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140 AÑOS DEL COMBATE NAVAL DE ANGAMOS

Agustín Saavedra Weise*

Monitor Huáscar paso a la armada chilena en el combate de Angamos en 1879. Fuente: Pintura de Fernando Saldías

Desde el principio de la Guerra del Pacífico (1979-1883), el monitor blindado Huáscar del Perú fue pesadilla para la armada rival y para los buques mercantes que aprovisionaban a la tropa transandina. Ligero y veloz, era hábilmente comandado por el eximio marino Miguel Grau Seminario (1834-1879) conocido como “el caballero de los mares” por el trato humanitario que dispensaba a su propia gente y a los oponentes capturados; era apreciado tanto por peruanos como por chilenos.

El Huáscar incursionaba en aguas enemigas, hundía sus navíos y, en fin, prácticamente dominaba los mares de la región. Pero la respuesta contraria no se hizo esperar. Pronto llegaron los barcos comprados en Europa y la superioridad naval se inclinó netamente a favor de La Moneda. Aun así, el Huáscar continuaba con sus correrías, siempre creando caos en el adversario, pero éste ya había previsto una emboscada para intentar destruir al escurridizo monitor y neutralizar al genial Grau.

En el célebre combate naval de Angamos —península cerca de Mejillones— librado el 8 de octubre de 1879 (hace 140 años) el blindado Huáscar se vio súbitamente rodeado por el núcleo de la escuadra chilena, que ejecutó una hábil maniobra envolvente. Según narran los historiadores, si bien estuvieron presentes los buques peruanos Huáscar y Unión frente a los chilenos Cochrane, Blanco Encalada, O’Higgins, Loa, Covadonga y el carbonero Matías Cousiño, en las acciones concretas el Huáscar enfrentó solo a dos buques rivales: el Cochrane y el Blanco Encalada. Grau murió en la batalla, que favoreció a Chile por su abrumadora superioridad. La derrota peruana fue factor determinante en la guerra naval; dejó los mares en poder de Santiago y con posibilidades de generar más adelante una invasión, la que se hizo realidad cuando los chilenos tomaron en 1881 primero El Callao y luego la capital Lima, permaneciendo allí hasta el fin de la trágica contienda en 1883.

El dañado Huáscar fue trasladado a puertos chilenos y allí quedó hasta hoy. Actualmente funge como museo flotante en la localidad de Talcahuano. Pasados 140 años, creo que finalmente ha llegado la hora para que Chile —en un gesto magnánimo y de buena voluntad entre vecinos— devuelva el Huáscar al Perú. Su larga retención como “trofeo de triunfo” sigue marcando un punto oscuro en la relación bilateral. Eso debe terminarse y mirar al futuro, no al pasado.

Museo monitor Huáscar fondeado frente a la base naval de Talcahuano.

El sacrificio del heroico Grau y la pérdida del Huáscar le dieron a Chile el control definitivo del Pacífico para proyectar mejor sus fuerzas y proseguir con la conquista bélica de territorios bolivianos y peruanos. En aquel memorable 8 de octubre de 1879 el Huáscar —esa vez acompañado del Unión— concretaba su quinta incursión sobre aguas chilenas, pero en Angamos lo rodeó inesperadamente la poderosa flota rival. El monitor —tras el reñido combate— quedó dañado e inmediatamente fue tomado por el enemigo, no sin antes cubrir de gloria eterna a su tropa, a su bravo capitán y a la marina peruana.

*Ex canciller, economista y politólogo. Miembro del CEID y de la SAEEG. www.agustinsaavedraweise.com

Tomado de El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.

 

LA BATALLA DE WATERLOO, 204 AÑOS DESPUÉS

Agustín Saavedra Weise

El 27 de febrero de 1815 el derrocado emperador francés Napoleón Bonaparte escapa de la Isla de Elba e inicia sus famosos “100 días”. El corso retornó a Francia en medio del aplauso mayoritario de la población y reasumió de inmediato el mando de la nación gala. El emperador no anticipó debidamente las reacciones de sus principales rivales europeos (Inglaterra, Holanda y Prusia), que decidieron poner rápidamente un drástico punto final a la hegemonía napoleónica en el continente. Presurosas, las citadas potencias formaron un gigantesco ejército para derrotarlo en forma concluyente. Cuentan las crónicas que cada uno de los aliados se comprometió a poner 150.000 hombres para vencer a Napoleón. El Emperador —si quería mantener el poder que había recuperado— debía intentar golpear primero, aprovechando la lealtad y eficacia comprobada de sus soldados.

El decisivo enfrentamiento comenzó con escaramuzas y combates pocos días antes, específicamente el 14 de junio de 1815. Bonaparte agrupó —con su característica habilidad— a lo largo de la frontera franco-belga más de 120.000 hombres y sin conocimiento de la tropa enemiga, que estaba a 150 kilómetros de distancia. La principal fuerza anti Bonaparte estaba formada por dos contingentes: la milicia anglo-holandesa al mando de Sir Arthur Wellesley (el Duque de Wellington) y un aguerrido cuerpo prusiano bajo las órdenes del príncipe y mariscal de campo, Gebhard Leberecht Von Blücher. Estos aliados doblaban en número de efectivos al ejército imperial. Conociendo su desventaja numérica, Napoleón percibió que la única manera de triunfar era posible si lograba dividir al enemigo y aprovechaba al máximo la posesión del terreno. Contaba para ello con la enorme experiencia y fidelidad de su curtido ejército.

La historia relata que —de acuerdo con su plan inicial— el corso sorprendió a los aliados y les infligió varias derrotas parciales, pero estas no pudieron transformarse en totales. Pese a su reconocido genio como estratega, Napoleón —en grave error— separó inútilmente las tropas galas con el fin de perseguir a la caballería prusiana y, por otro lado, los generales que lo colaboraban no supieron explotar adecuadamente el tan favorable factor sorpresa en las arremetidas contra sus persistentes rivales. El 16 de junio Napoleón arremetió fieramente contra Blücher y Wellington antes de que aglutinaran sus fuerzas; obtuvo una significativa victoria inicial, pero los franceses no pudieron romper el frente de combate. Y mientras los aliados hábilmente mantuvieron fluidos sistemas de comunicaciones entre ellos e inclusive los continuaron durante la retirada prusiana, que solo fue de valor táctico y engañosa, como se comprobó después. Al ver que Blücher y sus hombres seguían retrocediendo Napoleón pensó —equivocadamente— que era el momento de asestar un golpe decisivo al grupo expedicionario británico. Fue así como el 18 de junio de 1815 en Waterloo (localidad ubicada en las afueras de la capital belga, Bruselas) comenzó la última fase de la batalla. Los ingleses aguantaron cuanto pudieron las embestidas galas. Es más, estaban a punto de derrumbarse cuando la llegada de las primeras avanzadas de Blücher comenzó a reforzarlos y progresivamente la balanza se inclinó a favor de la alianza. A las ocho de la noche de esa fatídica jornada los aliados soportaron una última y heroica carga de la famosa Vieja Guardia Imperial, pero la suerte ya estaba echada. La derrota francesa fue total. Wellington se adjudicó el triunfo y así lo reconoce la historia, pero sin Prusia y Blücher todo podría haber sido diferente. Los germanos fueron determinantes en el colapso de las tropas napoleónicas.

Y aquí un detalle curioso que casi nadie menciona y que tal vez fue determinante para el fracaso imperial. Napoleón —al igual que otros grandes conquistadores del pasado como Aníbal o Julio César— será siempre polémico. En muchas cosas Bonaparte fue un destacado innovador, particularmente en tres de las cuatro dimensiones de la estrategia: a) en el nivel operacional fue supremo; b) la parte social la manejó magistralmente, con él se gestó el concepto de nación en armas; c) Bonaparte además supo comprender la importancia de la logística para aprovisionar sus enormes ejércitos y movilizarlos con facilidad; d) ¡Ah! Pero falló en la parte tecnológica, la cuarta dimensión de la estrategia. Aunque innovó en muchas otras cosas, Napoleón nunca consideró lo aéreo. Era básicamente un hombre de tierra y apenas de mar; no comprendía ni conocía lo que podía brindarle el potencial dominio del aire, en esa época aún en pañales, pero que ya estaba iniciando su avance con el globo aerostático inventado por sus compatriotas, los hermanos Joseph-Michel and Jacques-Étienne Montgolfier.

Sin darle nunca importancia al cuerpo de globos (paradójicamente creado por él mismo) Napoleón finalmente lo disolvió por considerarlo “inútil”. Para colmo, poco antes de Waterloo, el enfrentamiento brevemente narrado que terminó para siempre con su preponderancia político-militar en Europa. Por confiarse únicamente en las palomas mensajeras, el corso no pudo conocer con anticipación el avance del prusiano Blücher luego de su triquiñuela de retirada, movimientos que fácilmente podrían haber sido avizorados desde el aire mediante los globos y ser neutralizados. Y como se sabe, la oportuna y sorpresiva llegada del prusiano fue decisiva para desequilibrar el combate. El desprecio de Napoleón por la nueva tecnología le costó un imperio. De ahí el colapso de Bonaparte frente a los aliados de la “pérfida Albión”, apelativo de naturaleza despectiva usado por los franceses para tipificar a Inglaterra, la enemiga eterna del país galo.

La batalla de Waterloo tuvo enorme repercusión histórica; la segunda abdicación de Napoleón fue irreversible. Su estrella político-militar se extinguió definitivamente con su exilio y posterior muerte en Santa Helena. Las reverberaciones de la revolución francesa llegaban a su fin y se iniciaba en Europa un nuevo período signado por el equilibrio continental de poderes entre las principales potencias, homologado luego en el famoso Congreso de Viena de 1815.

Después de Napoleón no surgió ningún otro aspirante a conquistador europeo hasta bien entrado el siglo XX, cuando Adolf Hitler intentó una vez más la dominación bajo moldes totalitarios y provocó la Segunda Guerra Mundial. Waterloo marcó el fin de un genio militar y de una convulsa era sociopolítica en el viejo continente. También fue el comienzo de otra etapa europea: la del equilibrio de poder, un balance de fuerzas que —con altibajos— a partir de 1815 perduró por bastante tiempo y terminó trágicamente en Sarajevo el 28 de junio de 1914 con el atentado contra el heredero de la corona austríaca, hecho que pocos meses después precipitó el inicio de la primera gran contienda universal.

En los próximos días —como es usual todos los años— se les rendirá homenaje a victoriosos y derrotados, al celebrarse —en las cercanías de Bruselas y en la misma villa de Waterloo—, el 204º aniversario de un histórico combate que marcó el fin de una era.

 

Tomado de El Deber, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, https://www.eldeber.com.bo/opinion/La-batalla-de-Waterloo-204-anos-despues-20190614-9208.html

La profecía de Tocqueville sobre EE.UU. y Rusia

Por Agustín Saavedra Weise (*)

Introducción

El pensador francés Alexis de Tocqueville (1805-59) no se equivocó cuando predijo que algún día Rusia y América (Estados Unidos), tendrían objetivos comunes y compartirían el mundo. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron aliados; su objetivo común era derrotar a las potencias fascistas del Eje. A partir de mediados de 1945 la entonces poderosa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se expandió hacia el oeste hasta límites no soñados otrora por los monarcas del Ducado de Moscowa. Estuvo muy cerca de llegar a puertos de aguas cálidas, el máximo objetivo histórico del Zar de todas las Rusias: Kievan Rus (hoy Ucrania), Rusia y Bielorrusia. En los lugares ocupados por la totalitaria URSS cayó finalmente la cortina de hierro, pronosticada por Joseph Goebbels y popularizada por Winston Churchill, personaje que se copió el término y lo divulgó urbi et orbe.

La URSS se pertrechó en sus extensas fronteras y cubrió su periferia con países satélites teóricamente independientes, pero que seguían las órdenes de Moscú al pie de la letra. Al trazarse la línea Oder-Neisse como límite de una Alemania vencida y dividida (se la despojó de Prusia oriental más todos sus extensos territorios del este), si bien las potencias occidentales aceptaron tal cosa y el inevitable posterior penoso flujo de millones de refugiados, desde ese momento —al ver la cruda realidad geopolítica— se pusieron en guardia. Aunque los acuerdos de Yalta entre los principales vencedores (Estados Unidos, Reino Unido y URSS) preveían estas acciones, una cosa fue el papel y otra lo tangible. El avance soviético hacia el oeste había llegado demasiado lejos; finalmente las potencias anglosajonas percibieron que el comunismo quería tener dimensión universal y expandirse por doquier. Allí comenzó en forma efectiva la Guerra Fría que ya se insinuaba desde principios de 1945.

La Guerra Fría

Así, pues, tras superar el objetivo común de destruir al fascismo se pasó luego a una etapa de mutuo recelo entre la URSS y EE.UU. que estuvo plagada de amenazas mutuas y con la gestación de alianzas desde ambas partes. Por el llamado “Mundo Libre” surgió la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y por parte de Moscú el Pacto de Varsovia. Se inició así el largo período de la denominada “Guerra Fría”, etapa durante la cual hubo muchas tensiones pero felizmente nunca se llegó a una confrontación nuclear, aunque se estuvo muy cerca en la crisis de los misiles con Cuba de octubre 1962. Los arsenales de EE.UU. y de la URSS siguieron creciendo y aunque se firmaron acuerdos limitativos en materia de ojivas nucleares, se vivieron años de inquietud permanente y plagados de intervenciones aisladas de las superpotencias en los marcos de sus respectivas zonas de influencia. Al colapsar la URSS en 1991 por el fracaso del largo experimento comunista, surgieron 15 naciones independientes. La más extensa y dominante de ellas —la Federación de Rusia— retomó su nombre tradicional y ocupó el sitio de la URSS en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La debacle comunista estuvo precedida de un fenómeno similar en Alemania oriental al desplomarse el muro de Berlín en octubre de 1989, prueba palpable del enorme descontento de millones de personas que se sintieron engañadas por un comunismo que les prometió mucho y cumplió poco. Se iniciaba una nueva era y se habló hasta del “fin de la historia”. En realidad, más bien se gestaba una nueva historia que recién comenzaba… Varios historiadores han marcado —desde el punto de vista socio-político— el derrumbe del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética como la conclusión efectiva del siglo XX y el inicio del siglo XXI, período que —en términos meramente numéricos— ya hace 18 años que transitamos.

Etapa confusa

Hasta aquí se habían cumplido dos de las profecías de Tocqueville: Rusia y Estados Unidos estuvieron juntos para derrotar al totalitarismo que representaba la Alemania de Hitler y luego se dividieron el mundo en la defensa por cada potencia de su ideología: el comunismo por Moscú y la democracia liberal por Washington. Pero lo más interesante fue lo que expresó el francés en 1835: «Hoy en día hay dos grandes pueblos en la tierra que, comenzando desde diferentes puntos, parecen avanzar hacia el mismo objetivo: estos son los rusos y los angloamericanos»;. Y agregó: «todos los demás pueblos parecen haber llegado casi a los límites trazados por la naturaleza, y no tienen nada más que hacer que mantenerse; pero estos dos seguirán creciendo». Por otro lado, lo manifestado en el testamento político de Adolf Hitler es también sorprendente: “Con la derrota del Reich y la espera del surgimiento de los nacionalismos asiático, africano y tal vez sudamericano, solo quedarán en el mundo dos grandes potencias capaces de enfrentarse entre sí: los Estados Unidos y la Rusia soviética. Las leyes de la historia y la geografía obligarán a estos dos poderes a una prueba de fuerza, ya sea militar o en los campos de la economía y la ideología. Estas mismas leyes hacen inevitable que ambas potencias se conviertan en enemigas de Europa. Y es igualmente cierto que estas dos potencias, tarde o temprano, encontrarán deseable buscar el apoyo de la única gran nación sobreviviente en Europa: el pueblo alemán”. No en vano hoy en día EE.UU. y Rusia coquetean con Alemania o la presionan, según propia conveniencia de cada uno…

Y finalmente llegamos al punto de los “propósitos comunes” que anunció Tocqueville. Esta etapa pareció plasmarse luego del fin de la Guerra Fría, cuando un exuberante George Busch padre afirmó que con la caída del comunismo se abrían nuevos horizontes entre Rusia y EE.UU. Poco duró el idilio. Guiados por los ventajistas líderes de Europa occidental, por liberales yanquis anti rusos y por el complejo industrial-militar (en su momento denunciado con alarma por Eisenhower en 1960) los políticos norteamericanos y los medios —en lugar de proseguir su aproximación hacia el otrora rival— los unos lo arrinconaron con el ingreso en la OTAN de todos los ex satélites soviéticos, mientras los medios por su lado arreciaban con la “rivalidad” y “hostilidad” de Rusia, creando imágenes muy negativas o alarmantes en la opinión pública. Esos grupos de presión acosaban al ex enemigo para mostrarlo como un enemigo real, algo que nunca lo fue desde 1991 hasta hoy en día. Tras unos pocos años de confusión, una vez munido de un liderazgo firme, Moscú reaccionó al sentir el peso del cerco gratuitamente erigido a su alrededor. De ahí las incursiones rusas en Ucrania y en otros lugares, siempre en procura de un espacio para que respire el oso ruso, que ha sentido nuevamente el ahogo de un ”corralito” similar al impuesto durante la Guerra Fría. Y en ese estado hemos permanecido hasta hace pocos días en la escala planetaria, con el beneplácito y la alegría de muchos hipócritas e ilusos que no se percataron del mal que estaban ocasionándose a sí mismos y al mundo con ese proceder.

Una nueva era

El encuentro en Helsinki de Donald Trump y Vladimir Putin del pasado 16 de julio —más allá de las personalidades de ambos líderes o de las críticas que se les puedan hacer por otras cuestiones— ha sido de importancia fundamental. Tiende a cambiar un absurdo estado de cosas. Como es sabido, una psicosis francamente alarmante por parte de medios y políticos norteamericanos acerca de las presuntas interferencias de Rusia en las últimas elecciones presidenciales viene siendo objeto de titulares e innumerables comentarios desde hace meses. Seamos francos: EE.UU. es una súperpotencia y una gran democracia; ese tipo de cuestiones no deberían preocuparle a su élite gobernante de la forma inusitada que ha venido sucediendo. Por otro lado, he aquí que mientras la mayoría de los políticos estadounidenses reconocidos como “liberales” y “demócratas” parlotean acerca de la paz, al mismo tiempo paradójicamente se rasgan las vestiduras ante una prueba palpable de paz entre las dos principales potencias nucleares del mundo. Y bien sabemos que la economía de Rusia es actualmente del tamaño de la de Italia o la de Texas, no hace falta que todos repitan lo mismo, pero también sabemos que con 11 husos horarios (desde Kaliningrado hasta Kamchatka) por su enorme extensión geográfica, inmensos recursos naturales y su probada capacidad de expansión socio-cultural en una vasta zona de Eurasia, Rusia no es poca cosa, es un país que obligadamente debe ser tomado en cuenta a nivel planetario. No se trata de un pez chico. El instinto de Trump no le falló.

En el momento presente, la histeria de medios y de políticos estadounidenses la considero verdaderamente lamentable e injustificada frente a la posibilidad concreta de una alianza ruso-americana capaz de generarnos un mundo mejor. El proceso está apenas en sus comienzos, tal vez pueda seguir adelante pese a las presiones o tal vez (ojalá no) fracase como consecuencia de esas injustas presiones e infundados temores. Pero el paso está dado y fue positivo. Aquí se anotó un poroto Donald Trump. En este campo, al menos, ha probado tener mayor visión estratégica que muchos de sus antecesores y opositores.

Conclusiones

Es común el señalar que cuando dos grandes potencias llegan a un acuerdo, casi siempre lo hacen a costillas de otro menos afortunado. Los europeos occidentales temen que sean ellos, pero esos temores carecen de fundamento. Todo lo que Putin quiere son relaciones normales con Occidente, lo cual no es mucho pedir. El candidato número uno para pagar el precio del acercamiento podría ser Palestina y tal vez Irán, de manera marginal. En la conferencia de prensa, sobre las posibles áreas de cooperación entre las dos potencias nucleares, Trump sugirió que los dos podrían acordar ayudar a Israel y Putin no se opuso a la idea. En otro tema, Trump dijo que «nuestros militares» se llevan bien con los rusos y «mejor que con nuestros políticos». La expresión esconde un golpe directo al complejo industrial-militar. Los globalistas neoliberales siguen con su
histeria anti rusa y sin medir consecuencias ni atar cabos en forma racional. El diálogo constructivo entre Estados Unidos y Rusia ofrece la oportunidad de abrir nuevos caminos hacia la paz y la estabilidad en nuestro mundo y eso es bueno. Trump declaró: «Preferiría tomar un riesgo político en pos de la paz que arriesgar la paz en pos de la política». Eso es mucho más de lo que sus enemigos políticos pueden decir, aunque ya llegó el aluvión de acosos de la prensa liberal por la “traición”, agregando una serie de falacias amplificadas que están calando hondo en la mente del ciudadano común. Pero no hay que aflojar, la paz y el futuro del mundo dependen de una durable alianza ruso-americana. Es la real realidad.

Una unión de esfuerzos y propósitos de la dupla Rusia-EE.UU aminorará las ambiciones de una China hambrienta de poder; será un contra peso geopolítico formidable frente al dragón del oriente y en la propia escala mundial. Asimismo, esa unión será exitosa en la lucha contra el terrorismo internacional. Por su lado, los europeos verán si les conviene seguir con su actitud agresiva hacia Rusia o asumir con aguda visión realista los retos del momento y permitir que Rusia mantenga su tradicional área de influencia en el espacio post soviético.

Deseo sinceramente que la aproximación entre Moscú y Washington se profundice, pero aún dudo que ella se concrete en plenitud, por lo brevemente expresado en estas líneas. Los intereses en contra son muchos, sobre todo en un país como EE.UU. donde el cabildeo de intereses sectarios, las presiones económico-financieras, la creación gratuita de escándalos, la exageración mediática (linda con la histeria) y el complejo industrial-militar, manejan en conjunto vitales hilos de poder e influencia… En fin, debemos confiar en que la predicción del genio de Tocqueville se cumplirá, para el bien de dos grandes naciones y del mundo en general.

(*) Agustín Saavedra Weise: Ex Canciller de Bolivia, economista y politólogo.

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