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UN SISTEMA INTERNACIONAL CONVULSO QUE CONFIGURA NUEVOS EQUILIBRIOS

Roberto Mansilla Blanco*

Imagen: Vilkasss en Pixabay

 

El asesinato del activista Charlie Kirk ocurre en momentos en que la tensión internacional se incrementa en diversos ámbitos, principalmente en Oriente Próximo, así como entre Rusia y la OTAN, generando un clima de convulsión que anuncia cambios significativos en los equilibrios de poder.

Este contexto está propiciando cambios que redibujan el mapa geopolítico especialmente en Oriente Próximo, con perspectivas que dificultan los intereses del eje EEUU-Israel a pesar de la aparentemente inquebrantable alianza, confirmada con la visita a Netanyahu por parte del secretario de Estado Marco Rubio.

Mientras Israel activaba la invasión militar a la Ciudad de Gaza e incluso se preparaba para la eventual anexión de Cisjordania, Reino Unido, Portugal, Canadá y Australia reconocieron el 21 de septiembre de 2025 al Estado de Palestina, abogando por la solución de «dos Estados». Francia, que observa una aguda crisis política tras la caída del gobierno de Bayrou, hizo lo mismo un día después en el marco de la 79º Asamblea General de la ONU.

El reconocimiento británico a Palestina coincidió con una visita a Londres por parte de Trump, quien mostró su contrariedad por esta decisión ante el primer ministro británico Keir Starmer. Durante la sesión de la Asamblea General de la ONU, Trump reprodujo la visión de Netanyahu de que reconocer Palestina como Estado es «una victoria para Hamás». La intervención del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu en la reciente Asamblea General de la ONU, donde fue boicoteado por una inmensa mayoría de las delegaciones presentes hasta prácticamente dejarlo en solitario, evidencia el clima de aislamiento y de pérdida de apoyos internacionales para Israel.

Estas declaraciones de apoyo al Estado palestino, principalmente por parte de dos miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y de la OTAN como son Gran Bretaña y Francia, tradicionalmente aliados de Israel, rompen la baraja de equilibrios geopolíticos hasta ahora favorable al eje EEUU-Israel. Días antes de estos reconocimientos, una comisión de investigación de la ONU concluyó que Israel había cometido genocidio contra los palestinos en Gaza.

¿Hacia una «OTAN islámica»?

Un clima de pre-guerra regional se percibe en Oriente Próximo, lo que está acelerando la concreción de inéditas alianzas militares. A mediados de septiembre, Pakistán (único país musulmán potencia nuclear) y Arabia Saudita (uno de los principales vendedores de armas a nivel mundial) firmaron un inédito acuerdo estratégico de defensa. El acuerdo es histórico ya que no sólo determina asistencia mutua defensiva, sino que también aparentemente condiciona las respectivas implicaciones de ambos países en los complejos acontecimientos de Oriente Próximo, el Índico, sureste asiático y Asia Central.

El objetivo a priori de este acuerdo parece más bien simbólico y disuasivo dirigido principalmente hacia Israel, en particular tras los ataques israelíes contra Qatar que buscaron infructuosamente eliminar a líderes de Hamas establecidos en Doha. No olvidemos que, en diciembre de 2024, Rusia e Irán ya firmaran un acuerdo similar que se ampliará a la cooperación nuclear durante una cumbre en Moscú a finales de este mes. Pero el pacto entre Islamabad y Riad también es seguido con atención por parte de India, otra potencia nuclear que rivaliza con Pakistán además de mantener litigios soberanistas y reclamaciones territoriales (Cachemira).

Por otro lado, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos (que reconoce a Israel tras los Acuerdos de Abraham de 2020) anunciaron medidas punitivas contra ciudadanos israelíes, toda vez que Egipto aparentemente estaría dispuesto a ir a una guerra contra Israel si la invasión a la Ciudad de Gaza provoca una crisis humanitaria sin precedentes en el fronterizo paso de Rafah.

A su vez, Turquía se erige como la principal voz de los palestinos ante la ONU y los foros internacionales, lo que aumenta las tensiones entre Turquía e Israel. En Turquía existe malestar ante el proyecto del gobierno de Netanyahu del «Gran Israel» que también abarca regiones turcas. Tras ser el primer país musulmán en reconocer a Israel (1949) y mantener durante décadas un tácito equilibrio geopolítico común, la guerra en Gaza ha exacerbado las tensiones turco-israelíes.

Turquía observa ahora a Israel como un rival. En este contexto de tensiones con Israel, Turquía y Egipto avanzaron en sus primeros ejercicios navales conjuntos en trece años, un claro mensaje disuasivo a Netanyahu.

Trump se ha esforzado en propiciar una apertura con la Siria gobernada por el yihadista reconvertido en presidente Ahmed al Shara’a, buscando incluso que las nuevas autoridades en Damasco inicien un proceso de reconocimiento y normalización de relaciones con Israel. No obstante, el inflamado contexto actualmente existente en Oriente Próximo, derivado de los conflictos de Israel en Gaza, Líbano, Qatar, Yemen e Irán, dificulta esta posibilidad.

Por ello, Trump intenta dar un «golpe de timón» geopolítico observando con mayor atención que, ante la constante agresividad israelí que podría terminar incomodando los intereses regionales estadounidenses, Arabia Saudita podría convertirse en el nuevo y principal interlocutor para Washington. Este hipotético escenario propiciaría un cambio de equilibrios militares y geopolíticos que eventualmente condicionen lo estipulado en los Acuerdos de Abraham (2020), cuyo principal objetivo se centraba en alcanzar un histórico reconocimiento oficial entre Arabia Saudita e Israel.

La agresiva política de Israel en Oriente Próximo ha provocado una mayor concreción de políticas defensivas dentro del mundo árabe contra Israel, fomentando la noción de una especie de «OTAN árabe».

En el Sahel africano también se ha dado un movimiento geopolítico relevante. Los tres gobiernos que forman parte de la Alianza de Estados de Sahel, siendo estos Burkina Faso, Mali y Níger, anunciaron su salida de la Corte Penal Internacional por considerarla un «instrumento del colonialismo occidental».

Rusia y la OTAN: ¿en rumbo de colisión?

Fuera del escenario de Oriente Próximo, Rusia y Bielorrusia realizaron en septiembre los ejercicios militares ZAPAD en localidades muy próximas a la frontera con Polonia, país que junto con Rumanía y Estonia han denunciado la presencia de drones y cazas rusos en labores que podrían explicarse de reconocimiento e inteligencia. En estos ejercicios también participaron como observadores altos cargos militares estadounidenses.

Este contexto ha provocado el aumento de las tensiones entre Rusia y la OTAN. Mientras Francia reconocía a Palestina en la Asamblea General de la ONU, Putin advirtió ante el Consejo de Seguridad ruso con aplicar «medidas militares» ante el futuro escudo antimisiles espacial que Trump quiere diseñar. El presidente ruso indicó que este escudo altera el «status quo» de las armas de destrucción masiva, presionando a EEUU para renovar el Tratado de No Proliferación Nuclear.

De acuerdo con el Instituto para el Estudio de la Guerra (ISW), citado por el canal ruso RT, Putin habría supervisado el reclutamiento de 299.000 nuevos soldados que han firmado nuevos contratos con el Ministerio de Defensa ruso entre enero y septiembre de 2025 con la finalidad de conformar una nueva fuerza estratégica de defensa.

Este escenario plantea la expectativa de que Moscú podría estar preparándose para un futuro conflicto con la OTAN, tomando en cuenta el riesgo de escalada de tensiones que se observa en la actualidad, donde drones y aviones tanto rusos como de la OTAN sobrevuelan sus respectivos espacios aéreos. Algunos analistas especulan que los ejercicios ZAPAD tradicionalmente suponen la puesta en marcha de preparativos de carácter bélico por parte de Rusia y sus aliados, citando precedentes como la guerra de agosto de 2008 con Georgia y a la invasión de febrero de 2022 en Ucrania.

Trump también ha tomado posición en cuanto a las recientes tensiones ruso-occidentales. Desde la ONU advirtió con dar un giro copernicano al conflicto en Ucrania otorgando un mayor apoyo militar para Kiev. En lo que puede ser una declaración intimidatoria y disuasiva hacia Putin, Trump ha adoptado un tono más agresivo, sugiriendo que Ucrania podría reclamar todo su territorio perdido si el apoyo de la OTAN continúa, toda vez ha comentado que Rusia comienza a observar «grandes problemas económicos».

Las tensiones ruso-occidentales también gravitan en las elecciones legislativas previstas para este 28 de septiembre en Moldavia, donde vuelven a aparecer denuncias en medios occidentales sobre presuntas inherencias electorales por parte del Kremlin tendientes a favorecer la opción electoral liderada por Igor Dodon, considerado un prorruso.

Una China expectante que también fortalece sus imperativos

Por otro lado, China celebró el Foro Xiangshan, una conferencia anual de defensa en la que estableció una política de disuasión ante EEUU, ya anteriormente configurada tras la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) en Tianjin y la posterior exhibición de poderío militar con el desfile en Beijing del 2 de septiembre, celebrando el 80º aniversario de la victoria en la II Guerra Mundial, en presencia de los líderes de Rusia y Corea del Norte.

Romper el eje euroasiático sino-ruso ha sido siempre una obsesión para Trump. La definitiva retirada estadounidense de Afganistán de 2021, cuando los Talibanes volvieron al poder tras ser desalojados por Washington y sus aliados en 2001, ha sido siempre una crítica constante de Trump contra la presidencia de su predecesor Joe Biden.

Mientras se preparaba el funeral de Kirk, Trump advirtió sobre la posibilidad de recuperar el control de la base militar de Bagram en Afganistán, provocando el rechazo absoluto por parte de las autoridades talibanas. El objetivo de Trump por recuperar Bagram se intuye en la necesidad de tener una cabeza de puente estratégico para monitorear de cerca el nuevo eje euroasiático conformado por China, Rusia e India tras la cumbre de la OCS en Tianjin. El Kremlin ya ha advertido que no permitirá esta pretensión geopolítica de Trump en Afganistán.

 

* Analista de Geopolítica y Relaciones Internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) y colaborador en think tanks y medios digitales en España, EEUU e América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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IRÁN TRANSFORMA ORIENTE MEDIO

Roberto Mansilla Blanco*

En vísperas de una estratégica cumbre de la OTAN en La Haya en la que se acordó elevar hasta un 5% el gasto militar del PIB de cada país miembro, el presidente estadounidense Donald Trump esperaba alcanzar una tregua duradera entre Israel e Irán tras los inéditos ataques ordenados por Washington el pasado 21 de junio contra tres instalaciones nucleares iraníes: Fordow, Isfahan y Natanz.

El contexto de la tregua parecía propicio tras el desgaste de casi dos semanas de bombardeos en las que EEUU debió incluso intervenir. No obstante, el cruce de acusaciones entre Tel Aviv y Teherán sobre supuestas rupturas de la misma derivó en una dura advertencia de Trump hacia su principal aliado regional, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, instándole a dejar de bombardear objetivos en el país persa.

Por su parte, en Teherán las autoridades iraníes anunciaban la finalización con éxito de la denominada «Operación Promesa Verdadera 2». En Tel Aviv, coaccionado por las advertencias de Trump y la necesidad de reaccionar ante este mansaje iraní, Netanyahu se vio presionado a hacer lo mismo: asegurar que se habían alcanzado los objetivos planteados en la operación «León Naciente» iniciada con su agresión militar a Irán el pasado 13 de junio.

La entrada directa de Trump en la denominada «guerra de los doce días» entre Israel e Irán amenazaba con abrir las compuertas de una escalada bélica regional. No obstante, la unilateral e ilegal decisión de lanzar los bombardeos contra las instalaciones nucleares iraníes, el presidente estadounidense lo quiso justificar posteriormente como un efecto disuasivo hacia Teherán para retomar las negociaciones de su programa nuclear: «Es tiempo para la paz» dijo Trump poco después del ataque, más probablemente con la vista puesta en la cumbre de la OTAN donde iba a acometer otros temas álgidos: Ucrania y los compromisos militares «atlantistas».

Trump navega en las contradicciones «disuasivas»

Pero existe una evidente contradicción discursiva en un Trump que, al retornar a la Casa Blanca, prometió evitar inmiscuir a EEUU en conflictos bélicos exteriores; una crítica muy recurrente en su posición con respecto a la anterior administración de Joseph Biden, entrampado en las guerras de Ucrania y Gaza.

Si bien marca distancias en su apoyo a Ucrania, la realpolitik le ha llevado a Trump envolver a EEUU en la frenética dinámica militarista a través de su imposición del aumento del gasto militar para los miembros de la OTAN y ante la necesidad de mantener el equilibrio estratégico en Oriente Próximo acudiendo en ayuda de su aliado israelí ante la contundente respuesta iraní.

La súbita intervención militar estadounidense contra Irán, la primera que se realiza desde el triunfo de la revolución islámica en ese país en 1979, implica el auxilio de Trump a un Netanyahu arrinconado que comenzaba a observar con inquietud cómo la «Cúpula de Hierro», su joya de la corona de seguridad se mostraba incapacitada para repeler la totalidad de los misiles iraníes lanzados contra su territorio. Obsesionado con el cambio de régimen en Teherán y la neutralización de su programa nuclear, Netanyahu aseguró ir «hasta el final», incluso desautorizando los términos de la tregua de su «aliado-salvador» Trump.

No obstante, como viene siendo costumbre en la Casa Blanca desde que Trump volvió a la presidencia, los mensajes sobre las verdaderas intenciones del ataque contra Irán varían de acuerdo con el contexto. El vicepresidente estadounidense D. J. Vance descartó que Washington busque un cambio de régimen en Irán, defendiendo el argumento disuasivo de Trump de volver a la mesa de negociaciones, pero ahora condicionada por los imperativos geopolíticos estadounidenses. Un día después, vía red social Truth Social, el propio Trump pareció dar un giro de 180 grados al dejar entrever precisamente lo contrario: si es posible un cambio de poder en Teherán, pues bienvenido sea. Y si Israel puede hacer el trabajo sin nuestra ayuda, mejor.

Durante estos doce días de conflicto, esta contradicción discursiva de Trump se hizo patente al manejar diversas opciones: no inmiscuirse en el conflicto exigiendo una tregua; salir en ayuda de su aliado israelí atacando objetivos iraníes; prometer no buscar un cambio de régimen en Teherán para, posteriormente, lanzar enigmáticos mensajes en redes sociales hacia ese cometido; y finalmente reivindicar su actuación militarista como un argumento válido para «alcanzar a paz» y obligar a Irán a retomar la mesa de negociaciones sobre su programa nuclear. Tampoco existió un consenso en las altas esferas de la política estadounidense con respecto a la legitimidad y efectividad del ataque a Irán.

No se debe olvidar que existen incógnitas sobre qué fue lo que realmente sucedió en las conversaciones EEUU-Irán en Omán y por qué fueron súbitamente interrumpidas horas antes del ataque israelí contra Teherán. Como muy bien explica Rafael Poch de Feliu en un clarividente artículo, los EEUU de Trump no parecen ser un actor fiable, aspecto que reforzará aún más los objetivos iraníes por acelerar su programa nuclear como un factor de seguridad y de supervivencia.

El programa nuclear iraní como cuestión de supervivencia

Este escenario no descartaría que, incluso en medio de negociaciones con Washington y ante las manifestaciones tan contradictorias sobre los verdaderos objetivos estadounidenses y su perenne alianza con Israel, Teherán termine retirándose del Tratado de No Proliferación Nuclear (al que ingresó en 1968 en tiempos del sha de Persia) para seguir adelante con su programa nuclear (iniciado en la década de 1950), cometido en el que se presume seguirá teniendo la cooperación de sus aliados Rusia, China, Pakistán, Corea del Norte e incluso Bielorrusia.

Según informó la agencia estatal iraní IRNA News, el gobierno iraní instó al director general de la Agencia Internacional de Energía atómica (AIEA) Rafael Grossi, a «investigar la acción ilegal de EEUU contra los emplazamientos nucleares iraníes». En otro comunicado, la AIEA aseguró que Teherán le transmitió su decisión de continuar adelante con su programa nuclear. Debe recordarse que desde 2003, Irán ha permitido las inspecciones de la AIEA a sus centrales nucleares, con episodios intermitentes de tensiones y rupturas.

Como respuesta a los ataques directos de EEUU, Teherán respondió bombardeando una base militar estadounidense en Qatar, una represalia táctica toda vez que la prudencia se tornó patente al no cerrar, al menos por ahora, el estratégico estrecho de Ormuz. Mientras Trump reprendía a Netanyahu pidiendo el final de los bombardeos, el presidente iraní Masud Pezeshkian lanzaba un mensaje de conciliación hacia EEUU para retomar las negociaciones en condiciones de paridad.

Tras el ataque estadounidense, el ministro iraní de Exteriores Abbas Araghchi viajó inmediatamente a Moscú en una acción que revela el carácter protagónico que tiene Rusia en este contexto como el principal aliado estratégico de Teherán. Si bien el presidente ruso Vladimir Putin condenó el ataque estadounidense mostrando su preocupación por la escalada del conflicto (en la que podría materializarse una intervención rusa en auxilio de su aliado iraní), el Kremlin en ningún momento se comprometió con una inmediata ayuda militar a favor de Teherán. El vicepresidente del Consejo de Seguridad y expresidente ruso Dmitri Medveded lanzó un mensaje más conciliador, que puede revelar los esfuerzos rusos de mediación, instando a Israel e Irán a abandonar sus respectivos programas nucleares.

En Moscú predomina la táctica de prudencia ante los acontecimientos que amenazan con arrastrar a Rusia hacia un nuevo frente de guerra con Ucrania aún en juego. Más allá del apoyo moral a Teherán, la prudencia del Kremlin revela claramente su percepción de que Occidente y el eje «atlantista» buscan abrir en Oriente Próximo un segundo frente que implique para Rusia desangrarse en dos conflictos paralelos, en este caso Ucrania e Irán.

Por otro lado, las autoridades rusas reconocen oficialmente que se avecina un período de recesión económica, en gran medida motivada por el inflacionario gasto hacia el sector militar-industrial para mantener el pulso con la OTAN. Además de la posibilidad de verse arrastrado a un «segundo frente», este contexto económico bien pudo influir en la prudente distancia que mantuvo Moscú a la hora de asistir militarmente a su aliado iraní, sin que ello determine un distanciamiento con el que actualmente es su principal aliado en Oriente Medio.

¿Empate técnico o victoria moral de Irán?

El resultado de la «guerra de los doce días» plantea varias interrogantes: ¿hay un ganador claro o más bien estamos ante un empate técnico?; ¿fue una medición de fuerzas militares entre Israel e Irán con sus respectivos nudos geopolíticos ante la posibilidad de una escalada mayor? Contrario a lo que pregonaban los mass media occidentales, ¿se puede percibir que Irán no está tan debilitado como parecía?

A priori, siguiendo un ejercicio de «suma cero», Netanyahu sale visiblemente derrotado. A pesar de lograr descabezar altos cargos de la cúpula militar iraní, la apuesta aventurera de Netanyahu por derribar el establishment de poder en Teherán se ha visto empañada por una respuesta militar contundente de su adversario, aspecto que cuestiona la eventual superioridad militar israelí. Por otro lado, la súbita entrada de Trump vía ataque directo supone igualmente un revés para Netanyahu, quien se veía acorralado ante la eficacia de los bombardeos iraníes, mostrando así su dependencia del aliado estadounidense.

Más allá de los lazos estratégicos entre Washington y Tel Aviv que perduran independientemente de quién esté al mando en cada país, Trump no ha ocultado su malestar por el desaire de Netanyahu al decidir ir por su cuenta en este conflicto donde ha terminado involucrando a EEUU; una apuesta de Netanyahu que si bien anhelaba no le ha salido como esperaba.

Por su parte, Irán ha demostrado una notable capacidad militar y política en el manejo de la crisis con Israel. Sus misiles, entre los que destacaron los hipersónicos (probablemente de asistencia rusa) penetraron en varias ocasiones las defensas antiaéreas israelíes. A pesar del maremágnum de desinformación existente, Teherán ha demostrado igualmente una astuta cautela para preservar su programa nuclear, disperso en decenas de instalaciones con una protección capaz de resistir en muchos casos los golpes de la aviación israelí.

La capacidad de resistencia y de ofensiva por parte de Irán sobre territorio israelí y objetivos estadounidenses implican para Trump la posibilidad de tantear otros escenarios en su relación con Netanyahu. Las declaraciones contradictorias de Trump dan a entender sus reservas sobre la capacidad israelí para derrotar a Irán, toda vez que Trump podría observar a Netanyahu como un aliado tan necesario como incómodo ante la persistencia del primer ministro israelí por derrotar a Irán a toda costa.

Tras la «guerra de doce días», Washington podría comenzar a trazar una nueva estrategia para mantener el equilibrio en Oriente Próximo. Consciente de la capacidad de resistencia y de respuesta iraní y experto conocedor del lenguaje del poder en las negociaciones y las distancias cortas, Trump buscará mantener el contacto con Teherán con la perspectiva de negociar un nuevo acuerdo nuclear atendiendo los imperativos geopolíticos estadounidenses, una posición que muy seguramente será rechazada por el gobierno iraní. Con ello Trump estaría devolviéndole un poco el desaire a un Netanyahu que, como en el caso del presidente ucraniano Volodymir Zelensky con respecto a la ayuda estadounidense, corre el riesgo de degradar su imagen y verse desplazado en el grado de prioridades de Trump.

Por otro lado, el fracaso de la vocación aventurera de Netanyahu podría persuadir a Trump a trazar un nuevo equilibrio regional vía Arabia Saudita, alterando parcialmente los denominados «Acuerdos de Abraham» de 2020 que implicaban un reconocimiento diplomático entre sauditas e israelíes y que ahora pueden verse desplazados de prioridad ante el estupor a nivel mundial por las masacres en Gaza.

Mientras observa con atención la reorientación geopolítica del nuevo gobierno sirio (a quien Trump llegó a instar a que reconociera la legitimidad del Estado de Israel durante su reciente gira regional), Washington podría ahora reorientar sus prioridades regionales hacia Arabia Saudita, restándole peso prioritario a Israel sin que ello signifique marcar distancias con Tel Aviv. Está por verse igualmente si Trump y Netanyahu mantendrán intactas sus expectativas de generar un cambio de poder en Teherán, un escenario que hoy parece mucho menos probable tomando en cuenta que la «guerra de los doce días» parece haber legitimado aún más al establishment de poder iraní.

Trump rompe la baraja en Irán ante un Netanyahu que muestra su dependencia de la ayuda militar, diplomática y de inteligencia estadounidense toda vez que lanza un ultimátum al sistema de leyes y normas internacionales, incapaces de detener la posibilidad de esa escalada conflictiva en Oriente Medio. Trump sólo cree en la unilateralidad de sus decisiones, desconfiando incluso de aliados estrechos como Netanyahu.

Como ha sucedido con la guerra de Ucrania, Europa vuelve a ser un convidado de piedra, incapaz de articular una política decisiva más allá de ciertas negociaciones en Ginebra con diplomáticos iraníes. Alemania, Francia y el Reino Unido se alinearon directamente a favor de Israel enviando asistencia militar.

Por otro lado, la mayor parte de los países árabes no han condenado el ataque de Trump, lo cual evidencia sus intenciones prioritarias de observar si el enfrentamiento con Israel termine debilitando a un rival regional como Irán. Otro actor como Turquía, cuya política es cada vez más desafiante y crítica con Israel manteniendo relaciones intermitentes con Irán, ha demostrado igualmente su capacidad de mediador.

Israel: dilemas existenciales

Durante décadas Occidente presentó a Israel de manera propagandística como la «única democracia en Oriente Medio». No obstante, la política y sociedad israelíes han derivado en los últimos tiempos en un Estado étnica y religiosamente intransigente, precisamente coincidiendo con las diversas etapas de Netanyahu en el poder (cinco mandatos entre 1996, 2009 y desde 2021)

Las guerras de Gaza e Irán podrían tramitar dilemas e inesperados conflictos políticos y sociales internos. Ante la masacre de palestinos en Gaza, la sociedad israelí apenas ha mostrado alguna manifestación de condescendencia, solidaridad y mea culpa. La intransigencia oficialista afecta igualmente la condición de los árabes dentro del Estado de Israel, tratados como ciudadanos de segunda clase. Salvo en los casos de Egipto, Jordania, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, al fracaso histórico y diplomático de Israel por alcanzar la legitimidad y la paz con sus vecinos árabes como mecanismo de seguridad se le une ahora la sensación de vulnerabilidad ante la respuesta militar iraní.

Israel es también dependiente de la ayuda exterior vía lobbies como la influyente American Israel Public Affairs Committee (AIPAC) en EEUU. No obstante, el carácter laico estatal, las fuerzas religiosas ultraortodoxas y ultranacionalistas pujan por dominar el debate público, a menudo al lado de fuerzas sionistas nacionalistas. Algunos apoyan el carácter mesiánico del «Gran Israel», objetivo clave para Netanyahu y sus aliados políticos. Otros grupos religiosos desprecian el carácter laico del sionismo fundador del Estado de Israel. Incluso algunos de esos grupos muy minoritarios, dentro y fuera de Israel, han manifestado su solidaridad con Palestina.

La naturaleza política del Estado de Israel observa un tipo de régimen parlamentario pero fuertemente determinado por la existencia de lobbies, principalmente vinculados al poderoso complejo militar-industrial; la influencia de los colonos en los territorios ocupados (Gaza, Cisjordania, Altos del Golán y sur del Líbano), cuyos movimientos políticos son básicamente ultraderechistas y nacionalistas; y la diáspora judía, principalmente la existente en Europa, EEUU y Magreb.

Así, el carácter laico del Estado es cada vez más erosionado por el aumento de fuerzas ultrarreligiosas mesiánicas. El sionismo se está transformando de un movimiento laico y comunitario de tintes socialistas a una plataforma dominada por sectores ultranacionalistas y religiosos mesiánicos en la que Netanyahu se ha convertido en su principal aglutinador a través de la idea del «Gran Israel».

La complejidad del mosaico étnico israelí, en la que conviven judíos, árabes, palestinos, cristianos armenios, arameos, drusos y otras minorías étnicas y religiosas, ha dado paso igualmente a una especie de «racismo institucionalizado» no sólo hacia los no judíos sino también hacia miembros de esta comunidad provenientes de países árabes y africanos, especialmente Sudán, Somalia y Etiopía. En los debates parlamentarios en la Knesset se han observado situaciones rayanas en el autoritarismo más rancio y el desprecio por el disenso, con diputados israelíes y árabe-israelíes expulsados del hemiciclo por criticar la guerra en Gaza y el trato hacia los palestinos.

Dentro de esta deriva ultranacionalista y religiosa que se acopla al carácter militarista del Estado israelí (el servicio militar es obligatorio mientras existe un ejército de reservistas igualmente influyente en la política), los ataques iraníes han provocado que miles de israelíes huyan del país, incluso con pretensiones de no regresar a un «nuevo Israel» del cual ellos mismos aseguran ya no reconocen. Así, el miedo social podría derivar en otro dilema existencial que ponga en duda la pretendida fortaleza de los cimientos del Estado israelí.

Diversas voces vienen igualmente denunciando que esta deriva autoritaria e intransigente podría estar instrumentalizando una especie de «teocracia sionista», un émulo no muy diferente por cierto de la naturaleza del régimen político que permanece en el poder en Teherán desde 1979. Así, y a pesar de las pretensiones de Netanyahu y Trump por derribarlo, el giro político que está tomando Israel pareciera levemente asimilarse al de su eterno enemigo iraní.

 

* Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), Magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Colaborador en think tanks y medios digitales en España, EE UU y América Latina. Analista Senior de la SAEEG.

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WASHINGTON ENTRE TEL AVIV Y TEHERÁN: LA POLÍTICA EXTERIOR DE EE.UU. ANTE LA GUERRA

Mateo Patelli*

Introducción

«En el mundo anárquico del sistema internacional, es mejor parecerse a Godzilla que a Bambi».

John Mearsheimer

 

T. S. Eliot escribió alguna vez «el mundo no terminará con un estruendo, sino con un gemido». Pero en los márgenes ardientes del Medio Oriente, el gemido y el estruendo parecen confundirse en un mismo eco. Desde la academia se han ensayado múltiples intentos por explicar la pugna —casi teológica— entre Israel e Irán. Sin embargo, muchas de esas interpretaciones tienden a agotarse en lecturas ideológicas antes que estructurales, más preocupadas por imputaciones morales que por desentrañar los equilibrios de poder y las lógicas de interés que configuran el sistema internacional.

En ese panorama, sobresale una obra que, pese a su escasa presencia en las cátedras de política internacional, ha provocado un profundo debate en la academia y los círculos de formulación de política exterior: The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy, escrita por John Mearsheimer y Stephen Walt. En la misma los autores ―referentes de la escuela neorrealista― desandan los hilos del paternalismo automático de los Estados con su par israelí y buscarán dar respuesta a una de las preguntas más inquietantes de la política mundial contemporánea: ¿por qué Estados Unidos mantiene un apoyo incondicional hacia Israel, incluso cuando dicho vínculo parece contradecir sus intereses estratégicos más amplios?

La guerra entre Israel e Irán devuelve a primer plano las tesis centrales de dicha obra publicada en 2006, al reavivar interrogantes sobre el verdadero alcance del alineamiento estratégico entre Washington y Tel Aviv. En un escenario atravesado por una peligrosa escalada regional, la intervención ―ya sea directa o por interpósitos actores― de Estados Unidos parece responder menos a un cálculo racional de intereses nacionales que a la persistencia de una alianza profundamente enraizada en factores culturales, políticos y lobbies domésticos. Mearsheimer y Walt anticiparon precisamente este tipo de dinámicas: una política exterior condicionada no solo por las exigencias del realismo clásico, sino por la influencia persistente de un entramado de actores con capacidad de incidir en la toma de decisiones del Congreso, el Ejecutivo y los medios de comunicación estadounidenses.

La guerra no solo confirma aquel diagnóstico, sino que lo intensifica y lo proyecta sobre nuevas coordenadas geopolíticas. En un escenario internacional que pensadores como Aleksndr Dugin han caracterizado como el advenimiento de un «mundo multipolar», la escalada bélica ha reactivado ―contra lo que suele asumirse en los análisis convencionales― los impulsos mesiánicos de Washington en las tierras santas de Oriente Próximo. Estos impulsos, de raigambre histórica y cultural, aparecen precisamente en el momento en que Estados Unidos se enfrenta a una redefinición estratégica de su rol global, alimentando una tensión constitutiva entre su legado hegemónico y la pretensión, al menos declarativa, de contención geopolítica.

Este dilema encuentra una expresión particularmente nítida en el interior del universo ideológico del trumpismo. El repliegue estratégico de los Estados Unidos respecto del orden liberal internacional forjado tras la Segunda Guerra Mundial constituyó, sin lugar a duda, la promesa más audaz ―y acaso la más coherente― del proyecto político de Donald Trump en su regreso a la Casa Blanca. Esta agenda contó con un respaldo sólido por parte del núcleo duro del nuevo Partido Republicano, representado por figuras como Steve Bannon, así como por corrientes conservadoras de orientación aislacionista, encarnadas en referentes como Peter Navarro o Tulsi Gabbard. Incluso Elon Musk, entonces un actor clave dentro del ecosistema trumpista, desempeñó un rol significativo en la reconfiguración de la proyección internacional estadounidense, al promover el desmantelamiento de buena parte de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), lo que derivó en el cierre de aproximadamente el 83 % de sus programas de asistencia exterior.

La esperada restricción de la política intervencionista de los Estados Unidos en los asuntos mundiales, sin embargo, se enfrenta hoy a una encrucijada tan decisiva como incómoda. La política exterior del trumpismo oscila entre dos impulsos en abierta tensión: por un lado, la voluntad declarada de desinversión militar en escenarios de conflicto crónico como Medio Oriente; por el otro, la persistencia de una retórica beligerante, muchas veces alentada por la presión de aliados estratégicos de Israel profundamente insertos en los engranajes del sistema político estadounidense.

No obstante, a medida que se intensifica la estrategia de guerra preventiva emprendida por Israel ―justificada en el presunto desarrollo de capacidades nucleares por parte de la teocracia iraní―, los Estados Unidos parecen cada vez más cerca de reinsertarse activamente en el complejo y volátil tablero de Medio Oriente. Al momento de redactar este artículo, el presidente Donald Trump ha confirmado el bombardeo con aviones B2 de tres instalaciones nucleares iraníes ubicadas Fordo, Natanz e Isfahan, lo que sugiere una posible escalada del involucramiento estadounidense en el conflicto. Esta inclinación responde en parte a la inercia histórica de su rol como potencia hegemónica; sin embargo, las profundas fracturas internas que atraviesan su política exterior dotan de incertidumbre y ambivalencia a cada decisión. El dilema excede con creces el plano estrictamente militar: lo que se encuentra en disputa es, en última instancia, la arquitectura misma del orden internacional. En este contexto, se vuelve cada vez más evidente la contradicción estructural que aqueja al poder estadounidense: una potencia que aspira a sostener su liderazgo global mientras, simultáneamente, ensaya formas de repliegue estratégico frente al ascenso chino, en un intento por recomponer su fuerza desde adentro.

A los fines de vislumbrar los horizontes estratégicos, me propongo delinear al menos tres niveles de análisis que permitan una aproximación al laberinto en el que hoy se debate la proyección global del poder estadounidense.

Capas del poder: una anatomía del laberinto estratégico de Estados Unidos

El primer nivel de análisis remite a la dinámica interna de la agenda pública en los Estados Unidos. Desde una perspectiva neorrealista, resulta central observar cómo los factores domésticos ―tradicionalmente considerados secundarios en el análisis estructural del sistema internacional― pueden condicionar de manera significativa la conducta externa de una superpotencia. Tal como sostienen John Mearsheimer y Stephen Walt, la arquitectura institucional del régimen político estadounidense ―caracterizada por una división de poderes robusta, un federalismo competitivo y una notable apertura a la influencia de actores no estatales― configura un entorno especialmente receptivo a la acción de grupos de presión.

En este marco, los intereses organizados cuentan con múltiples vías para incidir en el proceso de formulación de políticas exteriores: desde el cabildeo directo sobre legisladores y funcionarios del Ejecutivo, hasta el financiamiento de campañas, la movilización electoral o las estrategias de modelado de la opinión pública. Esta influencia se vuelve decisiva cuando el grupo movilizado se compromete con una causa específica que no despierta una atención proporcional por parte de la ciudadanía general. En tales escenarios, los responsables políticos tienden a responder a las demandas del sector más activo, seguros de que el electorado mayoritario no impondrá un castigo político.

En este contexto, el israel lobby no se distingue por prácticas conspirativas ―como postulan algunos discursos antisemitas―, sino por su eficacia organizativa y estratégica. Su lógica operativa no difiere sustancialmente de la de otros grupos de presión sectoriales o identitarios; su excepcionalidad reside en su capacidad para construir consensos bipartidarios, movilizar recursos a gran escala y asegurar un alineamiento sostenido entre los intereses israelíes y la política exterior de Washington. Esta eficacia se ve amplificada por la ausencia de un contrapoder proárabe de escala comparable que pueda equilibrar el debate o disputar el sentido común en los ámbitos legislativo y mediático.

La consecuencia de este desequilibrio no es menor: la centralidad de la causa israelí en la política exterior de Washington ha devenido en una forma de paternalismo diplomático que, lejos de obedecer a una lógica de intereses estratégicos estrictamente definidos, parece responder a un patrón de compromisos automáticos. Esta dinámica, argumentan Mearsheimer y Walt, erosionan la capacidad de cálculo racional de la política exterior estadounidense, dado que el respaldo sistemático al Estado de Israel no ha redundado, en términos empíricos, en beneficios tangibles o sostenibles para los intereses nacionales de Estados Unidos. Por el contrario, ha contribuido en muchos casos a comprometer su legitimidad internacional, deteriorar sus relaciones con el mundo árabe y arrastrarlo a conflictos de baja rentabilidad geopolítica. En última instancia, se trata de una anomalía sistémica que socava la racionalidad estructural que el realismo pretende preservar en el análisis de la política internacional.

El respaldo sistemático al Estado de Israel configura lo que podría denominarse un proceso de securitización selectiva, en el que ciertos intereses particulares son elevados al estatus de amenazas existenciales para el conjunto del sistema político. Esta lógica, conceptualizada por Barry Buzan y los teóricos de la Escuela de Copenhague, permite comprender cómo intereses privados o sectoriales pueden desplazar la agenda de seguridad nacional a través de prácticas discursivas y presión institucional.

Robert Gilpin advierte que los sistemas internacionales tienden a entrar en crisis cuando las potencias dominantes, en lugar de ajustar sus compromisos a su poder real, adoptan agendas que comprometen su estabilidad y aceleran su declive. En este sentido, el alineamiento automático con Israel no parece obedecer a un cálculo estratégico basado en la maximización del poder relativo, sino a una forma de captura institucional que distorsiona el equilibrio entre intereses globales y presiones domésticas.

La magnitud del respaldo estadounidense a Israel ilustra empíricamente esta anomalía. Desde la guerra de octubre de 1973, Washington ha proporcionado a Israel un nivel de apoyo que supera con creces al destinado a cualquier otro Estado. Desde 1976 ha sido el principal receptor anual de asistencia económica y militar directa, acumulando —solo hasta 2004— más de 140 mil millones de dólares (a valores constantes), lo cual representa aproximadamente una quinta parte del presupuesto de ayuda exterior de Estados Unidos. A modo ilustrativo, esta transferencia equivale a cerca de 3 mil millones de dólares anuales, o unos 500 dólares por ciudadano israelí, a pesar de que Israel es una economía avanzada, con un ingreso per cápita comparable al de países como Corea del Sur o España.

La Primera Guerra del Golfo (1990–1991) reveló hasta qué punto Israel se estaba convirtiendo en una carga estratégica: Washington no podía utilizar bases israelíes sin arriesgar la cohesión de la coalición árabe contra Irak, y se vio obligado a desviar recursos ―como baterías de misiles Patriot― para evitar una reacción unilateral de Tel Aviv que pudiera desestabilizar la alianza. La situación se repitió en 2003. Aunque Israel presionaba por una intervención estadounidense en Irak, el presidente George W. Bush no podía aceptar públicamente su colaboración militar sin provocar una reacción adversa en el mundo árabe. En consecuencia, Israel se mantuvo al margen una vez más, evidenciando que su involucramiento directo podía restar más de lo que sumaba en términos de capital diplomático.

En segundo término, las disputas internas que atraviesan al universo ideológico del trumpismo configuran un escenario particularmente complejo para el ejercicio del liderazgo presidencial. Esta tensión fue advertida tempranamente por el filósofo ruso Aleksandr Dugin en The Trump Revolution, donde esboza tres grandes incertidumbres que marcarían el rumbo de la nueva era inaugurada por la irrupción de Donald Trump. Si bien el análisis de Dugin merecería un tratamiento específico en otro trabajo, resulta pertinente señalar que una de esas incertidumbres alude, precisamente, a la fragilidad estructural del liderazgo trumpista y a la encrucijada histórica del movimiento Make America Great Again (MAGA).

En el interior del movimiento MAGA pueden identificarse al menos dos niveles de conflicto ideológico que estructuran su dinámica interna y condicionan sus márgenes de proyección estratégica.

    • En un primer nivel, se evidencia una fractura doctrinaria entre dos grandes corrientes: por un lado, la derecha tecno-optimista, asociada a una visión postnacional, disruptiva e impulsada por la innovación tecnológica, representada emblemáticamente por figuras como Elon Musk; por el otro, la derecha tradicionalista, nacionalista y antiprogresista, encarnada por Steve Bannon y por sectores del paleoconservadurismo cristiano.
    • En un segundo plano analítico, emerge una tensión de naturaleza geopolítica más profunda: la histórica contraposición entre intervencionismo y aislacionismo, dos corrientes que han moldeado la tradición republicana desde los inicios del siglo XX. Mientras que el intervencionismo ―representado históricamente por figuras como Lindsey Graham, George W. Bush o John McCain― postula una proyección global activa, legitimada por imperativos de seguridad y una vocación universalista de cuño wilsoniano, el aislacionismo ―cuyo referente paradigmático puede hallarse en Ron Paul― defiende una retirada selectiva del escenario internacional.

Sin embargo, la estrategia de política exterior impulsada por la administración Trump desborda esta dicotomía tradicional. En efecto, su primer mandato (2017–2021) articuló una praxis de repliegue estratégico, que no se inscribe ni en el aislacionismo clásico ni en el intervencionismo hegemónico. Ejemplos como la reducción sustancial de tropas en Afganistán o la apertura de un canal diplomático sin precedentes con Corea del Norte ilustran este giro: un desplazamiento desde el universalismo liberal hacia una racionalidad geopolítica transaccional, donde las alianzas se subordinan a la reciprocidad material y los compromisos se renegocian bajo una lógica de costo-beneficio.

En términos prospectivos, la proyección discursiva del trumpismo durante su segunda gestión tiende a profundizar esta orientación. Su narrativa exhibe un desapego creciente respecto del andamiaje institucional del orden liberal internacional, gestado en los acuerdos de Bretton Woods y sostenido por organismos multilaterales como las Naciones Unidas, el FMI o la OTAN. Desde esta perspectiva, el liderazgo estadounidense en ese orden ya no es percibido como un activo estratégico, sino como una carga onerosa que compromete los intereses vitales de la nación. Lejos de reproducir la doctrina wilsoniana de expansión democrática y gobernanza global, el trumpismo postula una reconfiguración profunda del rol de Estados Unidos en el sistema internacional, centrada en tres pilares: la primacía del interés nacional como principio rector, una desconfianza estructural hacia las instituciones multilaterales y una lógica transaccional en las relaciones exteriores.

Sin embargo, esta estrategia de repliegue selectivo y recentramiento soberano encuentra hoy, ante la intervención estadounidense en Irán, un quiebre significativo. La creciente presión ejercida por sectores favorables a la defensa irrestricta de Israel mina toda posibilidad de sostener una política exterior plenamente coherente con los postulados no intervencionistas que ciertos sectores del trumpismo ―incluso Trump mismo― ha reivindicado.

En efecto, en el marco de esta reconfiguración doctrinaria, la cuestión israelí no remite a un cuerpo ideológico unificado, sino que revela un clivaje interno persistente. Aunque el respaldo a Israel ha constituido, durante décadas, un punto de convergencia bipartidista dentro del establishment político estadounidense, el trumpismo ha introducido una fractura relevante en esa tradición. En su seno coexisten ―en tensión permanente― dos vertientes claramente diferenciadas: por un lado, una corriente nacionalista de orientación no intervencionista, escéptica de todo tipo de proyección militar exterior, crítica del gobierno israelí y partidaria de una geopolítica centrada en el repliegue soberano; por el otro, una facción evangélico-sionista, estrechamente alineada con los intereses del Estado de Israel, al que no solo consideran un socio estratégico en Medio Oriente, sino también un actor providencial dentro de una narrativa teológico-mesiánica de matriz milenarista. Mearsheimer y Walt en su libro advertían sobre este tipo de interpretación escatológica del cristianismo evangélico sobre Israel. Los autores incluso citan una declaración de Benjamin Netanyahu, quien en 2005 sostuvo que los «cristianos sionistas serían los mejores aliados de Israel en el futuro».

Esta fisura doctrinaria se manifestó con particular nitidez en una entrevista reciente protagonizada por Tucker Carlson ―ex comentarista de Fox News y figura central del ecosistema mediático conservador― y el senador Ted Cruz, uno de los portavoces más vehementes del alineamiento proisraelí en el seno del Partido Republicano. El intercambio, de tono frontal desde sus primeras líneas, puso en evidencia la profundidad del desacuerdo:

«Usted ha apoyado un cambio de régimen en Irán, no sólo la eliminación de instalaciones nucleares. ¿Cómo luciría ese cambio?», preguntó Carlson.

A lo que Cruz respondió sin ambages:

«Alguien más a cargo. A Estados Unidos le va mejor con un país que tenga un líder que quiera ser nuestro amigo, no uno que quiera matarnos.»

Este episodio no solo visibiliza el clivaje interno que atraviesa al trumpismo en relación con la política hacia Medio Oriente, sino que también expone las crecientes dificultades para articular un consenso sostenido dentro del Partido Republicano en torno al lugar estratégico que debe ocupar Israel en el diseño de la política exterior estadounidense.

Más allá del caso puntual, el intercambio evidencia la tensión estructural entre dos concepciones antagónicas del orden global: una, centrada en la defensa de un sistema internacional moldeado a imagen de los intereses estratégicos estadounidenses; otra, cada vez más inclinada a desmontar ese mismo orden en nombre de la autonomía soberana, el bilateralismo selectivo y la contención del sobreextensión imperial.

La guerra en curso reactualiza ―de forma tan paradójica como sintomática― las tensiones latentes en el mainstream de la política exterior estadounidense y, al mismo tiempo, revive los viejos reflejos ideológicos del neoconservadurismo articulado durante la administración de George W. Bush. Lejos de constituir un fenómeno marginal, este retorno discursivo y doctrinario sugiere la persistencia de una matriz intervencionista que, si bien fue desacreditada tras los fracasos en Irak y Afganistán, conserva una capacidad latente de reorganización ante contextos de crisis internacional.

En este marco, incluso las recientes declaraciones del senador Ted Cruz evocan los postulados más duros de aquella doctrina. Su apelación a un «cambio de régimen» en Irán remite a la lógica transformacional que estructuró la visión estratégica de figuras como Paul Wolfowitz, quien en plena efervescencia post-11S llegó a afirmar que «tiene que haber un cambio de régimen en Siria», o de Richard Perle, quien declaró a un periodista que se podía enviar un mensaje breve, de dos palabras, a otros regímenes hostiles de Medio Oriente: «Son los siguientes».

Donald Trump está, sin lugar a duda, en el epicentro de esta encrucijada geopolítica. El día posterior al 16 de junio ―fecha que marcó el inicio de las hostilidades israelíes contra objetivos iraníes―, su equipo de campaña emitió un comunicado en el que se aclaraba que los Estados Unidos no habían dado su consentimiento a dicha operación militar. Apenas 48 horas más tarde, el propio Trump rechazó públicamente el plan presentado por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para ejecutar un ataque selectivo contra el ayatolá Alí Khamenei, dejando en evidencia la ambigüedad ―y, en cierto sentido, la fragilidad― de su posicionamiento frente a la cuestión iraní.

El posicionamiento de Trump en la región ha experimentado incluso un quiebre respecto a su primer mandato. En 2018 ordenó la retirada de las tropas estadounidenses de Siria, lo que provocó la renuncia de su secretario de Defensa, James Mattis, quien se opuso a dicha decisión, considerando que dejaba a los aliados kurdos en una situación vulnerable y debilitaba la postura de Estados Unidos frente a Rusia e Irán. Si bien el trumpismo se ha inclinado hacia un repliegue estratégico, al menos en comparación con las administraciones anteriores, su intervención en Irán marca una clara desviación de esa tendencia. Este episodio cristaliza con nitidez el dilema político y geoestratégico que enfrenta el expresidente: Trump oscila entre su impulso por desmarcarse del intervencionismo tradicional y las exigencias de una política exterior que continúa operando bajo coordenadas estructurales de hegemonía.

Por último, el factor estratégico a nivel sistémico. Un incremento de la intervención estadounidense en un conflicto abierto entre Israel e Irán tendría implicancias que trascienden lo regional, reconfigurando potencialmente las coordenadas del sistema internacional. En un escenario caracterizado por una transición hegemónica incipiente, tal como ha sido conceptualizado por el político chino Shiping Tang ―uno de los referentes teóricos del neorrealismo defensivo― las potencias dominantes tienden a interpretar las crisis regionales no como episodios aislados, sino como expresiones sintomáticas de un orden en declive. Esta percepción suele inducir respuestas sobredimensionadas ―intervenciones de alta intensidad o compromisos desproporcionados― que, lejos de consolidar su primacía, aceleran el desgaste de sus capacidades materiales y simbólicas. Es lo que Organsky denomina el síndrome de la sobrerreacción sistémica: una tendencia de las potencias declinantes a actuar de forma excesiva frente a amenazas percibidas, a menudo incentivadas por presiones internas o alianzas estratégicas asimétricas.

La reciente operación militar ordenada por la administración Trump puede ser interpretada como una victoria pírrica del lobby israelí y de las corrientes intervencionistas que aún persisten en el aparato gubernamental estadounidense. Esto supone, en esencia, una colusión entre el primer aparataje ideológico del trumspimo respecto a Irán, y los sectores neoconservadores que aún conviven en tensa relación con el nuevo Grand Old Party. Si bien representa una concesión simbólica a las presiones crecientes por adoptar una postura más agresiva frente a Irán, sus efectos estratégicos son, en el mejor de los casos, limitados, y refuerzan la imagen de una potencia atrapada entre compromisos contradictorios y presiones exógenas.

No se trata, en modo alguno, de una alarma novedosa. Desde al menos 2003, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu ha sostenido reiteradamente que Irán se encuentra «a pocos pasos» de adquirir capacidad nuclear. Más de dos décadas después, la insistencia en esa inminencia plantea legítimas dudas respecto de la veracidad o al menos la proporcionalidad de dichas afirmaciones. Esta estrategia de sobredramatización no solo ha buscado movilizar apoyos diplomáticos, sino que también ha servido como herramienta para justificar una agenda regional agresiva por parte del Estado israelí.

El renovado envalentonamiento de Israel ha venido acompañado de un activismo intensificado del lobby proisraelí en Estados Unidos, particularmente en torno a la necesidad de frenar ―por medios coercitivos si es necesario― el avance del programa nuclear iraní. Sin embargo, pese al cúmulo de medidas adoptadas ―incluyendo sanciones multilaterales, ciberoperaciones como el ataque con Stuxnet, y diversas iniciativas diplomáticas fallidas―, la política exterior estadounidense ha cosechado logros escasos y fragmentarios. Teherán, lejos de ceder ante la presión, ha mostrado una voluntad sostenida de desarrollar sus capacidades nucleares, articulando dicho proceso dentro de una estrategia de disuasión racional frente a un entorno regional crecientemente hostil. A fin de cuentas, lejos de desalentar el comportamiento revisionista de Irán, la presión unilateral de los Estados Unidos ha consolidado su percepción de vulnerabilidad estratégica, reforzando los incentivos internos para la nuclearización.

Podría sostenerse que el Estado de Israel y su red de apoyos en Washington no han sido los únicos factores determinantes de la política estadounidense hacia Irán, dado que existen razones estructurales para que Estados Unidos busque impedir la nuclearización de la República Islámica. En efecto, el control de la proliferación ha sido históricamente un eje central de la estrategia de seguridad nacional estadounidense. Sin embargo, incluso concediendo ese punto, debe reconocerse que las ambiciones nucleares de Irán no constituyen, en términos estrictamente estratégicos, una amenaza directa para la seguridad continental de Estados Unidos. A lo largo del siglo XX, Washington ha aprendido a coexistir ―aunque con tensiones― con potencias nucleares de mucho mayor envergadura e ideología hostil, como la Unión Soviética o la República Popular China. Incluso en el caso de Corea del Norte, cuya retórica beligerante excede ampliamente la de Irán, la disuasión mutua ha logrado evitar una conflagración abierta.

Desde esta perspectiva, resulta verosímil suponer que, en ausencia del lobby, la política exterior estadounidense hacia Irán sería sustancialmente más moderada. El enfrentamiento persistente, la retórica maximalista y, sobre todo, la posibilidad de contemplar una guerra preventiva, difícilmente serían opciones serias sin la presión sostenida ejercida por este entramado de actores que operan tanto en el Congreso como en la opinión pública, los medios y los organismos de seguridad.

No resulta sorprendente, por ende, que tanto Israel como sus aliados dentro del sistema político estadounidense aspiren a que Estados Unidos se haga cargo de las principales amenazas percibidas por la seguridad israelí. Si sus esfuerzos por moldear la política exterior estadounidense resultan exitosos, los rivales estratégicos de Israel ―como Irán, Hamas o incluso sectores del aparato estatal sirio― serán debilitados o directamente eliminados, allanando el camino para que Tel Aviv consolide su hegemonía regional y expanda unilateralmente sus márgenes de acción en los territorios palestinos, sin enfrentar presiones diplomáticas significativas.

La conclusión es más que clara. Estados Unidos está asumiendo, al momento, no sólo la responsabilidad de la ofensiva militar, sino también los costos políticos de una nueva intervención. Incluso si ese objetivo no se cumple plenamente ―es decir, aunque Washington no logre una reconfiguración integral de Medio Oriente a imagen y semejanza del statu quo deseado por Israel―, el balance seguiría siendo aceptable para Tel Aviv: la protección del escudo militar estadounidense y el mantenimiento de su superioridad cualitativa frente a cualquier adversario regional están, en última instancia, garantizados por la alianza estratégica con la superpotencia, no por su propia supervivencia.

Este no sería, sin duda, el escenario ideal para los sectores más maximalistas, pero sigue siendo preferible a una alternativa en la que Estados Unidos decidiera distanciarse de la agenda de seguridad israelí o utilizar su peso diplomático para presionar a Israel a alcanzar un acuerdo duradero con los palestinos. En ese eventual viraje, el Estado israelí no sólo perdería margen de maniobra geopolítica, sino que quedaría expuesto a mayores costos reputacionales, estratégicos y normativos ante la comunidad internacional.

En definitiva, la política exterior estadounidense atraviesa una fase crítica de dispersión estratégica, donde la superposición de frentes ―Europa del Este, Medio Oriente, Indo-Pacífico― ha puesto en jaque la posibilidad misma de sostener, como señala Posen, una grand strategy coherente. En 2023 John Mearsheimer advirtió, durante una conferencia ofrecida en el Center for Independent Studies, que el principal desafío geopolítico que enfrenta Estados Unidos no proviene ni de Moscú ni de Teherán, sino del ascenso sostenido de China. En este sentido, resulta revelador el planteo del académico chino Zhang Yunling, quien sostiene que «las restricciones externas ―siempre que no conduzcan a la confrontación directa ni busquen la destrucción de China― pueden resultar, en realidad, beneficiosas para nuestro país».

«American grand strategy is losing focus», dijo Mearshimer en 2023. Siguiendo aquel diagnóstico, la persistente implicación de Washington en conflictos periféricos ―ya sea en Ucrania o en Medio Oriente― dificulta el necesario pivote hacia Asia y erosiona la capacidad estadounidense de ejercer un liderazgo global racional y focalizado.

La intervención actual en el conflicto entre Israel e Irán se inscribe en esta deriva. Aunque Israel haya empujado a Estados Unidos hacia una escalada, lo cierto es que Washington también comparte un interés estructural en mantener a Irán debilitado. Pero de ahí no se sigue que una estrategia de cambio de régimen sea funcional a los intereses estadounidenses. En efecto, si el régimen iraní concibe ―como probablemente lo haga― que su supervivencia depende del desarrollo de un arsenal nuclear, una política de presión maximalista podría precipitar exactamente lo que busca evitar: la radicalización del sistema político iraní, la regionalización del conflicto y una dinámica de disuasión asimétrica, similar a la que hoy representa Corea del Norte. En términos simples: el desarme es un suicidio y sobrevivir significa mantenerse armado hasta los dientes. 

Reflexiones finales

En 2012, pocos meses antes de su muerte, Kenneth Waltz ―el padre fundador del neorrealismo estructural― publicó un artículo provocador en Foreign Affairs titulado «Why Iran Should Get the Bomb». Allí sostenía, en abierta disonancia con el consenso predominante, que un Irán nuclear no constituiría una amenaza para la estabilidad regional, sino más bien sería un factor de equilibrio. Su argumento era tan simple como subversivo: la proliferación, lejos de ser inherentemente desestabilizadora, podía generar una relación de disuasión mutua que inhibiera conductas aventureras. En otras palabras, el verdadero peligro no residía en que Irán adquiriera capacidades nucleares, sino en que se le negara ese derecho en un entorno donde sus rivales ―como Israel― ya poseen ese tipo de armamento.

Como advertía Waltz:

«Lo más importante es que los formuladores de políticas públicas y los ciudadanos del mundo árabe, de Estados Unidos, de Europa y de Israel deben tener el consuelo de que la historia ha demostrado que ahí donde surgen las capacidades nucleares, también surge la estabilidad. Ahora más que nunca, cuando se trata de armas nucleares, más puede ser mejor».

El verdadero dilema, entonces, no radica en el potencial armamentístico de Irán, sino en la negativa occidental a aceptar un nuevo equilibrio regional. Cuando Israel adquirió la bomba en la década de los sesenta, se encontraba en guerra con muchos de sus vecinos. Sus armas nucleares eran una amenaza mucho mayor para el mundo árabe que la que representa el programa de Irán hoy en día. En ese marco, si Washington persiste en una estrategia punitiva, sincronizada con la lógica preventiva que anima la ofensiva israelí, y avala ―aunque sea de manera implícita― una escalada progresiva sobre territorio iraní, incluso de baja intensidad en las próximas semanas, corre el riesgo de convertirse, una vez más, en el garante involuntario de los intereses de un aliado cuyo horizonte estratégico no necesariamente se alinea con los objetivos estructurales de Estados Unidos.

El resultado sería, así, una paradoja estratégica: mientras Israel avanza en la eliminación de sus amenazas inmediatas, Estados Unidos asume los costos globales de una confrontación prolongada en un teatro que no es prioritario. El alto al fuego vigente al terminar esta nota no cambia las capas geológicas que moldean la política exterior estadounidense, al menos en el corto-mediano plazo. En un escenario de transición hegemónica y multipolaridad creciente, donde cada recurso cuenta, este desvío no solo revela una pérdida de enfoque, sino una erosión profunda del juicio estratégico. La historia sugiere que las grandes potencias no suelen caer por debilidad, sino por agotamiento. Tal vez ese sea su destino: no sucumbir por lo que las supera, sino por olvidar lo que las sostiene.

 

* Estudiante avanzado de la Licenciatura en Relaciones Internacionales. Alumni del Programa virtual para el Fortalecimiento de la Función Pública en América Latina de la Fundación Botín y del Programa «Estados Unidos en el Siglo XXI» de la UCA. Coordinador del Instituto de Análisis Políticos y Electorales.

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