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CINCO DESCENSOS INQUIETANTES EN LA POLÍTICA INTERNACIONAL

Alberto Hutschenreuter*

geralt en Pixabay, https://pixabay.com/es/illustrations/globo-tierra-mundo-globalización-804939/

Hace ya un tiempo que las relaciones internacionales se extraviaron, es decir, no sólo se alejaron las posibilidades de configurar algún principio sobre el cual trabajar para forjar un orden, sino que los actores preeminentes e intermedios fueron tensando sus relaciones al punto de encontrarse en una situación de no guerra o confrontación indirecta, como Rusia y Occidente, o de umbral de riesgosas querellas, como China y Estados Unidos, China e India, Israel-Irán, etc.

Desde 2014, cuando Rusia anexó o reincorporó Crimea, la política internacional tomó un curso de descenso que acabó por profundizarse con los seísmos que implicaron la pandemia en 2020 y el «regreso» de la guerra interestatal en febrero de 2022.

Antes de aquel impacto de 2014 no había configuración internacional, pero durante la primera década del siglo hubo cooperación entre los poderes mayores, pues el reto que implicaba el terrorismo transnacional en buena medida los alineó. Por ello, el experto Zbigniew Brezezinski sostuvo que Rusia y China no podían sostener una línea de política exterior sin referirse a la amenaza del terrorismo.

Además, la crisis financiera de 2008 empujó a los poderes a cooperar para salir de lo que fue considerada una crisis superior a la de 1929. Pero desde entonces la cooperación descendió, al punto de que se considera que las políticas de contribución alcanzadas para afrontar dicha crisis fueron el último momento de cooperación internacional.

No obstante, el comercio internacional siguió su curso, convirtiéndose en ese sucedáneo de orden que no es orden, es decir, el comercio se basa en la inconveniencia de la ruptura de ganancias que todos obtienen de él, pero no supone un concepto o pauta internacional que puede verdaderamente anclar las relaciones de competencia, menos hoy cuando los componentes de un orden se han pluralizado, es decir, se volvieron más complejos, pues ya no bastan aquellos conceptos sobre los que se edificaba un orden.

En este sentido, muy pertinentes resultan las consideraciones que hace el experto Andrei Tsygankov en relación con las demandas o exigencias de la política internacional en el siglo XXI.

Sostiene este especialista de origen ruso, que la paz y el orden en el mundo dependerán cada vez más de negociaciones complejas sobre el equilibrio de poder y las diferencias culturales. Es decir, siendo ya el mundo no sólo un sistema completo, sino con varios actores en ascenso, un esquema de orden basado en el equilibrio no sería suficiente si no va acompañado de conocimientos y deferencias en relación con culturas. Es decir, el «poder blando» es un requisito para la construcción de un orden.

Pero la construcción de un escenario así no parece se encuentre cerca, pues lo que predomina es un desorden internacional confrontativo, una situación no solo de discordia, sino de políticas basadas en el interés nacional que corren muy por delante de las políticas de complementación, incluso en aquellos espacios internacionales amplios como el «lote» BRICS, donde el atractivo referente de «sur global» solapa intereses de los miembros más poderosos del heterogéneo grupo.

Tal situación podríamos resumirla en cinco descensos discernibles. Sin duda hay otros, pero intentemos reducirlos aquí.

  1. Descenso de las expectativas.

Hace tiempo que la realidad internacional fue restringiendo expectativas relativas con un curso internacional más previsible y menos inseguro.

Lo único real que queda en términos relativamente esperanzadores es la globalización del comercio, un dato importante porque implica un factor de inhibición de rupturas, pero no un factor infalible, pues se trata de un «orden» apoyado en ganancias económicas que puede no ser suficiente frente a las tensiones geopolíticas. De allí la exigencia de análisis más plurales en relación con el segmento geoeconómico.

De modo que se trata de un descenso que resiste, pues, aunque se advierte sobre la desglobalización, los problemas que afrontan las cadenas de suministro y la fuerza de la reorientación local de la economía; hay enfoques, como el del experto Ian Bremmer, que aseguran que se trata de una pausa, que la economía de China terminó de globalizarse y, por tanto, pronto volverá a ascender el comercio.

Por último, hay expectativas cuidadosas con la IA (Inteligencia Artificial), pues, además del reto que supone el posible curso «soberano» de dicha tecnología, las cuestiones habituales de la política internacional, es decir, la ambición, el temor, el poder, etc., podrían trasladarse a la tecnología y continuar la política internacional, es decir, la competencia y la incertidumbre de las intenciones, desde una nueva dimensión.

  1. Descenso de la cultura estratégica.

La predominancia de la rivalidad entre los poderes preeminentes, particularmente entre Estados Unidos y Rusia, ha ido alejando a ambos de lo que en tiempos de Guerra Fría honraron estratégicamente Washington y Moscú: el balance nuclear. Nunca permitieron, a pesar de la pugna, que las fisuras o las ganancias relativas de poder nuclear por parte de uno de ellos significasen un desequilibrio victorioso. Así se explican los tratados sobre eliminación y control de armas.

Pero tras el final del bipolarismo, esa cultura estratégica comenzó a descender. Estados Unidos posiblemente consideró que el duopolio estratégico nuclear lo restringía en el incremento de sus capacidades, que la cogestión estratégica con Rusia ya no era posible, y comenzó a retirarse de marcos regulatorios clave, por caso, el ABM (Tratado sobre Misiles Antibalísticos).

Poco a poco fueron surgiendo preguntas relativas con el verdadero estado del equilibrio nuclear entre ambos, pues las «salidas» de los dos de regímenes podría haber producido desajustes en la ecuación del terror y, por tanto, el mundo se habría acercado al escenario apocalíptico en el que un ataque no tendría (tal vez) respuesta.

Pero, además de esta situación entre los dos mayores concentradores de armas atómicas, los otros actores nucleares han aumentado y mejorado capacidades. De allí que Estados Unidos ha venido pugnando porque China sea parte del New Start, el único tratado entre Estados Unidos y Rusia que queda vigente y que se acerca al final de su fecha prorrogada en 2021.

En este marco, en un reciente trabajo publicado en la última entrega de la revista Foreign Affairs, los especialistas Keir Lieber y Dary Press consideran que el esfuerzo de otros actores nucleares está dirigido a compensar la debilidad de sus fuerzas militares convencionales.

  1. Descenso del respeto de la experiencia.

El pasado contiene las claves sobre qué hacer y qué evitar en materia de relaciones internacionales. Tal vez no se encuentre todo allí, pero seguramente hay lecciones vitales para evitar derivas disruptivas.

Consideremos la guerra en Ucrania, una confrontación entre dos pueblos eslavos que causó decenas de miles de muertos, sumió la región de Europa oriental en una nueva frontera de capacidades cada vez mayores y alejó el diálogo capital entre poderes mayores sobre los que recae la responsabilidad de pensar en una configuración internacional, si es que un orden es todavía posible.

La falla principal de esta guerra no se encuentra tanto en la sensibilidad geopolítica perpetua rusa ni incluso en el afán de la OTAN en llevar más allá la victoria en la Guerra Fría, sino en hacer lugar a la decisión «a todo o nada» por parte de Ucrania, un actor intermedio, de convertirse en parte de la OTAN. En otros términos, se rompió la jerarquía estratégica internacional (entre «los que cuentan»).

La experiencia nos dice que, a menos que exista un propósito solapado por parte de uno de los poderes para lograr ganancias de poder frente a su par con el fin de que este último resulte atrapado y se desangre en guerra, los actores de escala o «iguales estratégicos» tienden a evitar una situación que termine provocando no sólo desarreglos entre ellos, sino que pueda desembocar en una situación de colisión entre ellos.

  1. Descenso del multilateralismo.

Hace bastante tiempo que el denominado modelo institucional en la política internacional fue quedando se rezagado frente al modelo relacional. Dicho en términos algo más actuales, el modelo multilateral ha sucumbido frente al modelo multipolar.

Si bien las relaciones internacionales son, ante todo, relaciones de poder antes que de derecho, hubo muchos momentos donde se lograba una relativa complementación. Margaret MacMillan ha destacado esa situación durante los años veinte del siglo pasado. Incluso en tiempos de rivalidad bilateral existían compromisos para que el orden multilateral consiguiera desplegarse como el bien público internacional capital que es.

Pero ocurre que hoy no sólo el modelo de poder es muy predominante, sino que los propios poderes mayores están empeñados en hacer poco para que ello se modere; aun cuando suceden situaciones donde la amenaza no proviene de ningún Estado o grupo de Estados como sucedió con la pandemia, un fenómeno global que resultó insuficiente para impulsar un nuevo sistema supraestatal de valores.

En este contexto, la diplomacia sufre restricciones, pues el fuerte ascendente de poder interestatal acaba debilitándola aun cuando existen cursos de salida de crisis mayores, como sucedió antes de la invasión rusa a Ucrania.

  1. Descenso de liderazgos.

Esto último, pero también como epítome de todo lo que hemos visto, nos está diciendo que existe un fuerte descenso en relación con liderazgos capaces de poder vislumbrar horizontes en clave de orden e impulsar cursos de acción hacia ellos.

En términos de Henry Kissinger, en el mundo del siglo XXI no hay estadistas ni mucho menos líderes profetas.

Entonces, más que ante un descenso, estamos frente a una ausencia, lo que nos lleva a plantearnos si la complejidad de cuestiones del mundo de hoy más las cuestiones de cuño habitual no están dejando el mundo ante escenarios cerrados, anárquicos y peligrosos. Algo así como un moderno estado de naturaleza en el que todos disponen de confort, conectividad y adelantos sorprendentes, pero saben que están ante peligros que acechan y asechan y nadie sabe cómo evitarlos.

Una típica situación de aquello que Adam Sweidan ha denominado un «elefante negro», es decir, una combinación de un «cisne negro» (un acontecimiento inesperado o improbable de gran impacto) y el gran elefante en el cuarto (un problema visible para todos, del que nadie quiere hacerse cargo aun cuando se sabe que tendrá consecuencias devastadoras).

Frente a esta situación, las conjeturas nos llevan a territorios donde se cruzan lo real y lo ficcional, pues bien podríamos considerar que las capacidades humanas resultan insuficientes para lograr liderar o gestionar, y que solo con la asistencia tecnológica quizá podríamos hacerlo.

Entonces, las preguntas comienzan a ser más que los intentos de respuestas. Porque, por caso, podría ocurrir que la IA, lo que se denomina una IA fuerte o general, nos proporcione cursos de acción correctos siempre y cuando se abandonen patrones arraigados. Es decir, ¿aceptarán los gobiernos situaciones con las que no están de acuerdo? Por caso, el control no humano de las armas estratégicas, o la desconcentración de insumos tecnológicos mayores, por ejemplo, semiconductores, para alcanzar en determinados segmentos de la economía global un mayor dinamismo, seguridad y mejor funcionamiento.

¿Se aceptarán liderazgos no humanos o semihumanos que impulsen decisiones que impliquen renunciamientos relativos con no adoptar nuevas bases o concepciones estratégicas porque ello crearía inestabilidad regional? ¿Sería aceptable ello para una alianza político-militar?

Más allá de los gobiernos, ¿aceptarán las empresas sacrificar ganancias en pos de un orden basado en un mayor reparto internacional de justicia económica?

Esto último resulta interesante, pues ello podría crear un nuevo tipo de rivalidad en las relaciones internacionales: entre las empresas tecnológicas y los Estados, la «tecnopolaridad». De acuerdo con el ya citado Ian Bremmer, se diferencia de las nociones tradicionales de poder global en que la soberanía y la influencia no están determinadas por el territorio físico y el poder militar sino por el control sobre los datos, los algoritmos y los servidores.

Como podemos apreciar, los descensos abordados aquí nos llevan a plantearnos preguntas pertinentes en relación con el mundo que nos aguarda. Ello siempre sucede cuando estamos en una situación de inflexión en la historia. Pero hoy por vez primera nos hallamos más allá de un punto de inflexión. Como dijo un ex funcionario estadounidense, ante cosas que no sabemos que no sabemos.

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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SEGUNDA GUERRA FRIA. PERSPECTIVAS.

Nicolás Lewkowicz*

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

El mundo unipolar acaba con la llegada al poder de Donald Trump en 2017. El resquebrajamiento del sistema unipolar no es consecuencia de la elección del magnate neoyorkino como presidente de los EE.UU., sino que es síntoma de una paulatina retirada de Washington como hegemón y garante de la globalización, la cual empezó en la ultima etapa del gobierno de Barack Obama. La Guerra Ruso-Ucraniana, las tensiones en torno a Taiwán y las escaramuzas venideras en el Indo-Pacifico deben ser vistas como eventos ordenadores del mundo que se empezará a avizorar hacia 2050. La Segunda Guerra Fría tiene tres ejes fundamentales:

1. Desglobalización. Volvimos a la historia. El mundo es más jungla que jardín. Vuelve la multipolaridad (EE.UU.-China-Rusia) porque Washington no puede gobernar el comercio internacional. Los costos de proteger las mercancías que circulan por los océanos son cada vez mayores e imposibles de sufragar a largo plazo. Por otra parte, EE.UU. no depende del comercio internacional para asegurarse un alto nivel de vida. Su geografía es casi perfecta, dotada de buena parte de los recursos necesarios para re-industrializarse. EE.UU. tiene un mercado interno (NAFTA 2.0) de importancia. Se espera, como ya lo avizoraba Zbigniew Brzezinski (se pronuncia “Yeyinsqui”), la conformación de un “nucleo geopolítico” centrado en el Circulo Dorado (que va del Polo Norte hasta la ex Gran-Colombia), Japón, Corea del Sur y los países europeos que tienen salida al mar Ártico. Expansión geopolítica limitada. Adiós a la teoría del Heartland de Halford Mackinder.

Rusia podrá utilizar los recursos que antes escapaban a “Occidente” (constructo geopolítico creado en 1945) para aumentar el tamaño de su economía. Las grandes riquezas que se encuentran en la Llanura Europea Oriental y Siberia podrían generar niveles de industrialización similares a los primeros planes quinquenales soviéticos. China virará, grosso modo, hacia una geopolítica basada en la militarización y la construcción de un mega-bloque euroasiático, que debería llegar hasta el Estrecho de Ormuz. Ninguna de estas dos potencias quiere ni puede tener un carácter expansivo, sino de defensa del espacio económico y cultural, lo que reforzará lazos con Irán (y otros países de mayoría chiita) y el espacio turquíco.

“Europa” (o mejor dicho, las Europas) sufrirá como nadie el paulatino fin de la hegemonía estadounidense y el paso hacia un mundo multipolar. Hasta que hacia mediados de este siglo se reconfigure en un esquema económico confederativo (de mercado común pero no único), que permita a Reino Unido y Francia utilizar sus lazos de ultramar, a Alemania girar definitivamente hacia el Este, a Italia concentrarse en África del Norte y Balcanes y a España recobrar su destino iberoamericano, sobre todo en el Cono Sur.

2. Envejecimiento. Todo el mundo envejece, salvo algunos países subsaharianos. Esa también es una de las razones del fin de la globalización. La edad promedio en EE.UU. es de cuarenta años. Por otra parte, la inmigración desde América Central es cada vez menor. Gran parte de Europa es aún mas vieja. China y Rusia tienen problemas demográficos de gran importancia. Eso hace imposible una guerra cinética directa entre las potencias, sobre todo si se tiene en cuenta que el hegemón en declive está empezando un proceso de reforma política similar a los que emprenden los imperios antes de expirar. En el supuesto caso que la tendencia demográfica hacia la baja se revierta, las consecuencias no se verían hasta dentro de dos décadas. Eso significa menos productores y menos consumidores. Los países que aún tienen un dividendo demográfico positivo lograrán un crecimiento económico sostenido. Pienso en América Latina, a pesar de que ésta también envejece.

3. Civilizacionismo. El fin de la era liberal llevará a una revalorización de la cultura como eje ordenador del ámbito doméstico y de la manera que los países se relacionan con otros. Samuel Huntington tenia razón. Es imposible escapar a un cierto esencialismo civilizacional. El liberalismo que guiaba la globalización buscaba un nomos único para todo el planeta y ordenamientos basados en reglas, más que en lazos de unidad cultural. Contra John Adams, los países no son “repúblicas de leyes,” sino espacios sociales de proximidad cultural. La gradual retirada de Washington del ordenamiento internacional es el mejor ejemplo de que nadie está dispuesto a defender a nadie que no considere parte de su familia extendida, o sea de su nación y/o espacio cultural. La transición hacia un mundo divido en espacios culturales nos muestra una voluntad de utilizar un poder ultra-blando (mezcla de progresismo y realismo morgenthauniano) por parte del “núcleo geopolítico emergente” pergeñado por el hegemón declinante para poder captar voluntades entre la “periferia,” concepto por cierto cada vez más obsoleto.

4. Renacer argentino. A Argentina no le hizo bien la globalización. Nuestros niveles altos de pobreza se generan a partir de la dictadura cívico-militar (1976-1983) y aumentan a medida que el país se “integra” al mundo. El espacio geopolítico argentino es el viejo Virreinato del Río de la Plata. Son los países de esa área geográfica los que mantienen a nuestra población relativamente joven y los que ven a nuestra patria como lugar de progreso. Se espera que hasta 2050 Argentina mantenga el dividendo demográfico positivo, lo que llevará a un mercado interno más grande y a vendernos más cosas entre nosotros. Argentina no tiene problemas raciales ni étnicos ni religiosos. Esto no es poca cosa. La mayoría de los países si los tienen. Por otra parte, la demanda de materias primas y energía hará que el viejo hegemón (cada vez más viejo y aislacionista) no pueda (ni quizá quiera) ahogar nuestro crecimiento. Mas allá de quien gobierne en las próximas dos décadas, Argentina espera un crecimiento en torno al dos por ciento anual, lo que aumentaría su nivel de desarrollo y la capacidad de defender al país de los embates derivados de la configuración del nuevo ordenamiento internacional. Las circunstancias externas (favorables) ordenarán las reglas de juego en el ámbito político. Y una edad promedio más alta hacia 2050 hará bajar los altos niveles de violencia a los que venimos acostumbrándonos.

En geopolítica se hace futurología en base a lo que ya está ocurriendo. Este análisis no es prescriptivo, sino descriptivo. Nuestra clase política en algún momento se acomodará a las circunstancias enunciadas anteriormente, utilizando los recursos intelectuales generados en las últimas décadas; que están aún en el mercado gris de las ideas, pero que en su debido tiempo y forma adquirirán un rol cada vez más central.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020.

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NI GUERRA NI PAZ EN EL MUNDO DEL SIGLO XXI

Alberto Hutschenreuter*

Alberto Hutschenreuter. Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante. Buenos Aires: Editorial Almaluz, 400 p.

Si tenemos que definir el actual estado del mundo en pocas palabras, “inquietud estratégica” serían sin duda las más apropiadas y pertinentes.

Hace ya un largo tiempo que el escenario internacional dejó de enviar señales que hicieran posible pensar “perfiles” o “imágenes” sobre un rumbo favorable de las relaciones entre los Estados en particular y, en un sentido más abarcador, de las relaciones internacionales en general.

Si hacemos un mínimo ejercicio de comparación entre el clima internacional que existía cuando finalizó la Guerra Fría, hace casi treinta años, y el que predomina hoy, las diferencias son notables. Entonces, el solo hecho relativo con un balance entre las conjeturas optimistas y las pesimistas decía por aquellos años que las posibilidades de cooperación entre Estados contaban con realidades suficientes como para considerar un nuevo orden “en puerta”.

En efecto, sin rivalidad bipolar, sin pugnas ideológicas ni geopolíticas, con sanción militar para aquel que desafiaba los principios del derecho internacional y con una centralizadora globalización que repartía oportunidades para el crecimiento e incluso el rápido desarrollo, el mundo parecía contar con robustas chances para afianzar un patrón de concordia.

Y, aunque había sombras que cubrían parte del clima esperanzador, la lógica pro-orden internacional se mantuvo; hasta que los sucesos ocurridos el 11-S-2001 pusieron fin al ciclo de la globalización e iniciaron una etapa de hegemonía militar estadounidense que absolutizó la soberanía de Estados Unidos y relativizó la de aquellos que opusieran reparos a la lucha contra el terrorismo global.

El crecimiento de China, el reordenamiento interno de Rusia, la convergencia de ambos con Estados Unidos en su lucha central por entonces, los buenos precios de las materias primas, el “arrastre” de la globalización, etc., implicaron el mantenimiento de una esperanza precaria. Pero el clima de los primeros años de los noventa ya había desaparecido.

A partir de la crisis financiera de 2008 el mundo comenzó a tomar una dirección que acabaría por extraviarlo. Desapareció cualquier posibilidad de volver a “anclar” las relaciones internacionales a una versión “2.0” de la globalización y la lógica de rivalidad entre Estados fue el patrón que se restableció. Aunque nunca había dejado de estar en el núcleo de la política entre Estados, algunos expertos, por caso, Sergei Karaganov o Walter Russell Mead, comenzaron a hablar del “retorno de la geopolítica”, sobre todo a partir de los sucesos de Ucrania-Crimea, un hecho que profundizó el estado de hostilidad entre Occidente y Rusia.

La relación entre esos dos actores se tensó, al igual que las relaciones entre China y Estados Unidos. En Oriente Medio, los sucesos en Siria dejaron ver un conflicto con múltiples anillos en los que estaban involucrados todos, los poderes locales, los regionales y los globales. Una verdadera “caja estratégica” en la que pugnaban régimen contra oposición, Estados contra actores no estatales, insurgentes contra insurgentes, Estados contra Estados.

Para fines de 2019, a las puertas de una pandemia de alcance global entonces insospechada, todas las placas geopolíticas principales del mundo se encontraban bajo estado de tensión o de ni guerra ni paz; el gasto militar en el mundo era el más elevado de la década; el multilateralismo experimentaba un estado de declinación sin precedentes; un extraño estado de “desglobalización” se había extendido, al tiempo que se reafirmaban posiciones estato-nacional-soberanas; el nacionalismo (incluso en su versión “biológica” en algunos casos) se ensanchaba aun en el territorio de la Unión Europea; Estados Unidos, Rusia, China, más una larga lista de potencias medias de reciente ascenso desarrollaban planes de contingencia militar; cayeron tratados clave en materia de armamentos estratégicos entre Estados Unidos y Rusia; una nueva “revolución en los asuntos militares” se había desplegado en los poderes preeminentes y algunos poderes medios…

Por entonces, las “imágenes” internacionales estaban dominadas por el pesimismo. No había lugar ni siquiera para una que anticipara un curso relativo o vagamente favorable. Desde las analogías con el período internacional pre-1914 y post-1929 hasta escenarios de cooperación declinante entre Estados Unidos y China y de casi ruptura entre Occidente y Rusia, pasando por proyecciones relativas con un mundo sin control sobre los robots, todas implicaban contextos de disrupción internacional.

En ese contexto, la pandemia, el primer virus global, provocó una especia de interrupción de las relaciones internacionales. Mientras pocos consideran que cuando la situación se modere, los países, conmocionados como sucedió tras la guerra de 1914-1918, dejarán de lado los intereses y se volcarán a la cooperación, otros muchos sostienen que poco cambiará en el mundo.

Aquí advertimos que no solo nada cambiará, sino que la pandemia fungirá como el hecho para que muchas de las realidades deletéreas continúen de modo más rápido, incluso aquellas situaciones donde predomina la hostilidad podrían experimentar un agravamiento como resultado del incremento de suspicacias. Por caso, es posible que las relaciones entre China y Estados Unidos, que se resintieron bastante antes de la llegada de la pandemia, se mantengan riesgosamente por debajo de la línea de mínima cooperación, según recientes análisis.

La situación es crítica, pues no existen siquiera indicios sobre una posible configuración internacional que implique estabilidad a partir de ciertas pautas pactadas y acatadas. Peor aún, aquellos poderes mayores sobre los que recae la responsabilidad de impulsar un orden o principio se encuentran en una situación de rivalidad e incluso hostilidad. Y más todavía, la rivalidad es prácticamente integral, es decir, todos los segmentos de sus relaciones están atravesados por conflictos.

En este entorno, resulta cada vez más difícil dar lugar a aquellos enfoques que tienden a considerar que la “Paz Larga” que existe desde 1945, es decir, la ausencia de una guerra entre potencias, está destinada a convertirse en una “regularidad”.

En un trabajo publicado en la entrega de noviembre de 2020 de la prestigiosa revista estadounidense Foreign Affairs, denominado “Coming Storms.The Return of Great Power”, su autor, Christopher Layne, nos advierte que “la historia demuestra que las limitaciones de guerra entre grandes potencias son más débiles de lo que suelen parecer”. Para este autor, la competencia que existe entre Estados Unidos y China tiene un alarmante paralelo con la que mantenían antes de 1914 Reino Unido y Alemania.

Así como Raymond Aron encontraba en la Gran Guerra el equivalente a la Guerra del Peloponeso, es decir, el temor de los poderes occidentales al poder de Alemania fue el que llevó a la confrontación (como el temor de Esparta ante el ascenso de Atenas los arrastró a la guerra), Layne considera que el crecimiento de China en el siglo XXI plantea un desafío al poder estadounidense (como el que Alemania planteó al del Reino Unido). Un desafío que se funda en la necesidad china de ser reconocida por Estados Unidos como su igual. No sabemos cuál podría ser el desenlace.

Las referencias anteriores son por demás importantes, no solamente por la reputación de los autores, sino porque debemos pensar en un mundo posible, es decir, un mundo sobre la base de las realidades y las experiencias, no sobre las pretensiones y creencias. En las relaciones entre los Estados, la esperanza con base en las creencias construidas desde aspiraciones jamás será una alternativa ante la prudencia con base en certidumbres sustentadas en la experiencia.

Y la realidad nos dice que la anarquía entre las unidades políticas continúa siendo, más allá de las interdependencias y la conectividad internacional, la principal característica de las relaciones interestatales e internacionales. No implica caos la anarquía, pero sí descentralización, es decir, ausencia de un gobierno central.

Asimismo, los Estados continúan siendo los sujetos centrales en esas relaciones, y la defensa (y a veces promoción y proyección) de sus intereses y la autoayuda continúan prevaleciendo sobre cualquier otra situación, aun considerando el más extenso alcance que puedan llegar a lograr las compañías multinacionales, las organizaciones intergubernamentales y todo ascendente del multilateralismo.

Por su parte, la experiencia nos dice que los tiempos internacionales desprovistos de configuración u orden alguno se vuelven cada vez más inestables, pues los Estados afirman su autopercepción nacional como consecuencia del aumento de la desconfianza o de la incertidumbre de las intenciones frente a los demás.

La gran incertidumbre del siglo XXI se encuentra en el hecho relativo con que no podemos saber si llegaremos a una nueva configuración internacional de un modo “suave”, esto es, a través de crecientes niveles de cooperación entre los poderes preeminentes, que necesariamente implicarán pactos realistas, es decir, nada que se parezca al Pacto Kellog-Briand (firmado en 1928, por el que sus 15 signatarios se comprometían a no usar la guerra como mecanismo para resolver sus disputas), por tomar un caso categórico, al que apropiadamente el polemólogo Gaston Bouthoul calificó como un “pacto de renuncia a las enfermedades”; o si lo haremos a través de un acontecimiento “acelerador de la historia”, es decir, una nueva prueba de fuerza interestatal.

Si es por medio de la cooperación, la que necesariamente deberá fundarse en determinados propósitos comunes por parte de los actores mayores, por vez primera los Estados habrán logrado pasar, sin descender a la violencia, de un creciente desorden internacional a un estado de concordia como posible umbral de un orden que proporcione estabilidad. Si es por medio de la violencia, se habrá repetido una conocida regularidad interestatal, aunque casi absolutamente desconocido será el grado de una nueva barbarie entre Estados como así sus secuelas.

También ello implicará otra regularidad en las relaciones entre Estados: la relativa con que la última guerra siempre es la próxima guerra.

El mundo es lo que hacen de él, suelen señalar aquellos enfoques no basados en el realismo. En rigor, el mundo es (y seguirá siendo) lo que siempre han hecho de él.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Profesor de la asignatura Rusia en el ISEN. Profesor en la Diplomatura en Relaciones Internacionales en la UAI. Ex profesor en la UBA y en la Escuela Superior de Guerra Aérea. Autor de varios libros sobre geopolítica. Sus dos últimos trabajos, publicados por Editorial Almaluz en 2019, son “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, y “Versalles, 1919. Esperanza y frustración”, este último escrito con el Dr. Carlos Fernández Pardo.

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