a distancia por tierra y por aire, culminando en nuestros días con sofisticados sistemas electrónicos de guía para ser usados por misiles de diversa naturaleza.

Gengis Khan es hasta ahora una de las figuras militares más importantes de la historia, pero el imperio que creó apenas le sobrevivió, unido, por unos cuantos años. Aunque ya divididos, los mongoles aún siguieron por un tiempo con sus conquistas. A partir del siglo XIV, al no haber sido capaces de crear una estructura política sólida, el dominio mongol colapsó progresivamente. Y así, durante varios siglos posteriores, los conquistadores de otrora pasaron a ser los conquistados.

 

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Nota original publicada en El Debe, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://eldeber.com.bo/opinion/gengis-khan-y-los-primeros-misiles-de-la-historia_213566

NI GUERRA NI PAZ EN EL MUNDO DEL SIGLO XXI

Alberto Hutschenreuter*

Alberto Hutschenreuter. Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante. Buenos Aires: Editorial Almaluz, 400 p.

Si tenemos que definir el actual estado del mundo en pocas palabras, “inquietud estratégica” serían sin duda las más apropiadas y pertinentes.

Hace ya un largo tiempo que el escenario internacional dejó de enviar señales que hicieran posible pensar “perfiles” o “imágenes” sobre un rumbo favorable de las relaciones entre los Estados en particular y, en un sentido más abarcador, de las relaciones internacionales en general.

Si hacemos un mínimo ejercicio de comparación entre el clima internacional que existía cuando finalizó la Guerra Fría, hace casi treinta años, y el que predomina hoy, las diferencias son notables. Entonces, el solo hecho relativo con un balance entre las conjeturas optimistas y las pesimistas decía por aquellos años que las posibilidades de cooperación entre Estados contaban con realidades suficientes como para considerar un nuevo orden “en puerta”.

En efecto, sin rivalidad bipolar, sin pugnas ideológicas ni geopolíticas, con sanción militar para aquel que desafiaba los principios del derecho internacional y con una centralizadora globalización que repartía oportunidades para el crecimiento e incluso el rápido desarrollo, el mundo parecía contar con robustas chances para afianzar un patrón de concordia.

Y, aunque había sombras que cubrían parte del clima esperanzador, la lógica pro-orden internacional se mantuvo; hasta que los sucesos ocurridos el 11-S-2001 pusieron fin al ciclo de la globalización e iniciaron una etapa de hegemonía militar estadounidense que absolutizó la soberanía de Estados Unidos y relativizó la de aquellos que opusieran reparos a la lucha contra el terrorismo global.

El crecimiento de China, el reordenamiento interno de Rusia, la convergencia de ambos con Estados Unidos en su lucha central por entonces, los buenos precios de las materias primas, el “arrastre” de la globalización, etc., implicaron el mantenimiento de una esperanza precaria. Pero el clima de los primeros años de los noventa ya había desaparecido.

A partir de la crisis financiera de 2008 el mundo comenzó a tomar una dirección que acabaría por extraviarlo. Desapareció cualquier posibilidad de volver a “anclar” las relaciones internacionales a una versión “2.0” de la globalización y la lógica de rivalidad entre Estados fue el patrón que se restableció. Aunque nunca había dejado de estar en el núcleo de la política entre Estados, algunos expertos, por caso, Sergei Karaganov o Walter Russell Mead, comenzaron a hablar del “retorno de la geopolítica”, sobre todo a partir de los sucesos de Ucrania-Crimea, un hecho que profundizó el estado de hostilidad entre Occidente y Rusia.

La relación entre esos dos actores se tensó, al igual que las relaciones entre China y Estados Unidos. En Oriente Medio, los sucesos en Siria dejaron ver un conflicto con múltiples anillos en los que estaban involucrados todos, los poderes locales, los regionales y los globales. Una verdadera “caja estratégica” en la que pugnaban régimen contra oposición, Estados contra actores no estatales, insurgentes contra insurgentes, Estados contra Estados.

Para fines de 2019, a las puertas de una pandemia de alcance global entonces insospechada, todas las placas geopolíticas principales del mundo se encontraban bajo estado de tensión o de ni guerra ni paz; el gasto militar en el mundo era el más elevado de la década; el multilateralismo experimentaba un estado de declinación sin precedentes; un extraño estado de “desglobalización” se había extendido, al tiempo que se reafirmaban posiciones estato-nacional-soberanas; el nacionalismo (incluso en su versión “biológica” en algunos casos) se ensanchaba aun en el territorio de la Unión Europea; Estados Unidos, Rusia, China, más una larga lista de potencias medias de reciente ascenso desarrollaban planes de contingencia militar; cayeron tratados clave en materia de armamentos estratégicos entre Estados Unidos y Rusia; una nueva “revolución en los asuntos militares” se había desplegado en los poderes preeminentes y algunos poderes medios…

Por entonces, las “imágenes” internacionales estaban dominadas por el pesimismo. No había lugar ni siquiera para una que anticipara un curso relativo o vagamente favorable. Desde las analogías con el período internacional pre-1914 y post-1929 hasta escenarios de cooperación declinante entre Estados Unidos y China y de casi ruptura entre Occidente y Rusia, pasando por proyecciones relativas con un mundo sin control sobre los robots, todas implicaban contextos de disrupción internacional.

En ese contexto, la pandemia, el primer virus global, provocó una especia de interrupción de las relaciones internacionales. Mientras pocos consideran que cuando la situación se modere, los países, conmocionados como sucedió tras la guerra de 1914-1918, dejarán de lado los intereses y se volcarán a la cooperación, otros muchos sostienen que poco cambiará en el mundo.

Aquí advertimos que no solo nada cambiará, sino que la pandemia fungirá como el hecho para que muchas de las realidades deletéreas continúen de modo más rápido, incluso aquellas situaciones donde predomina la hostilidad podrían experimentar un agravamiento como resultado del incremento de suspicacias. Por caso, es posible que las relaciones entre China y Estados Unidos, que se resintieron bastante antes de la llegada de la pandemia, se mantengan riesgosamente por debajo de la línea de mínima cooperación, según recientes análisis.

La situación es crítica, pues no existen siquiera indicios sobre una posible configuración internacional que implique estabilidad a partir de ciertas pautas pactadas y acatadas. Peor aún, aquellos poderes mayores sobre los que recae la responsabilidad de impulsar un orden o principio se encuentran en una situación de rivalidad e incluso hostilidad. Y más todavía, la rivalidad es prácticamente integral, es decir, todos los segmentos de sus relaciones están atravesados por conflictos.

En este entorno, resulta cada vez más difícil dar lugar a aquellos enfoques que tienden a considerar que la “Paz Larga” que existe desde 1945, es decir, la ausencia de una guerra entre potencias, está destinada a convertirse en una “regularidad”.

En un trabajo publicado en la entrega de noviembre de 2020 de la prestigiosa revista estadounidense Foreign Affairs, denominado “Coming Storms.The Return of Great Power”, su autor, Christopher Layne, nos advierte que “la historia demuestra que las limitaciones de guerra entre grandes potencias son más débiles de lo que suelen parecer”. Para este autor, la competencia que existe entre Estados Unidos y China tiene un alarmante paralelo con la que mantenían antes de 1914 Reino Unido y Alemania.

Así como Raymond Aron encontraba en la Gran Guerra el equivalente a la Guerra del Peloponeso, es decir, el temor de los poderes occidentales al poder de Alemania fue el que llevó a la confrontación (como el temor de Esparta ante el ascenso de Atenas los arrastró a la guerra), Layne considera que el crecimiento de China en el siglo XXI plantea un desafío al poder estadounidense (como el que Alemania planteó al del Reino Unido). Un desafío que se funda en la necesidad china de ser reconocida por Estados Unidos como su igual. No sabemos cuál podría ser el desenlace.

Las referencias anteriores son por demás importantes, no solamente por la reputación de los autores, sino porque debemos pensar en un mundo posible, es decir, un mundo sobre la base de las realidades y las experiencias, no sobre las pretensiones y creencias. En las relaciones entre los Estados, la esperanza con base en las creencias construidas desde aspiraciones jamás será una alternativa ante la prudencia con base en certidumbres sustentadas en la experiencia.

Y la realidad nos dice que la anarquía entre las unidades políticas continúa siendo, más allá de las interdependencias y la conectividad internacional, la principal característica de las relaciones interestatales e internacionales. No implica caos la anarquía, pero sí descentralización, es decir, ausencia de un gobierno central.

Asimismo, los Estados continúan siendo los sujetos centrales en esas relaciones, y la defensa (y a veces promoción y proyección) de sus intereses y la autoayuda continúan prevaleciendo sobre cualquier otra situación, aun considerando el más extenso alcance que puedan llegar a lograr las compañías multinacionales, las organizaciones intergubernamentales y todo ascendente del multilateralismo.

Por su parte, la experiencia nos dice que los tiempos internacionales desprovistos de configuración u orden alguno se vuelven cada vez más inestables, pues los Estados afirman su autopercepción nacional como consecuencia del aumento de la desconfianza o de la incertidumbre de las intenciones frente a los demás.

La gran incertidumbre del siglo XXI se encuentra en el hecho relativo con que no podemos saber si llegaremos a una nueva configuración internacional de un modo “suave”, esto es, a través de crecientes niveles de cooperación entre los poderes preeminentes, que necesariamente implicarán pactos realistas, es decir, nada que se parezca al Pacto Kellog-Briand (firmado en 1928, por el que sus 15 signatarios se comprometían a no usar la guerra como mecanismo para resolver sus disputas), por tomar un caso categórico, al que apropiadamente el polemólogo Gaston Bouthoul calificó como un “pacto de renuncia a las enfermedades”; o si lo haremos a través de un acontecimiento “acelerador de la historia”, es decir, una nueva prueba de fuerza interestatal.

Si es por medio de la cooperación, la que necesariamente deberá fundarse en determinados propósitos comunes por parte de los actores mayores, por vez primera los Estados habrán logrado pasar, sin descender a la violencia, de un creciente desorden internacional a un estado de concordia como posible umbral de un orden que proporcione estabilidad. Si es por medio de la violencia, se habrá repetido una conocida regularidad interestatal, aunque casi absolutamente desconocido será el grado de una nueva barbarie entre Estados como así sus secuelas.

También ello implicará otra regularidad en las relaciones entre Estados: la relativa con que la última guerra siempre es la próxima guerra.

El mundo es lo que hacen de él, suelen señalar aquellos enfoques no basados en el realismo. En rigor, el mundo es (y seguirá siendo) lo que siempre han hecho de él.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Profesor de la asignatura Rusia en el ISEN. Profesor en la Diplomatura en Relaciones Internacionales en la UAI. Ex profesor en la UBA y en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Autor de varios libros sobre geopolítica. Sus dos últimos trabajos, publicados por Editorial Almaluz en 2019, son “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, y “Versalles, 1919. Esperanza y frustración”, este último escrito con el Dr. Carlos Fernández Pardo.

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NUESTRA HERENCIA HISTÓRICA VULNERADA

Abraham Gómez R.*

Al hacer una rápida ilación (sin h) sociohistórica de los orígenes de esas inmensas islas situadas en el noreste de Suramérica, que luego recibieron las denominaciones de Trinidad y Tobago; se aprecia, con relativa facilidad, que pertenecieron al poderoso, para entonces, Imperio Español.

Trinidad y Tobago, incluso llegaron a formar parte de la Capitanía General de Venezuela, creada mediante Cédula Real de Carlos III, el 8 de septiembre de 1777.

Los aborígenes Caribes siempre habían poblado estas vastas extensiones de tierra y mar, antes de los procesos de conquista y colonización, iniciada por los españoles en el siglo XV.

Hay un interesante registro etimológico que da cuenta que el nombre indígena de Trinidad era Kairi o Leré cuyo significado habría sido “Tierra de colibríes” o acaso simplemente “La Isla.

El almirante genovés Cristóbal Colón, cumpliendo la misión de los reyes católicos, descubrió la principal de las islas el 31 de julio de 1498, y la bautiza “Tierra de la Santísima Trinidad”; y a los pocos días bordea una porción insular más pequeña que denominó “Bella Forma”, lo que es actualmente Tobago.

Suficientemente conocido es que estas islas fueron codiciadas y disputadas para su dominio y sometimiento por españoles, ingleses, neerlandeses y franceses. Cruentos enfrentamientos a cada instante para hacerse con estos estratégicos sitios.

Lo que más deseo resaltar, en el breve relato historiográfico, es que la Provincia de Trinidad fue creada en el siglo XVI por los españoles, siendo su capital San José de Oruña.

A fines del siglo XVIII la posesión la tenía España; porque Trinidad y Tobago hacían parte de la Capitanía General de Venezuela, como quedó dicho; pero, en el transcurso de las guerras napoleónicas, en febrero de 1797, una fuerza británica inició la ocupación del territorio.

Dejamos sentado que fue por una vil ocupación que no posesión, como nos arrebataron la Isla de Trinidad.

En 1802 mediante una maniobra llamada Tratado de Paz de Amiens, las islas de Trinidad y Tabaco (en inglés: “Tobago”) fueron transferidas para su completa ocupación y dominio al Imperio inglés. Por su parte Francia, que también tenía pretensiones sobre el territorio, entregó formalmente sus aspiraciones al Reino Unido en 1814; que se había fortalecido al vencer a Napoleón Bonaparte.

La población amerindia que estuvo poblando ese territorio insular se extinguió o la aniquilaron. Los aborígenes, como legítimos autóctonos, sufrieron de las maniobras inglesas de sustitución por la población africana; llevada, en barcos negreros a la fuerza por los británicos; con lo cual se aseguraban mano de obra esclavizada para las plantaciones de caña de azúcar y tabaco.

En el siglo XIX, los ingleses se percatan que también es posible instrumentar medidas de inmigración de coolies (culíes) desde India y China, Líbano, Siria; así como del resto de las Antillas; de tal manera, que cuando la Comunidad Internacional escuchó al señor Keith Rowley (quien funge de primer ministro) alardear con declaraciones destempladas, de la siguiente ralea: “Esta pequeña nación no puede convertirse en un campo de refugiados para la población venezolana”. Todo el mundo queda atónito. Pronunciamiento vergonzoso por ignorante de la historia.

Particularmente, el estado Delta Amacuro siempre ha sido un espacio amplio y generoso para las numerosas familias de Trinidad y Tobago, que permanentemente han hecho de esta entidad su lar para desarrollar potencialidades y desplegar sostenidos emprendimientos.

Nos llena de congoja la forma artera y ruin cómo nuestros compatriotas son perseguidos y maltratados por las autoridades de esa isla, bajo la conducción cobarde del “sargentón Rowley”; quien en un arrebato de extrema xenofobia se ha atrevido a declarar que los venezolanos (no hizo excepciones) que se han ido para Trinidad son malandros o prostitutas.

Conforme a nuestros registros locales, el 75% de quienes se han visto obligados a emigrar hacia la vecina isla son profesionales universitarios, que allá se desempeñan “en cargos rudimentarios” para subsistir.

El ignorante Rowley olvida los estrechos lazos de confraternidad de nuestros pueblos.

Las familias deltanas tenían, como natural costumbre, enviar a sus hijos a Trinidad para cursar estudios y, consecuentemente, aprender el idioma inglés. Así también, se han logrado con los años los hermosos entrecruzamientos de valores, tradiciones, y una apreciable lexicografía, con un sociolecto distintivo que nos enorgullece.

El señor Rowley de nula formación académica, cuya vida ha medrado en los intersticios de los partidos políticos, que llega a ese cargo luego de muchas maromas, desconoce la formación societal de ese pueblo.

Cuando superemos esta hora aciaga. Cuando esta crisis se convierta en una página amarga de nuestra historia contemporánea, el señor Rowley será “sepultado” como un canalla que se prestó al deleznable juego de descalificación de nuestra venezolanidad.

* Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua.

 

Artículo publicado originalmente el 24/11/2020 en Disenso Fértil, https://abraham-disensofrtil.blogspot.com/

Publicado por SAEEG con expresa autorización del autor.