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Difíciles momentos vive nuestra querida Patria

La vida no vale la pena si no es para quemarla al servicio de una empresa grande.

José Antonio

Difíciles y complicados son los momentos que le toca vivir a nuestra querida Patria; el espectro político muestra más de lo mismo, lo mismo que ha mostrado las últimas cuatro décadas, políticas que sumergen nuestra Nación cada vez más, derrotero que no lleva más que al naufragio. Destruido está el tejido social, se han perdido los valores, desaparece la moral que nos inculcaron nuestros mayores apoyado por políticas gubernamentales y cada vez se nota con mayor claridad que la única salida es Nacionalismo… o más de lo mismo”.

Seguimos a la espera de la conformación de un movimiento nacionalista que nos contenga a todos los que ansiamos ver a nuestra querida Argentina nuevamente de pie y entre las grandes naciones del mundo, como merecemos, por historia y por recursos. Seguimos a la espera del líder que rompa con la estructura de la antigua-actual política.

Los movimientos nacionales tienen un contenido mucho más profundo, que está por encima de la forma del Estado que eligen en un momento dado para expresar sus ideales políticos. Lo que hace distinguir un movimiento nacional de un partido político es la perspectiva ideológica por la cual se afirma en la vida pública. Un partido político desarrolla su actividad conforme a un programa; un movimiento posee algo más que un programa: posee una doctrina. Los programas de los partidos contienen sin duda ciertas ideas que, con algo de benevolencia, pudieran ser llamadas también doctrinas. Pero analizando el contenido ideológico de los partidos políticos comprobamos que está relacionado estrictamente con lo contingente, con lo inmediato, que no sobrepasa la actualidad político-administrativa del Estado. Falta en los programas de los partidos la parte de la concepción, de la creación política. Falta la «gran política», la visión histórica de la nación.

Los partidos se benefician de una situación doctrinaria ya establecida. Los grandes principios políticos —que son los mismos para todos los partidos— no interesan ya a sus dirigentes. Recuerdan aquellos principios solamente en las ocasiones solemnes. Por eso los partidos políticos, a pesar de la enemistad que muestran unos contra otros delante del público, no representan en el fondo más que unas variantes de la misma mentalidad política. Sus divergencias son secundarias, porque no tienen como base divergencias ideológicas. Sus doctrinas no difieren unas de otras o, mejor dicho, no poseen doctrina alguna.

Un movimiento de integración nacional aparece cuando una nación está invadida por inquietudes espirituales. La situación doctrinal existente no satisface ya a la nueva generación. Esta empieza a distanciarse de la manera de pensar del personal político del país. La atmósfera pública le parece irrespirable. Busca otra salida, una evasión, una nueva orientación, sin saber concretamente lo que quiere. Cualquier movimiento comienza con una agitación nebulosa de la nueva generación, con una revuelta creciente contra el conformismo del pensamiento de los que detentan el poder. Se llama «movimiento» porque es el resultado de un «movimiento», de una vibración del alma. Su centro de gravedad se halla en el alma, no es el resultado de unos descontentos políticos pasajeros. Las almas se alejan de la mentalidad dominante en la clase dirigente para buscar su propio camino. Entre la antigua y la nueva generación se produce un divorcio espiritual. Para esta generación el llamamiento de la Patria tiene otra significación, asciende hacia otra altitud histórica.

El estallido de un movimiento no es el resultado de un plan, de una deliberación, de un acuerdo entre varios individuos. En sus orígenes no existe nada premeditado. El impulso para la constitución de un movimiento sube de las profundidades del ser nacional. En los primeros brotes de un movimiento encontraremos siempre la reacción instintiva de un pueblo ante el peligro que le amenaza. La nueva generación es más sensible ante este peligro porque tiene la vida por delante. Por eso encontraremos siempre a la juventud al frente de todos los movimientos de resurgimiento nacional. Una nación cuya juventud es apática e indiferente delante de los grandes problemas nacionales, delante de los problemas que le plantea el tiempo en que vive, es una nación sin porvenir.

En esta fase, el movimiento no representa todavía un valor político. Es una ola de agitación turbia, una convulsión del organismo nacional. Para ganarse el derecho de ciudadanía en la Historia, tiene que sobrepasar esta fase infantil, definiendo sus objetivos. La suerte de un movimiento popular depende siempre de la aparición de una personalidad excepcional, capaz de clarificar las, aspiraciones confusas de sus contemporáneos. Un fundador de movimiento no crea ese estado de espíritu que está en la base de ese movimiento. Él capta solamente la efervescencia revolucionaria de su época y la dirige en un sentido constructivo. Cava un cauce al tumulto de las pasiones. Clarifica las inquietudes espirituales de una nación, tanto en el campo de las ideas políticas como en el de la acción política: elabora una doctrina y crea el cuadro político destinado a orientar las energías nacionales. José Antonio y Corneliu Codreanu han aparecido en circunstancias históricas análogas. Cada uno ha sido llamado por el destino a resolver una situación revolucionaria en su patria, y cada uno ha cumplido con intachable lealtad este papel histórico. Gracias a su poder creador han transformado el dinamismo confuso de una generación en un movimiento coherente y consciente de sus responsabilidades. Ellos han estilizado estos movimientos, han cincelado su personalidad y les han dotado de una cadencia histórica. Los han elevado al rango de entidades políticas.

Horia Sima 

(político rumano, 1906 – 1993)

Conocí su figura allá por los años 80’s y hasta la época actual no había podido acceder a un lugar de paridad con los políticos convencionales, pero hoy, “Kalki” tiene las posibilidades de concretar un movimiento nacional como nuestra Patria está necesitando. Hay quienes se llaman “patriotas” y “nacionalistas” y enarbolan una bandera liberal desde lo económico, pregunto y me pregunto:  ¿Cómo puede esto ser posible?.

Pero, ¿qué estaríamos necesitando en este bendito país?, ni más ni menos que orden, cumplimiento de las leyes, aniquilación del narcotráfico, parar en seco a la delincuencia, que el delincuente viva encerrado y con miedo y no nosotros. Un plan económico pensado para Argentina y los argentinos. Que los extranjeros delincuentes sean deportados inmediatamente y los coterráneos encerrados o ejecutados según la gravedad del delito. Una política exterior nacionalista, recupero del territorio entregado por políticos cipayos. Recupero del tren y una mejor planificación del transporte público, y un sinfín de detalles que tiendan a poner a nuestra Argentina de pie.

Somos muchos los que esperamos con ansias alguien que tome el toro por las astas.

¡Es hora de hacer tronar el escarmiento!

Cristo aborrece la cobardía en el cristiano porque arguye falta de fe. La virtud de la fortaleza, o sea valentía, es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nace de la fe: hoy día quizás más que nunca, en que el cristiano tiene que caminar por una selva oscura.

Padre Leonardo Castellani

¡Argentina Despierta!

¡DyPoM!

Por der Landsmann para Saeeg

©2021-saeeg®

MATEADAS Y FOGONES

Santiago González

El tiempo apremia y es imperioso reducir el distanciamiento y poner el cuerpo si es que queremos recuperar la Patria

 

Cuando nos instalamos con mi familia en el barrio porteño donde vivimos hace más de cuarenta años todavía era posible reconocer una unidad básica peronista, un ateneo radical y una casa del pueblo socialista. Veinte años después, sobre el fin de siglo, esos locales mantenían sus insignias, aunque algo desteñidas, y albergaban además ciertas actividades paralelas: en la casa del pueblo se daban clases de yoga, en el ateneo funcionaba una especie de agencia de turismo aprovechada por los jubilados, y el jardín de la unidad básica era un depósito de chatarra. Hoy en dos de esos solares hay torres de departamentos, y el tercero parece haber sido destinado al uso de oficinas. Las señales estuvieron siempre allí, pero no les prestamos atención: pensamos que eran cosas propias de la marcha de los tiempos. En algún sentido eso era cierto, pero en un sentido más amplio eran indicios de una deserción: estábamos descuidando nuestras responsabilidades políticas, estábamos resignando nuestra condición de ciudadanos.

Desde su nacimiento la Argentina tuvo una intensa vida política, que cobró las formas modernas de organización partidaria a partir de Caseros y especialmente luego de la organización nacional. Mantuvo su vitalidad hasta el último cuarto del siglo pasado, cuando entró en decadencia y cambió su naturaleza. Algo parecido ocurrió con los sindicatos, que constituyen otra forma de organización social, lo que sugiere que el eclipse del interés por la cosa pública excede lo específicamente político, y va acompañado por un desvanecimiento del amor a la patria, la decencia pública, el coraje cívico y la religiosidad. Los resultados de ese repliegue están dolorosamente a la vista, las causas todavía se nos escapan.

Algunas tienen que ver con la cultura de la imagen que induce a creer que mirar por televisión e identificarse emocionalmente con una persona o facción es lo mismo que participar. Otras causas tienen que ver con el temor: de la pandemia de violencia política que nos envolvió en los 70 emergió una nueva normalidad, también organizada por el miedo: a fuerza de escuchar “algo habrán hecho”, se impuso la convicción de que lo más saludable era no hacer nada. Otras más tienen que ver con el empobrecimiento de vastos sectores sociales, menos dispuestos a destinar tiempo y esfuerzo, o a arriesgar el empleo o el patrimonio, en cuestiones no inmediatamente relacionadas con la supervivencia. Todas estas causas sumadas, y probablemente algunas otras, condujeron a esta democracia abundante en siglas, espacios, alianzas y frentes, pero sin partidos, sin ámbitos de discusión, sin semilleros de dirigentes, sin control de esos dirigentes una vez llegados a la función pública.

Con esta clase de democracia, y con medio país dependiendo de un cheque del Estado para subsistir, hablar de libertades políticas y de participación ciudadana, como hacen habitualmente los medios y los políticos, es una broma desagradable. En el sistema republicano el poder le pertenece al ciudadano, que lo delega en sus representantes justamente para que lo representen. Pero se supone que esos representantes son seleccionados, promovidos, postulados y controlados por los propios ciudadanos en el ámbito de los partidos políticos. En una democracia sin partidos, el ciudadano no tiene manera de decidir quiénes ni para qué lo van a representar, ni de someter a examen la conducta de esos representantes. El repliegue ciudadano alentó el surgimiento de una clase política autorreferencial, libre del control de sus correligionarios y de los compromisos de una plataforma, una casta autónoma y autista cuyas facciones se disputan en cada elección el poder coercitivo del Estado para usarlo en su propio beneficio o arrendarlo a terceros. Conviene insistir: para que la clase política se convirtiera en una casta era imprescindible que la ciudadanía se volviera rebaño.

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En la Argentina el voto es obligatorio pero la práctica política es optativa. Una contradicción, pero sólo aparente: la casta política necesita del voto del rebaño pero prefiere prescindir de su participación, le incomoda que se entrometan en sus asuntos. Todos los días alguien pontifica en los medios sobre la ventaja moral de enseñar a pescar por sobre el mero reparto de pescado. Nadie se refiere nunca a la ventaja moral de enseñar a ejercer plenamente los derechos ciudadanos, incluido el derecho a participar en la vida interna de un partido y eventualmente a constituir un partido. Así como la primera recomendación es pertinente respecto de la libertad económica, la segunda lo es respecto de la libertad política. En esta democracia sin partidos, los ciudadanos ya perdieron la noción de qué cosa es la actividad política, más allá de votar y eventualmente afiliarse, ni tienen dónde aprenderlo. La educación formal no se lo enseña, ni tampoco le enseña a debatir, a presentar articuladamente sus ideas, a reconocer falacias y sortear trampas discursivas.

Pensemos un poco. ¿Qué significa la política hoy para el ciudadano de a pie? Probablemente distintas cosas según la ocasión: por momentos un espectáculo de lucha libre que no debe tomar en serio porque los que se enfrentan ferozmente en la televisión después salen a comer juntos; por momentos una competencia entre empresas de servicios tan ineficientes y costosas que obligan a ir alternando entre una y otra con la vana esperanza de que alguna cumpla sus compromisos; en todo momento, una losa cargada sobre sus agobiadas espaldas, soportada con la misma resignada aceptación que reserva para tantas instancias inevitables de la vida. ¿Qué significa para el ciudadano de a pie la participación política? En todos los casos, sacar partido de la cercanía con algún miembro de la casta y apoyarlo en sus pretensiones electorales con vistas a ser recompensado con dineros públicos, por medio de un cargo electivo, un empleo en el Estado, una concesión, una vivienda, una vacuna o un colchón, según sea el caso. Pablo Aldo Perotti, el “puntero” de la serie protagonizada hace diez años por Julio Chávez, intermediario entre la casta y su clientela, justificaba cada una de las trapisondas en las que terminaba enredado diciendo: “Esto es política, es política”. Y lo decía convencido.

Si esta percepción pública no representa fielmente la vida política del país, debe reconocerse que se le aproxima bastante. En cualquier caso, sin partidos, sin plataformas, sin espacios de discusión para el afiliado, sin mecanismos para la selección y promoción de dirigentes, poco tiene que ver con lo que exige el sistema republicano en el que supuestamente vivimos. Como las franquicias políticas carecen de vida interna, resuelven sus conflictos obligándonos a participar “democráticamente” de unas costosas internas abiertas y obligatorias cuando daría lo mismo, y sería más barato, emplear a los niños cantores de la lotería. Esto, naturalmente, no lo van a reconocer los propios políticos, ni tampoco lo va a poner en evidencia un periodismo que encontró su nuevo modelo de negocios en sostener en el imaginario colectivo la idea de que efectivamente vivimos en una democracia. Nada en los medios alienta e instruye al ciudadano para que se involucre activamente en la vida política del país, todo apunta a orientar su voto hacia acá o hacia allá en un torneo de barras bravas que se gritan de una tribuna a otra, de un canal de televisión a otro. La prensa no enseña a pescar, políticamente hablando, sino que se limita a repartir pescado, en buena medida podrido.

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Una nación no es algo edificado por los antepasados de una vez y para siempre. En tiempos de nuestros abuelos o bisabuelos existían Prusia y el Imperio Otomano: trate de encontrarlos hoy en el mapa. El texto de una constitución no es una nación, ni vivimos en un sistema republicano, representativo y federal porque allí esté escrito. Ni tampoco gozamos de las libertades básicas —expresión, comercio, movimiento, trabajo— sólo porque la constitución las enumera. La república nos confiere la condición de ciudadanos, pero esa condición no existe por el mero hecho de estar consignada en un documento de ciudadanía. La nación, la república como su expresión institucional, la ciudadanía como compendio de derechos y obligaciones, exigen ser vividas, defendidas, sostenidas: política es el nombre de esa práctica, y la participación política es un ejercicio ineludible si se quiere ser parte de una nación y ampararse en sus instituciones.

Llevamos casi cincuenta años desertando de nuestras responsabilidades políticas, imaginando alegremente que todo se reduce a votar el día de la elección, más bien a impulsos de una emoción o una corazonada que de una reflexión racional. Y esto es lo que conseguimos. Las personas más o menos conscientes de las cuestiones públicas parecen haberse convencido que la Argentina se encamina irremediablemente al precipicio: el aparato del Estado se encuentra en manos de incompetentes, los gobiernos se suceden sin que aparezcan políticas directrices en cuestiones básicas como la educación, la defensa, las relaciones internacionales, la salud o la vivienda, por nombrar algunas; la corrupción impregna tanto lo público como lo privado, y tanto en lo público como en lo privado los liderazgos brillan por su ausencia; la población está cada vez más pobre, más ignorante, más enferma; la integridad institucional y territorial aparece amenazada desde dentro y desde fuera.

Aunque el escenario se ha vuelto sensiblemente peor que cinco o diez años atrás, la sociedad ya no reacciona con la intensidad y contundencia de entonces. Como si se hubiera convencido de la inutilidad de esas protestas, ahora dedica sus energías a imaginar un futuro fuera del país, empeño en el que coinciden tanto los que tienen mucho que perder como los que no tienen nada que perder. En esta tercera década del siglo, los argentinos preocupados por su futuro ya no marchan, se marchan. Y se marchan mayoritariamente los más jóvenes, los nacidos y criados en la Argentina del “no te metás”, los que no guardan memoria de que aquí existió otro país, al que gentes del resto del mundo ambicionaban venir, y existió precisamente porque hubo gente que “se metió”, que se sintió parte de una nación y le puso el pecho. Los que hoy se marchan lo hacen al impulso de las mismas amenazas que empujaron a sus abuelos a estas tierras: la pobreza, la guerra civil, la disolución nacional, la sumisión a una potencia extranjera.

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Para la gran mayoría de los argentinos, los que no pueden siquiera imaginar irse porque carecen de los conocimientos o pericias capaces de asegurarles un lugar en sociedades más o menos desarrolladas o de los ahorros necesarios para encarar una mudanza, o bien porque tienen su fuente de ingresos atornillada a la tierra, la única salida posible, aun exigente e incierta, es retomar la tarea abandonada y volver a la actividad política, al ejercicio de reunirse con algunos compatriotas, analizar problemas y discutir ideas para resolverlos, promover a los más capacitados para hacerlo, y armar propuestas para presentar ante otros compatriotas. Todos los días escuchamos las quejas de productores rurales y emprendedores urbanos sobre el mal trato que reciben del Estado y de otros competidores amparados por el Estado. ¿Y quién creen que va a defender sus intereses si no ellos mismos? ¿Y cómo van a defender sus intereses si no eligiendo ellos mismos sus representantes y sentándolos con voz y voto en los cuerpos legislativos?

¿Por qué el kirchnerismo va por su cuarto período de gobierno, y controla cada vez más posiciones no electivas del aparato estatal? Porque se lo propuso. ¿Por qué el establishment norteamericano logró despojar a Donald Trump de un segundo mandato, y está desmantelando uno por uno todos los mejores logros de su gobierno? Porque se lo propuso. Y así podríamos seguir con los ejemplos: en ningún aspecto de la actividad humana, y mucho menos en la vida social y política, las cosas se ponen en marcha sin un ejercicio de la voluntad. Voluntad que tendrá que lidiar, porque así es la vida, con los imprevistos del azar y con las voluntades contrarias que ella misma va a poner en movimiento. Todo eso implica esfuerzo, exige poner el cuerpo, obliga a arriesgar, pero peor es liquidar el tambo, cerrar la ferretería que fundó el abuelo, perder el trabajo, no encontrar trabajo, olvidarse de la casa propia. Y mucho peor, como lo lloran en secreto muchos que optaron por el exilio, es perder la Patria.

Nadie espere reconstruir la nación desde alguno de los partidos tradicionales o sus secuelas, partícipes solidarios de haber arrojado al país por la pendiente de la decadencia desde 1983, merecedores todos del baldón de infames traidores a la patria, previsto en nuestra Constitución. Nadie espere esa reconstrucción a partir de las ideologías del siglo XIX que muchos proponen para resolver los problemas del siglo XXI. Hay que buscar o crear agrupaciones que tengan en el centro de su programa la reconstrucción nacional, económica por cierto, pero también moral y cultural, en el contexto de una época amenazante y hostil. Y tener claro que no basta con afiliarse, sino que es necesario participar, intervenir, discutir, escuchar y hacerse oír, promover, agitar. Sólo se necesita un poco de sentido común y un mucho de patriotismo, que empieza por reconocer al prójimo como compatriota. El movimiento que llevó a Trump a la presidencia empezó diez años antes en casas particulares, con gente que se reunía para intercambiar ideas, descartar algunas, coincidir en otras y organizarse para difundirlas. ¿Qué nos impide a nosotros encontrarnos en una mateada, conversar junto a unos fogones, convocar de paso a algún guitarrero que nos ayude a templar el ánimo, a unirnos para la urgente, hermosa empresa de recuperar la Patria?

 

Publicado originalmente en https://gauchomalo.com.ar/mateadas-fogones/ , “El sitio de Santiago González”

Twitter: @gauchomalo140

LA DEMOCRACIA ARGENTINA ESTÁ ENFERMA Y LA ALTERNATIVA ES “PEREGRINAR”

Marcelo Javier de los Reyes*

Imagen de Daniel Reche en Pixabay

Los medios internacionales del mundo —de Estados Unidos, Alemania, Rusia, Francia, España, etc.— se hicieron eco de lo que se ha dado en llamar “el vacunatorio VIP”, un escándalo más protagonizado por la casta política argentina. Los que se llenaron la boca y levantaron los estandartes de los “derechos humanos” (para algunos), los que hablaron de un “genocidio” que no existió —porque no se buscó aniquilar a ningún pueblo dentro de la República Argentina—, los que instauraron la mentira de la “juventud maravillosa” —terroristas responsables de la muerte de miembros de las Fuerzas de Seguridad, de las Fuerzas Armadas, de empresarios, de sindicalistas, de civiles, de mujeres y de niños durante los gobiernos constitucionales de Juan Domingo Perón y de María Estela Martínez —aunque ya actuaban en la década de 1960— y luego durante el gobierno militar, que asumió el poder con el respaldo de la inmensa mayoría de los argentinos, incluso con el del Partido Comunista Argentino—, nuevamente dieron muestras de su mezquindad, de su absoluta hipocresía, y de que ellos sí son capaces de cometer “delitos de lesa humanidad”. Para algunos esto puede parecer exagerado pero ¿por qué hablo de ese tipo de delitos? Porque esto ha sido el summum de las violaciones de los derechos humanos fundamentales en nuestra pseudo democracia. Entre estos derechos podemos mencionar los siguientes:

  1. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
  2. Todas las personas somos iguales sea cual sea nuestro origen, etnia, color, sexo, idioma, religión, opinión política o cualquier otra condición.
  3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a su seguridad personal.
  4. Todos somos iguales ante la ley y tenemos, sin distinción, derecho a igual protección de la ley.
  5. Todos tenemos igual derecho a protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación.
  6. Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley.
  7. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación.
  8. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
  9. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
  10. Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión.

… y otros veinte derechos humanos fundamentales que no cito por una cuestión de extensión, aunque resalto el siguiente: Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado. Sin embargo, nuestra democracia desde 1983 ha pisoteado estos derechos, lo cual no significa, bajo ningún punto de vista, una defensa del gobierno militar que la precedió, el cual incurrió en varios y gruesos errores.

Haber dispuesto arbitrariamente de las vacunas contra el COVID 19 para sus amigos y familiares, dejando de lado a innumerables sectores de riesgo y al resto de la población, dejándola a su suerte, es una violación de los derechos humanos fundamentales. Y esto lo digo por todos aquellos ciudadanos que están esperando la oportunidad de acceder a la vacuna en un contexto en que los medios de comunicación social solo inyectan miedo en la sociedad. No es mi caso porque al presente no confío en ninguna y conozco los intereses de los laboratorios.

Esta batahola por el “vacunatorio VIP” pasará al archivo de la historia argentina como otros tantos, sin castigos más allá de la renuncia de un ministro que ha sabido gozar de los beneficios de pertenecer a un gobierno, pues ha cumplido numerosas funciones bien remuneradas sin ofrecer la contraparte correspondiente, es decir, el servicio a la comunidad que le abona sus honorarios y a la que juró servir.

Llevamos más de treinta y siete años de mentiras, desde aquella que nos decía que “con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”. La frase que usó el presidente Raúl Alfonsín es, teóricamente, absolutamente verdadera pero en la práctica ha ocurrido todo lo contrario y ya desde su propio gobierno. No es aquí el espacio para analizar si hubo un “golpe económico” que lo llevó a entregar la presidencia antes de que se cumpliera su período de gobierno. Claro que los años que siguieron a su alejamiento del gobierno fueron empeorando la calidad de la democracia argentina y en ello el presidente Alfonsín ha tenido su responsabilidad al igual que el resto de la casta política. En este caso vale recordar el Pacto de Olivos y la consiguiente reforma constitucional.

Cabe aquí aclarar el término de “casta”, que el Diccionario de la Real Academia Española (RAE) —a la que siempre debemos recurrir para hablar con propiedad— define de la siguiente manera: “Cada uno de los grupos o estamentos sociales, impermeables entre sí, en que resulta dividida una población de modo tal que la pertenencia a una u otra casta es determinante del haz de derechos y deberes de cada individuo”.

En principio cabe señalar que la reconocida “movilidad social” que caracterizaba a la sociedad argentina ha sido herida de muerte durante la democracia. La clase media se ha reducido a una “clase cultural”, y en decadencia, que ya no reúne los requisitos por los que así era considerada. El deterioro económico, la reprimarización de la economía argentina han llevado a una “inmovilidad” más que a una movilidad social.

En segundo lugar, los políticos de todo pelaje actúan ante el pueblo como si estuvieran enfrentados pero, en verdad, todos demuestran un gran “espíritu de cuerpo”. Han logrado polarizar a la sociedad, generar odio entre sus miembros, pero ellos se cuidan de condenar a uno de sus pares aunque sea de otro “espacio político” —dado que no estamos en una democracia de partidos sino de espacios en los que se pueden cruzar a voluntad sin ningún tipo de reproches— y cuando asumen el gobierno implementan las mismas medidas que responden a la “agenda internacional”, se preocupan por sus intereses terrenales y personales en lugar de los intereses nacionales. Estos no son señalados por ellos y es absolutamente lógico, pues serían incapaces de mencionarlos.

Se comportan como casta porque no cualquiera llega a ese “estamento impermeabilizado” que goza de amplios beneficios mientras les impone sacrificios y penurias al resto de la sociedad, siempre dada la crítica situación que vive el país y que no tiene a otros responsables más que a ellos mismos.

Cuando asume un nuevo gobierno se limita a hablar de la “herencia recibida”… Se le ha atribuido a la canciller Angela Merkel una frase que parece que no ha sido acuñada por ella sino por un tuitero, la cual sentencia: “Los presidentes no heredan problemas. Se suponen que los conocen de antemano, por eso se hacen elegir para gobernar con el propósito de corregirlos. Culpar a los predecesores es una salida fácil y mediocre”. En realidad la frase sería de la autoría del usuario @andrefelgiraldo, quien publicó el mensaje originalmente el 27 de junio de 2019, el cual cierra con un agregado muy importante: “Si no pueden, no se postulen”. Esto no aparece en la supuesta cita de Merkel porque, obviamente, va en contra de los políticos. Entonces todos se postulan y se refieren a “la herencia recibida” pero dejan una herencia infinitamente peor. Claramente me refiero a los presidentes argentinos: Carlos Menem le echó la culpa a la “herencia recibida”, pero dejó un enorme artefacto explosivo que le estalló en las manos a Fernando De la Rúa, quien debió dejar el gobierno en diciembre de 2001. Durante una semana los sucesores en la línea presidencial no quisieron hacerse cargo del aquelarre hasta que llegó el “gran salvador” que hoy está tramitando la ciudadanía uruguaya “por ser nieto de uruguayos”, aquel al cual el entonces presidente de Uruguay, Jorge Batlle (2000-2005), debió pedir disculpas por haber expresado que “los argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último”. Cual vasallo a su señor, Batlle se presentó en Buenos Aires días después de sus dichos para pedir disculpas públicamente al presidente argentino. Batlle no dijo nada que algún argentino de bien desconociera pero claro, fue un imprudente —lo afirmó sin saber que los micrófonos estaban abiertos— y nos metió a todos los argentinos en la misma bolsa, algo que en verdad era injusto. No obstante, sin generalizar, su razón tenía. Batlle, fallecido en 2016, hoy se sentiría resarcido al saber que quien le recibió su disculpa actualmente está queriendo ser uruguayo.

El candidato a ser uruguayo recibió también su “herencia” y además de su célebre frase de “que quien depositó dólares recibiría dólares”, nos dejó como delfín al jefe del clan de Santa Cruz, quien también habló de la “herencia recibida” y mucho más lo hizo su sucesora, quien para no perder la tradición presidencial, dejó una herencia peor. Finalmente llegaron los muchachos del Cardenal Newman con el apoyo de los radicales, de peronistas que no podían crecer dentro del Partido Justicialista, de los inmaculados de la Coalición Cívica y de otros advenedizos que suelen tener todas las camisetas en sus roperos, pues no saben cuándo llegará el momento de ponerse la adecuada.

El país transitaba sobre rieles con la nueva conducción hasta que un día, de esos inexplicables, debieron salir corriendo al Fondo Monetario Internacional (FMI) para pedir un crédito por una suma sideral. Claro, era otro gobierno de amigos y entre amigos no se puede andar retaceando honorarios, concesiones y otros tipos de prebendas. El pueblo comprendería la situación y sabría que debía hacer sacrificios para poder superar esa coyuntura. Si, el pueblo, ellos no. De ese modo, tras liberarnos del FMI durante la administración del jefe del clan del sur, volvimos a quedar nuevamente atados a un préstamo del que desconocemos cuál fue su destino. El clan del sur fue utilizado con fines electorales por los jóvenes cincuentones del Newman —aunque no todos provenían de ese colegio—, con lo cual se los mantuvo vigentes y mientras la hinchada decía “no vuelven más”, los muchachos se prepararon y gracias a los desaguisados, la propia corrupción y la inoperancia típica de los soberbios, volvieron y acá están, tan preocupados por lo terrenal y su propia salud que se reparten las vacunas entre ellos.

La declaración universal que contribuyó a la aceptación global de los valores y principios democráticos reza así: “La voluntad del pueblo será la base de la autoridad del gobierno”. Bonita frase que no es más que una entelequia. La realidad es que todos los gobiernos se pasan la voluntad del pueblo por el arco del triunfo.

La sociedad tiene sus responsabilidades en esto, porque cree que con solo votar cada dos años ya cumplió con sus obligaciones ciudadanas, algo que suele dar una gran comodidad y tiempo para seguir, en otra escala, con los “intereses terrenales”, distantes de aquellos que por los que se preocupa la casta política que, obviamente, ocupan un escalón superior.

Entonces mientras ellos hacen que nos gobiernan y que se preocupan por el bienestar del pueblo, los gobernados consideramos que nada podemos hacer y que solo debemos esperar a que lleguen las próximas elecciones para imponerles el castigo que se merecen y así votar a los que sacamos para remplazar a estos que ahora queremos sacar. El absurdo llevado a su máxima expresión.

La realidad es que no tenemos intención de salir de nuestra comodidad para dar batalla. Es más importante Netflix que participar en un partido político o crearlo. Pero hay explicaciones para esto. Por un lado, la masa nos permite pasar desapercibidos y no sea que seamos políticamente incorrectos, algo que se ha impuesto como una norma del ceremonial.

De este modo, el pueblo argentino ha sido sometido a una “reingeniería social”, a un “cambio cultural”, de la mano de quienes enaltecieron a la “juventud maravillosa”, quienes nos impusieron nuevos términos, como “genocidio”, “memoria”, “verdad”, “justicia”, “terrorismo de Estado”, omitiendo al terrorismo marxista; quienes indemnizaron a los terroristas a costas del Estado. También se les permitió borrar su pasado y asumir cargos públicos. Como si ello fuera poco, se levantó un monumento a las víctimas del terrorismo de Estado, al cual el gobierno del clan del sur, los jóvenes cincuentones del PRO, incluido el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, llevaron a los dignatarios extranjeros que visitaban el país para rendir homenaje a los terroristas. Entonces, ¿Cuál era la diferencia entre un gobierno y otro si procedían igual? Sin embargo, parece que buena parte de la sociedad percibe claras diferencias y se inclinan por unos u otros.

¿Cuál es la calidad de nuestra democracia con amplios sectores que se odian y brindan apoyos a unos y otros? Porque ambos son corruptos, perpetran los mismos delitos, quizás unos de manera más burda e ideologizada que los otros, pero que sumergen al pueblo argentino a las mismas desgracias y que han llevado a la República Argentina a un estado de indefensión y de entrega de la Soberanía Nacional.

Es cierto que la calidad democrática está decayendo en todo el mundo, más aun en este contexto de pandemia, pero esta pseudo democracia puede derivar en una nueva forma de gobierno de una calidad bastante inferior.

Antes me había referido a la comodidad de la sociedad pero ahora consideraré otra razón. Aquí cabe recordar aquel cuento que narra que la crisis llegó al infierno, por lo que el diablo no tuvo más opción que poner a la venta todas sus herramientas destinadas a arruinar la vida de los hombres. Así fue que las puso sobre una mesa larga y todas llamaban la atención: en la subasta podía encontrarse a la venta el odio, la malicia, los celos, la tristeza, la venganza, la violencia… Pero a un comprador le llamó la atención el excesivo precio de una herramienta y le preguntó: “¿Por qué diablo esta herramienta es tan cara?” Y el diablo contestó: “Ah, porque el ‘desaliento’ es la herramienta es la más importante”. Y uno puede preguntarse por qué. Porque el desaliento está en el alma de las demás, afecta al malo y al que trata de ser bueno, al que procura cambiar, y el desaliento afecta también al que trata de corregirse. El desaliento afecta lo más profundo del corazón, es la falta de aliento, de aire, es como ahogarse. Recordemos que en el Génesis, Dios hace al hombre con cosas de la tierra y que para darle vida sopló sobre el hombre (en hebreo el ruaj, el “Espíritu de Dios”). Desalentarse es perder esa vida. El desaliento se ha desparramado como la pandemia sobre la sociedad argentina y se ha enquistado de tal modo que la sociedad está prácticamente convencida de que esta realidad es irreversible, de que no se puede luchar contra ella.

La sociedad argentina debe detenerse a respirar, a recuperar el aliento para poder enfrentar esta situación angustiante pero reversible y darse cuenta que estar a un lado o al otro de la grieta es padecer el “síndrome de Estocolmo”. Hay que olvidarse de los “salvadores”, del “culto a la personalidad”, de los hombres que llevan décadas viviendo de los cargos públicos para saciar sus ambiciones de poder y de dinero. La democracia argentina está enferma y debe vacunarse contra la casta política.

Por tanto hay que buscar nuevos caminos, nuevas opciones, conformar nuevos grupos, participar en nuevos espacios que deben ser creados por quienes tienen conocimiento y capacidad para convertir este presente en un futuro que la Argentina, bien gobernada, es capaz de darnos, porque apelando al pensamiento estratégico podemos considerar los recursos actuales y los recursos potenciales de los que el país puede echar mano para recuperarse. Para ello debe fijarse una plataforma real de gobierno, deben considerarse las ideas fuerza y deben delinearse nuevamente los grandes Objetivos Nacionales.

La sociedad debe ponerse “en camino”, como en una peregrinación hacia la Tierra Prometida, que no es otra que la Patria misma. Peregrinar es alejarse —tomar distancia del punto en el que estamos—, es caminar, ponerse en marcha, en silencio —es decir, dejando de lado la confrontación sin sentido para pasar al intercambio de ideas— y de esa peregrinación participan hombres de diferentes estratos sociales, de diferentes culturas, de diferentes confesiones pero que tienen un objetivo en común: llegar a la Patria que tanto amamos.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

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