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DE LOS CONCEPTOS DE NACIÓN Y SOBERANÍA DEL GENERAL GUGLIALMELLI AL SERVILISMO ACTUAL

Marcelo Javier de los Reyes*

Introducción

En septiembre de 2020 publiqué el artículo titulado «Recordemos al general Guglialmelli en medio de la ceguera geopolítica y estratégica» en el que hice una breve mención biográfica, destaqué su conocimiento profundo de la Patagonia, región en la que estuvo destinado durante su carrera militar y que consideró que era imprescindible desarrollarla, para lo cual hizo propuestas, particularmente respecto de la provincia de Santa Cruz, así como su visión geográfica de la Argentina a la que le atribuyó un carácter «peninsular».

Tenía clara conciencia de cómo las grandes potencias y las corporaciones internacionales, o ambas en forma conjunta, procuran mantener la dependencia del mundo periférico, fomentando integraciones regionales en desmedro de la Soberanía Nacional. En ese texto cité, como ejemplo de esas integraciones regionales, la referencia a la Cuenca del Plata como una prioridad que puede relegar al resto del país. Del mismo modo, Guglialmelli destacó la intención de actores externos por mantener a la Argentina bajo la condición de «granja», es decir, cómo esos intereses operaban para impedir la industrialización del país. De tal manera que en esa división internacional del trabajo que se impuso, la Argentina quedaría reducida a proveedora de alimentos, de materias primas y de productos agroindustriales, manteniéndola como un país periférico, dependiente.

Nación y Soberanía

Quince años después de la alocución titulada «Nación y Soberanía» que el General Juan Enrique Guglialmelli pronunciara en la Escuela Superior de Guerra el 15 de diciembre de 1965, la revista Estrategia, fundada por él, la reeditó por considerar que aún tenía vigencia[1].

Sesenta años después de la disertación en esa alta casa de estudios considero que sigue vigente, al igual que todas sus propuestas. En aquella oportunidad se consideraron valiosas porque fueron «prevenciones» ante las políticas llevadas a cabo por los equipos de Adalbert Krieger Vasena (1920 – 2000) y de José Alfreo Martínez de Hoz (1925 – 2013). El plan económico de Krieger Vasena ―ministro de Economía y Trabajo entre 1967 y 1969, durante el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía―, procuró estabilizar la economía mediante una fuerte devaluación del 40%, la reducción del déficit fiscal a través de retenciones agropecuarias y un control estricto de los ingresos salariales y precios. Este plan liberal combinó la devaluación con medidas para estimular la eficiencia económica a través de la reducción de aranceles y de la desregulación financiera, pero provocó descontento en sectores como el agro y las pequeñas industrias.

La política económica de Martínez de Hoz, siendo ministro de Economía (1976 – 1981) del último gobierno cívico militar, tuvo como propósito transformar el modelo económico argentino a partir de la desregulación, la apertura al mercado internacional, la reducción del tamaño del Estado y la promoción de la especulación financiera sobre la producción. Entre sus medidas pueden mencionarse la liberación de los precios, el congelamiento de los salarios, los acuerdos con el FMI y con el Banco Mundial y la suspensión de las paritarias. Para llevar a cabo su plan apeló a la reforma del Estado, la liberalización de la economía y la aplicación de la denominada «la tablita», la cual consistía en un sistema de devaluación prevista del peso. El objetivo principal de estas medidas apuntaba a desmantelar el modelo de sustitución de importaciones, lo que derivó en el inicio de un siniestro proceso de desindustrialización nacional. En resumen, su política económica provocó la bancarrota de la economía argentina.

Las «prevenciones» y las propuestas del general Guglialmelli hoy siguen vigentes, pero también es cierto que fueron y siguen siendo omitidas por los equipos políticos y económicos de los gobiernos de esta partidocracia, principalmente por los de Menem, De la Rúa, Macri y actualmente por el de Milei. No obstante, no están exentos los gobiernos de Néstor Kirchner, de Cristina Fernández de Kirchner y de Alberto Fernández, los que desaprovecharon las oportunidades que tuvieron para una verdadera recuperación de las capacidades de nuestra Argentina.

Al pensar la Nación debemos hacerlo de forma integral, tal como lo pensaba en su momento el general Guglialmelli, en su aspecto espiritual, económico, político, cultural y en materia de defensa. Expresaba entonces que la «soberanía es la condición misma de la Nación, su tesitura espiritual y moral, su lado material»[2]. Agregaba que «la nación pasó entonces a ser el único espacio en el cual era posible el pleno desarrollo de un pueblo»[3], mientras que la soberanía «se constituyó en el instrumento de lucha de los propulsores de la nacionalidad»[4].

Guglialmelli en sus escritos hacía hincapié en el aspecto espiritual. Es que cuando se corroe la espiritualidad de un pueblo, su andamiaje se derrumba. Vale aquí recordar la célebre frase de Sun Tzu o Sun Wu o Sun Zi[5]: «Será el mejor de los mejores el capaz de rendir al enemigo sin combate»[6], frase que suele citarse como «El arte de la guerra es someter al enemigo sin luchar». Desde temprano, ese espíritu de la Argentina comenzó a ser atacado por las ambiciones británicas sobre nuestro territorio.

Si se tiene en cuenta que la nación está conformada por un pueblo que está unido por vínculos culturales, un idioma, costumbres, tradiciones y una religión mayoritaria, esos rasgos se extienden a una amplia región de nuestra América y es la herencia que recibimos de España.

A las bases culturales debe agregarse la base material, las fuerzas productivas. El general Guglialmelli nos hablaba entonces también de «lealtad», sobre la cual «se funda el elemento espiritual que toda nación alienta y que no es otra que la voluntad misma de mantener sus propias peculiaridades, su propio estilo de vida. En síntesis, de autodeterminarse»[7]. Resalto este término: autodeterminarse, es decir, lo que nos distingue, lo que nos diferencia de otros.

Hablaba entonces del «ser nacional». De tal manera que las bases culturales, la base material y la lealtad hacen al «todo» que nos permite autodeterminarnos como nación. Sin embargo, la autodeterminación requiere de un desarrollo económico, del sentimiento de comunidad por parte de los miembros que comparten el territorio y de una articulación ―en términos de comunicación― de ese territorio.

En esa alocución se refería a un proceso de «vertebración» comunitaria que es fundante de todo proceso de formación nacional. Esto requiere, en términos sociales, excluir las diferencias entre los individuos y lograr la armonía entre los sectores productivos, el agropecuario, el industrial y el de servicios. Por supuesto, en este escenario integral cobran un rol fundamental las Fuerzas Armadas, las que participan de todas las actividades de la comunidad pero que, fundamentalmente, se vinculan a la soberanía y a la lealtad a la Patria. En este punto, el general Juan Enrique Guglialmelli destaca la relevancia que el factor militar tuvo en la unidad nacional.

Tras mencionar algunos hitos de nuestra historia, pone el acento en el campo de la economía como el baluarte primordial para la defensa de nuestra soberanía nacional y destaca el vínculo íntimo que existe entre la estructura económica con el poder militar.

En lo que se refiere a los sectores productivos cabe mencionar textualmente un párrafo de esa alocución:

La Argentina, en función de una perspectiva unilateral basada en ciertos factores de economicidad, podría postergar definitivamente ciertos rubros básicos, como el hierro y el acero, y quedar relegada fundamentalmente a producir alimentos y ciertas industrias livianas. Por este camino, y así lo enseña la experiencia histórica de otros pueblos, renunciaríamos de hecho a un destino cierto de gran potencia.[8]

Aquí debo señalar que el propio autor utiliza la letra cursiva para destacar ese párrafo.

La realidad es que la Argentina renunció a su destino de «gran potencia» gracias a su dirigencia política, empresaria, sindical y al poder judicial, cuyos miembros en general son cómplices de los gobiernos de turno. Al que le moleste la «generalización» deberá comprender que si no hubiera habido mayoría en esos sectores de la sociedad, tal frustración no hubiera ocurrido. Si cuestiona el término «mayoría», puede reemplazarlo por los que estaban en los lugares de toma de decisión.

Nuestra Argentina está, de alguna manera, como la Unión Soviética en 1991 y sin una dirigencia destinada a salvar la Argentina. Muy por el contrario, toda la dirigencia demuestra una clara falta de lealtad, contribuyendo a la disolución de la comunidad nacional y a la desarticulación territorial.

Guglialmelli previó en aquellos años el riesgo de las integraciones supranacionales, más precisamente, las que consideró como una «fatalidad histórica». A modo de ejemplo citó el proceso de la comunidad europea, cuyos resultados negativos hoy se observan claramente a partir de que el bloque y buena parte de sus países están liderados por gobernantes que siguen a pie juntillas lo que la angloesfera le dicta: los europeos se involucraron y se involucran en conflictos ajenos y crearon los propios en la ex Yugoslavia y en Ucrania. Los resultados están a la vista. Su advertencia respecto a un país que se incorpora a un bloque sin haber madurado su desarrollo económico fue clara:

El problema es distinto cuando a la nación le falta «vertebrarse», cuando el desarrollo es todavía un programa a realizar, un objetivo en perspectiva. En estos casos la acción prematura, cualesquiera sean sus mejores intenciones, mutilará a la nación y, a corto o largo plazo, impedirá obtener los máximos beneficios de un mercado que supere las fronteras nacionales.[9]

¿Podríamos afirmar que este fue el caso de la Argentina? Agrega el general Guglialmelli:

Para un pueblo como el nuestro, en la etapa actual de su proceso histórico, en que lucha todavía por su desenvolvimiento espiritual y material, la soberanía sigue siendo la misma idea polémica de los tiempos en los que los reyes luchaban contra el feudalismo interno, y contra los poderes supranacionales de la Europa medieval.

Esta idea de la soberanía, que se proyecta con contenido tan concreto en el campo económico, opera en un ámbito internacional de signo especial.[10]

Cabe recordar que esto fue pronunciado en 1965, en el contexto de la Guerra Fría. Hoy el contexto internacional tiende a la multipolaridad pero, sin embargo, nuestra América está siendo forzada a circunscribirse a un esquema bipolar en el que los Estados Unidos están procurando cerrar el continente ante la expansión económica de China. La potencia occidental se encuentra en un irreversible proceso de decadencia y realizando esfuerzos por jugar a una bipolaridad que se diluye ―Estados Unidos frente a Rusia y China― como se le diluyó la unipolaridad, un breve tiempo que comenzó tras la implosión de la Unión Soviética en 1990/1991 y que fue revertido a partir de la llegada al poder de Vladimir Putin en el Kremlin.

Como ya fue mencionado, el general Guglialmelli ha hecho hincapié en varios de sus escritos acerca de la importancia de la espiritualidad y de la cultura:

Cuando una nación no ha logrado vertebrarse, realizarse, consolidar su desarrollo desde el punto de vista espiritual, cultural y material, es objetivamente dependiente. Y su lucha consiste, desde el punto de vista nacional, en afirmar esa independencia por todas las vías, lícitas, que le permitan obtener su logro.[11]

Nuevamente recurrió a la letra cursiva para destacar la importancia de lograr ese desarrollo.

Oportunidades perdidas

Tras la debacle política y económica de 2001/2002, Argentina dio muestras claras de una recuperación pero las cuestiones ideológicas, en algunos casos, y los intereses propios de los actores políticos en otros, operaron en contra de los Intereses Nacionales.

El gobierno de Néstor Kirchner tuvo ciertos logros económicos y desendeudó al país con respecto al FMI. Sin embargo, el componente ideológico retrotrajo la Argentina a la década de los setenta del siglo XX. La mirada al pasado en lugar de poner la vista hacia el futuro estableció nuevas grietas en la sociedad. Las Fuerzas Armadas fueron estigmatizadas y continuaron desfinanciadas y, en consonancia con ello, la industria de la defensa no fue recuperada. En ese sentido continuó la política del gobierno de Menem.

El viento de cola que proporcionó la economía global no fue aprovechado ni por su gobierno ni por el de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner. Todo quedó a medio camino, la industria no fue plenamente recuperada, los astilleros continuaron su proceso de oxidación y la recuperación de algunos tramos ferroviarios se produjo tras algunos graves accidentes en el sistema. Vale aquí aclarar que hoy sabemos que alguno ha sido intencional. No obstante, no se recurrió a recuperar la industria ferroviaria que la Argentina supo tener y cuyo material también exportó, sino que importó unidades de China.

Con respecto a la industria de la defensa, continuó su proceso de extinción y tampoco se dotó a la Fuerzas Armadas de materiales para la defensa de la soberanía.

Más allá de lo cuestionable de sus respectivos procesos, la reestatización de YPF y de Aerolíneas Argentinas deben ser considerados como puntos positivos.

El gobierno de Cambiemos, a cargo de Mauricio Macri, siguió esmerilando las cuestiones inherentes a la soberanía nacional; la política en materia de defensa fue absolutamente desafortunada, desmantelando proyectos de desarrollo en el ámbito militar, no introdujo mejoras salariales al personal de las fuerzas y adquirió material inadecuado (los patrulleros oceánicos para la Armada) e inútil (los Super Etendard Modernisé que no vuelan). A ello debe sumarse el «interés inmobiliario» que despertó la venta de propiedades del Ejército. Procedió a desarticular la Policía Federal Argentina con la creación de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, política que fue retomada por el actual gobierno de Javier Milei, quien pretende hacer de la misma un «FBI argentino». En materia económica, su gestión fue desastrosa al punto de endeudar de manera deliberada la Argentina con el mayor crédito que el FMI le otorgó a un país. Al igual que con el actual gobierno y con los mismos actores en el gabinete ministerial y en el Banco Central, el dinero de los empréstitos fue destinado a la «timba financiera» en lugar de utilizarlos en procesos productivos.

En materia de comunicaciones, el sistema ferroviario fue nuevamente omitido y en lugar de ello se consideró que el país podía ser conectado a través de las líneas aéreas. Al igual que sus predecesores, la corrupción en la obra pública fue un elemento que llevó al desmantelamiento de Vialidad Nacional, proceso que es continuado por el gobierno de Milei, quien también avanza en el desmantelamiento de lo que queda en pie del sistema ferroviario.

Algunas reflexiones finales

Nuestra Argentina ha venido siendo desarticulada desde hace prácticamente setenta años, prácticamente la misma cantidad de años que algunos dirigentes políticos citan con una maliciosa intencionalidad pero, peor aún, con gran desconocimiento de nuestra historia. El actual presidente, Milei, con una ignorancia supina de la historia nacional, extiende ese período a los cien años y pese a ser «un especialista en crecimiento con y sin dinero» y tras despreciar en campaña a quienes habían recurrido al FMI para «oxigenar» la economía nacional, ha demostrado la falacia de su especialización y ha caído en lo mismo que criticó, pues no sólo le pidió dinero al FMI sino también al Tesoro de los Estados Unidos, organismos que lejos están de ser instituciones de caridad. En paralelo, sigue destruyendo el empleo y los sectores productivos de la Argentina.

Las «prevenciones» del general Guglialemelli respecto de las políticas llevadas a cabo por los equipos de Adalbert Krieger Vasena (1920 – 2000) y de José Alfredo Martínez de Hoz cobran actualidad durante el gobierno de Milei: nuevamente, achicamiento del Estado (por supuesto que siempre adecuado a los intereses de la dirigencia de turno), desregulación, reducción de la inflación, una devaluación extrema del peso del 118% cuando asumió, liberación de las cuotas de los sistemas de medicina prepaga, aumento considerable y constante de los combustibles y del transporte público, desindustrialización, etc.; en fin, lo que ya muchos argentinos hemos vivido en las oportunidades ya citadas.

Pero volvamos a esos setenta años que en realidad procuran apuntar al peronismo como el causante de todos los males. Quizás de nada sirva que advierta que no soy peronista pero ya he aclarado en otro artículo titulado «Perón, peronismo, política y Estado. A 50 años del fallecimiento del general Perón» que para mí el peronismo murió con Perón en 1974 y que ni el menemismo ni el kirchnerismo pueden ser considerados como parte del peronismo. Cuando se habla de esos setenta años debe considerarse que, precisamente, hace setenta años que el gobierno del general Perón fue derrocado por la Revolución Libertadora en 1955. Ese fue un hito importante pues el gobierno militar aprobó un decreto ley por el cual la Argentina ingresó formalmente al Fondo Monetario Internacional (FMI), en septiembre de 1956, y también al Banco Mundial. Los militares liberales desplazaron a los militares nacionalistas, una puja histórica dentro de las Fuerzas Armadas.

Durante esos setenta años, de los que políticos oportunistas responsabilizan al peronismo, hubo gobiernos militares, radicales, «pseudoperonistas» («menemismo» y «kirchnerismo») y «pseudoliberales» (gobiernos militares con equipos económicos «liberales», «menemismo», el gobierno de la Alianza, Cambiemos y el actual gobierno de La Libertad Avanza de Milei). Ya aclaré por qué hablo de «pseudoperonistas» con la referencia a mi otro artículo pero con respecto a los «pseudoliberales» es porque el liberalismo es una teoría económica tan irrealizable como los postulados del comunismo. Es muy ingenuo creer que los británicos o los estadounidenses implementan el liberalismo cuando se trata de economías proteccionistas, como las que emplea la propia Unión Europea. Esos gobiernos protegen a sus productores, a sus industrias, lo que los gobiernos argentino no hacen en la Argentina. En esos setenta años se comenzó a desarticular gradualmente nuestro país, a partir de la incorporación a los organismos financieros internacionales, FMI y BM, en 1956.

Ya durante el gobierno de Arturo Frondizi (1958 – 1962) fue presentado el denominado «Plan Larkin» ―llamado así porque fue elaborado por el general e ingeniero estadounidense Thomas B. Larkin con el respaldo del Banco Mundial― con la intención, supuestamente, de reducir el déficit del Estado. El informe consistía en un estudio sobre los medios de transporte terrestre y fluvial de Argentina y apuntaba a una fuerte reducción del sistema ferroviario argentino por lo que en 1958 comenzó el proceso de regresión del ferrocarril. Frondizi no se encontraba en situación de llevar adelante la reducción propuesta por el plan (unos 15.000 kilómetros) debido a que los gremios se resistieron fuertemente a ese proyecto pero sí le dio inicio y luego el gobierno cívico militar que asumió en 1976 continuó con el cierre de ramales de la mano de Martínez de Hoz. El mayor desmantelamiento ferroviario fue llevado a cabo por el ministro Cavallo durante la presidencia de Menem en marzo de 1993 y, de la noche a la mañana, trece provincias se quedaron sin trenes.

Cada gobierno hizo su aporte y actualmente Milei está terminando de desarmar el sistema ferroviario y como ejemplo se puede mencionar el cierre definitivo del histórico ramal que une la ciudad de Buenos Aires con Bahía Blanca.

El proceso de desindustrialización comenzó en 1976 durante el gobierno cívico militar, con la apertura de las importaciones, incluso de bienes innecesarios que afectaron fuertemente la producción nacional, que quizás hasta eran de mayor calidad que muchos de los productos importados. Una vez más, el gran paso lo dio el gobierno de Menem con el ahora reaparecido Domingo F. Cavallo, gran responsable de la debacle de 2001. En la misma línea siguieron los gobiernos «pseudoliberales» y Milei ha llegado para cerrar el proceso.

Nuevamente escuchamos las monsergas referidas a la reducción del Estado, a la reducción del déficit, al equilibrio fiscal, a la desregulación y a todas esas medidas que han llevado al cierre de industrias nacionales, a la entrega y a la disolución de empresas estratégicas del Estado, al incremento del desempleo y del trabajo informal y al deterioro de la calidad de vida de los argentinos.

Todas estas medidas en contra de los Intereses Nacionales fueron realizadas esmerilando precisamente los conceptos de «Soberanía̶» y «Nación». Si la Nación es una «comunidad unida», en estos setenta años y principalmente en estos más de cuarenta años de una partidocracia corrupta o cleptocracia ―que ha reunido inescrupulosamente a una dirigencia política con empresarios prebendarios, algunos de los cuales ya habían sido beneficiarios de lo que se denominó la «patria contratista»― se han agudizado las diferencias, se han creado «grietas» de toda índole y se ha operado para destruir la espiritualidad de los argentinos.

Así como el general Guglialmelli ponía el acento en la espiritualidad y la cultura, además de lo material, vale aquí recordar una frase del coronel Mohamed Alí Seineldín que está en sintonía con lo que sustenta el ser nacional:

El país tiene dos instituciones básicas: la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Hoy las dos son atacadas, el enemigo es coherente en esto, el día en que ambas estén debilitadas, prácticamente nuestra Patria no existirá más.

La guerra cognitiva le ha sido muy favorable a los enemigos de la Patria con la colaboración de la «quinta columna» que siempre está dispuesta a traicionar los Intereses Nacionales. Cada presidente y cada gabinete de esta partidocracia ha llegado al gobierno para hacerse cargo de una parte del desmantelamiento de nuestra Argentina. Nada ha quedado fuera del plan.

La destrucción de los sectores productivos, de las Fuerzas Armadas, de la Inteligencia Nacional, los ataques a la fe de la mayoría de los argentinos ―agudizada durante el gobierno de Milei― han sido vitales para borrar la Soberanía Nacional, la cual precisa de Fuerzas Armadas con poder de disuasión, una economía sana y una política exterior independiente. Nuestra Argentina actual no cuenta con ninguno de estos requisitos.

En esta fecha tan especial del 20 de noviembre que recuerda la inmensa gesta de la Vuelta de Obligado de 1845, que tuvo lugar sobre el río Paraná, ciento ochenta años después encuentra a este mismo río entregado por el gobierno de Milei al Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos para que «colabore» en tareas de infraestructura y gestión de la «hidrovía», una gravísima afrenta a la memoria del general Lucio N. Mansilla, de Juan Manuel de Rosas y de la de todos los héroes que ofrendaron su vida por la Patria.

Cierro este artículo con otra cita del general Guglialmelli, también tomada de su alocución «Nación y Soberanía»:

Las antinomias engendradas en la ideología existen y operan en el mundo de la realidad. De lo que se trata es de determinar si esas antinomias son propias de la comunidad o si, en el juego de las mismas, tal comunidad es tan sólo un instrumento o el escenario de, o dónde, otras fuerzas persiguen, naturalmente, intereses que les son propios o exclusivos.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director ejecutivo de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Profesor de Inteligencia de la Maestría en Inteligencia Estratégica Nacional de la Universidad Nacional de La Plata.

Autor del libro «Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones», Buenos Aires: Editorial Almaluz, 1ª edición 2019, 2da edición 2024.

Investigador Senior del IGADI, Instituto Galego de Análise e Documentación Internacional, Pontevedra, España.

 

Referencias

[1] Juan E. Guglialmelli. «Nación y Soberanía (Reflexiones para ingenuos y desprevenidos)». Estrategia, 64/65, mayo-junio-julio-agosto 1980, p. 5-13. Existe la versión digitalizada: file:///C:/Users/mjrey/Downloads/estrategia-64-65—mayo-junio-julio-agosto-1980—repositorio-guglialmelli-mjEGQynD0aUvZGW5%20(1).pdf.

[2] Ibid., p. 6.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Zi es una fórmula de respeto y no un nombre propio.

[6] Sun Zi. Arte de la guerra. (Cap. III, Plan de Ataque). Beijing: Ediciones en lenguas extranjeras, 1996, p. 24.

[7] Juan E. Guglialmelli. Op. cit., p. 7.

[8] Ibid., p. 10.

[9] Ibid., p. 11.

[10] Ídem.

[11] Ibid., p. 12-13.

 

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UNA NACIÓN POSIBLE

Santiago González*

Facundo Manes propone un plan de amplio consenso para no desperdiciar nuevamente una coyuntura internacional favorable.

En el curso de una entrevista que concedió la semana pasada, el aspirante presidencial por el radicalismo Facundo Manes dijo varias cosas interesantes, por lo menos más interesantes que las que suelen ofrecer otros personajes con sus mismas pretensiones. Dijo en primer lugar que a la Argentina le espera una década excepcionalmente favorable en términos de contexto económico internacional; que la Argentina ya atravesó en el pasado por esas coyunturas —a fines del siglo XIX, en la posguerra, y a comienzos del siglo XXI— y por distintas razones las desaprovechó todas; y que si esta vez se prepara de manera inteligente para sacarle partido, la oportunidad que se anuncia podría lanzarla definitivamente por el camino de crecimiento y desarrollo que su condiciones naturales y humanas le auguran desde hace mucho.

Manes dijo en segundo lugar que la confección y conducción de un plan capaz de aprovechar esa coyuntura mundial favorable es tarea que excede a cualquier parcialidad política, y dio a entender que excede incluso a la política en su conjunto para extenderse también a otros ámbitos económica, social y culturalmente relevantes. Advirtió por último que ninguna facción política triunfante que haya centrado su campaña en su capacidad potencial para cerrarle el acceso al poder a la otra estará en condiciones de promover entendimientos de esa envergadura porque de inmediato e inevitablemente tendría a medio país en contra.

Pensemos un poco sobre lo que dice Manes. Su percepción de la coyuntura internacional que se nos presenta es en general compartida por otros observadores, y su propuesta tiene la virtud de mirar hacia adelante, de hablar del futuro en unas vísperas electorales en las que sólo se escuchan las letanías del “ah, pero Macri / ah, pero Cristina”, versión contemporánea del clásico “ah, pero el peronismo / ah, pero la oligarquía”, que nos acompaña monocorde desde mediados del siglo pasado mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.

Cada una de las dos facciones mayoritarias que nos dividen trata de convencer a la ciudadanía de que con sólo hacer lo opuesto de lo que hace o propone la otra, o, mejor aún, eliminando a la otra, los problemas de la Argentina se disiparían como por encanto. Exactamente lo contrario de lo que sugiere Manes sobre la necesidad de aunar voluntades más allá de los límites partidarios, e incluso, diría yo, más allá de los límites de la política. Preferentemente fuera de los límites de la política, agregaría, aunque nuestro ordenamiento jurídico nos obliga a pasar por las horcas caudinas de la política para dirimir la cuestión del poder.

Respecto de la intermediación de la política no parece haber alternativa. Un plan como el que imagina Manes sólo se puede poner en marcha desde el poder. Dado que no hay en el país ningún poder lo suficientemente poderoso como para imponerse y lograr acatamiento, aun a disgusto, ese poder debe surgir desde la política: encontrar en el diálogo su instrumento, plasmar en un plan sus acuerdos, y, para obtener un máximo de compromiso respecto de sus requisitos y obligaciones, someter ese programa a un referendo popular. Esto lo digo yo, no lo dice Manes. O a este país lo damos vuelta entre todos, y nos comprometemos a hacerlo, o no lo hace nadie, y entonces mejor apagar la luz, cerrar la puerta e irse.

Desde el restablecimiento del sistema democrático, las facciones mayoritarias, las que han dado al país sus gobiernos, se ha limitado a aprovechar su circunstancial acceso al poder para el enriquecimiento personal de sus miembros a todo nivel (desde el legislador o el intendente que no puede explicar su evolución patrimonial hasta el muchacho que pega carteles y consigue ubicación en algún rincón del Estado) y a emplear su manejo del poder coercitivo del Estado en favor de quienes financiaron sus campañas o de amigos en condiciones de retribuir esas atenciones con discreta generosidad (desde la licitación amañada hasta la reglamentación que invoca el bien común para inclinar la balanza en favor de Pedro y en perjuicio de Juan). Un ejercicio del patrimonialismo tal como lo describió en La Prensa este fin de semana el profesor Carlos Hoevel.

En ningún caso la política se ha ocupado hasta ahora de diseñar un proyecto estratégico para el desarrollo y el crecimiento material y humano del país, y de someterlo al escrutinio de propios y ajenos. A lo sumo acomodó el destino nacional a programas diseñados por otros, deseosos de configurar el mundo en función de sus propios intereses. Fue lo que hizo Raúl Alfonsín respecto de la socialdemocracia europea; fue lo que hizo Carlos Menem respecto del llamado consenso de Washington. Fernando de la Rúa trató de armonizar los desastres recibidos de sus predecesores, y sólo logró multiplicarlos. Desde la crisis del 2001, ningún gobierno hizo más que agudizar el ingenio para seguir succionando a un país exhausto, y plegarse dócilmente a la agenda globalista, enemiga de cualquier proyecto nacional.

La oferta electoral disponible no indica que eso vaya a cambiar. Los principales candidatos de Cambiemos apenas representan caminos diferentes en la dirección de la Agenda 2030, el nombre y la fecha que los globalistas dieron a su programa dirigido a borrar las soberanías nacionales y las libertades personales. El kirchnerismo siempre impulsó esa agenda como propia y nada dice que esté dispuesto a resignar esas convicciones. El disruptivo candidato libertario, por su parte, promete sujetar la Argentina a un corset ideológico contrario a la idea de nación, ejercicio que si fuera practicable dejaría al país a punto de caramelo para ser devorado por los globalistas. En suma, la oferta electoral no ofrece escapatoria para la consigna globalista “no tendrás nada y serás feliz”, de la cual sólo la primera parte es segura.

Si quienes aspiran a dirigir la nación no la sienten como propia, ni conectan en modo alguno con sus votantes, no sorprende que ninguno haya dado hasta ahora mayores precisiones sobre dos cuestiones clave e íntimamente relacionadas: primero, cómo ven el mundo que se avecina y cómo piensan insertar a la Argentina en ese mundo, y segundo, cómo piensan sacar al país de sus aprietos económicos. Sobre ambas cosas no se han escuchado más que vaguedades y simplezas, como si ésas no fueran cosas para ventilar en público. En consecuencia, tampoco sorprende que la oferta electoral no haya enamorado, no haya suscitado adhesiones, ni siquiera con el recurso elemental de azuzar el encono contra “los otros”. El pueblo de la nación no reconoce a los candidatos como propios. El desaliento y la desesperanza que registran invariablemente los encuestadores reflejan esa frustración, y alienta las peores suspicacias. El electorado tiene aún viva la herida de la burla menemista: “si les decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie.”

En este contexto, como dije al comienzo, lo que Manes sugiere constituye toda una novedad. Su punto de partida es puramente pragmático, libre de ideologías y apuntado hacia el futuro: se nos presenta una coyuntura internacional desusadamente favorable, y sólo necesitamos ponernos de acuerdo sobre cómo aprovecharla no para despilfarrarla de inmediato, según nuestra tradición, sino para solventar un programa de largo plazo. Para Manes, aprovechar la coyuntura es aplicar el previsible excedente de ingresos para modernizar integralmente la estructura productiva argentina y hacerla menos dependiente de la exportación de materias primas. Si empeñamos nuestro esfuerzo tras ese acuerdo, cree Manes, podríamos revertir el largo proceso de decadencia que arrastramos desde hace décadas.

La discusión de esos entendimientos, creo yo, debería ser amplia y pública, de manera que los involucrados en cada caso puedan saber cómo se verán afectados sus intereses, y los que no lo están puedan comprender claramente qué es lo que se propones y a qué se comprometen los diversos actores. Como todos tendrán que resignar algo a cambio de un rédito futuro, como todos tendrán que ceder algo para no perjudicar a otro, los compromisos deberían ser lo bastante diáfanos como para que cada uno sepa a ciencia cierta que no se está sacrificando en vano ni se lo somete a engaño.

La idea de un plan de crecimiento y desarrollo con amplio consenso político y social resulta atractiva también por su efecto de cascada sobre las responsabilidades del Estado: se convierte de inmediato y sin demasiado esfuerzo en ordenador de la educación, la salud, la defensa, las políticas demográficas, la seguridad interna, la planificación y ejecución de la infraestructura, la justicia y el resto. Todo podría acomodarse en función de un propósito común, en términos prácticos, objetivos y mensurables, y quedar a resguardo al menos por un tiempo tanto de los aventureros ideológicos como de los corruptos codiciosos que vienen atrofiando, saqueando y vaciando el Estado desde el último cuarto del siglo pasado.

No sé cómo Manes piensa llevar adelante lo que sugiere, ni qué grado de receptividad puede haber para su propuesta, no sólo en Cambiemos sino en la clase política y la dirigencia social, y entre la ciudadanía rasa. No es raro que, a diferencia de sus colegas, Manes haya hablado de nación. Un proyecto semejante necesita del affectio societatis del que hablaban los romanos, de la amistad social a la que se refería Jean Lacroix citando a Malebranche, de la conciencia nacional en la que siempre insistieron nuestros mejores pensadores.

Si no comprendemos que antes que radicales, peronistas, liberales, empresarios, gremialistas, docentes, zapateros, pianistas, cuyanos, patagónicos, ranqueles o jubilados somos argentinos, si no nos reconocemos como tales, y estamos dispuestos a echarnos una mano, de buena fe, con el simple y sencillo propósito de vivir mejor, ser felices y desarrollar nuestras capacidades, un plan como el que imagina Manes no es viable, una nación como la que soñaron nuestros patricios no es posible.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Artículo publicado el 12/04/2023 en Gaucho Malo, El sitio de Santiago González, https://gauchomalo.com.ar/

 

 

LA INTEGRACIÓN LATINOAMERICANA Y EL CONCEPTO DE NACIÓN

Giancarlo Elia Valori*

 

I

La formación de las naciones que constituyen nuestro continente no fue producto de accidentes y de la arbitrariedad. Se formaron a lo largo de un proceso histórico que comenzó durante la dominación española y en ella fueron adquiriendo los trazos peculiares que conformarían después las características que las distinguieron. Los virreinatos y las capitanías generales no fueron agrupaciones territoriales de origen burocrático-administrativo; eran regiones económicas, sociales y aun raciales específicas. En el seno de las instituciones virreinales crecieron los elementos que darían nacimiento a nuestras naciones.

II

Puede que, visto en la perspectiva histórica, algún desgarramiento territorial se nos revela ahora como absurdo o injustificado. Pero lo que entonces pudo ser una separación territorial sin sentido, ahora es una realidad nacional inobjetable. El idioma común y la religión, fundamentos esenciales de la colonización española mantenidos invariables durante toda nuestra historia, no fueron ni son suficientes para borrar las particularidades específicamente nacionales que no diferencian y distinguen una naciones de otras, de la misma manera que una misma religión y un mismo idioma no esfuman las profundas diferencias que distinguen a Inglaterra de los Estados Unidos.

III

Por eso, el panamericanisimo —como en otro tiempo el paneslavismo o en los últimos años el panarabismo— no pudo pasar nunca de ciertos límites, que terminaban siempre en las mismas expresiones líricas acerca de un origen común y un destino común, mientras en la realidad nuestras naciones iban profundizando los rasgos que las distinguían. El panamericansmo tuvo dos vertientes: una, que nacía en los altos círculos dirigentes de las clases dominantes vinculadas a los Estados Unidos; otra, nacida en las filas del movimiento estudiantil universitario, de tendencia esencialmente anti yanqui. Aquella tenía que enfrentar y desplazar el predominio de la influencia económica y cultural de Europa en el continente (especialmente de Inglaterra en lo económico y de Francia en lo cultural); ésta, a enfrentar los movimientos populares contra el avance arrollador del nuevo imperialismo norteamericano. El panamericanismo de la primera vertiente se fue transformando paulatina y sucesivamente en una serie de instituciones de carácter continental (Organización de Estados Americanos —OEA—, Junta Interamericana de Defensa, etc.) que han dado origen a lo que se llama comúnmente “sistema interamericano”, “panamericano” o “continental”, articulado a lo largo de una serie de conferencias y de acuerdos. El segundo desapareció a los pocos años y los movimientos que lo constituían se transformaron en movimientos de carácter nacional (APRA). Hace años pareció querer rebrotar en otra forma, en la forma de un gran movimiento de guerrillas inspirado y dirigido desde Cuba, idea que sólo ha arraigado en sectores muy minoritarios del estudiantado.

IV

De cualquier manera, el panamericanismo que estamos describiendo era de orden exclusivamente político; sus acuerdos eran de carácter político y las invocaciones al “sistema» también lo eran. Pero la OEA, la Junta Interamericana de Defensa, la Unión Panamericana, se han convertido en grandes organismos burocráticos, alejados de cada una de las naciones que envían sus representantes, con sede en Washington. En la medida en que ya no expresan los objetivos políticos que le dieron nacimiento, esas instituciones han entrado en crisis, a veces muy grave, como la que ha sufrido la OEA en los últimos meses. Entraban en crisis, a nuestro juicio, porque las motivaciones que las movían eran de un orden “continental” muy difuso, que no alcanzaba a interpretar las necesidades reales de cada uno de nuestros países. Muchos de sus acuerdos (Río de Janeiro, Bogotá, etc.) fueron resistidos no sólo por los pueblos, sino también por los parlamentos y hasta por los gobiernos que los habían suscripto. El sistema no alcanzó a superar tampoco los conflictos que dividían las relaciones entre los estados; no pudo evitar la guerra entre Paraguay y Bolivia; no pudo hallar una fórmula de acuerdo entre Perú y Ecuador; tampoco solucionar el conflicto entre Bolivia y Chile sobre fronteras y salida al mar; debe tolerar realidades tan dolorosas como la de Haití, etc. De modo que el origen común y el destino común se reducen a frases que se introducen en los discursos de ocasión.

V

El único rasgo que identifica a todas nuestras naciones, excluidos los Estados Unidos, es su condición de subdesarrolladas. En una situación de dependencia más acentuada en unas que en otras, con mayores o menores niveles de vida, con un ingreso por habitante muy diferenciado, todas ellas presentan, sin embargo, ese rasgo común que distingue a las naciones subdesarrolladas. Y este problema, que es el más acuciante y el más grave de nuestro continente, ha sido sistemáticamente desvirtuado por las conferencias y resoluciones emanadas del llamado “sistema interamericano”.

VI

Este problema se hace presente con gran dramatismo en los últimos meses de la segunda guerra mundial y en la inmediata posguerra. En América Latina, como en todo el mundo subdesarrolado, eclosionaron movimientos nacionales de amplia base popular, con participación muy activa y a veces con dirigentes de las fuerzas armadas, con una muy fuerte incidencia de la Iglesia. Estos movimientos reivindican la nacionalidad, aspiran a la plena independencia y se proponen planes o programas tendientes a transformar las estructuras heredadas del pasado. Ellos miran con profundo  recelo al sistema interamericano y a sus instituciones y a veces llegan a sabotear sus decisiones y a no refrendar en los parlamentos sus acuerdos. Su nacionalismo no es agresivo, es más bien democrático por su origen popular y por surgir de las mayorías populares, pero lógicamente desconfía de los organismos supranacionales que dictan resoluciones obligatorias. A un panamericanismo difuso sucedió un nacionalismo popular que vino a rescatar la idea de nación, un tanto velada por el liberalismo clásico. El elemento social, vale decir, el movimiento de las clases trabajadoras, confiere a ese nacionalismo —en el poder o en el llano— un carácter muy acusado de reivindicación social, de justicia social. Señalamos, sin embargo, que en lo que hace a los pasos a recorrer para alcanzar la plena independencia económica, estos movimientos o gobiernos nacionales no llegan a articular programas ajustados a las distintas realidades que quieren transformar; a veces el acento recae en lo social, a veces en lo agrario, a veces, en fin, en el rescate de los servicios públicos en manos del capital extranjero.

VII

Es entonces cuando aparecen ideas e instituciones que vienen a canalizar o a orientar esa eclosión del sentimiento y del movimiento nacional. La literatura sobre desarrollo y subdesarrollo y los trabajos de esas instituciones forman bibliotecas. Poco a poco se va conformando lo que llamaríamos una ideología del desarrollo latinoamericano . Sus basamentos principales son: a) una reforma del régimen de tenencia de la tierra o reforma agraria; b) una integración o complementación —o ambas cosas a la vez— de las economías en agrupaciones regionales, hasta llegar a la constitución de un mercado común latinoamericano . Tal es la ideología de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), una comisión regional de las Naciones Unidas. La CEPAL, a su vez, ha sido la matriz que ha dado decenas y decenas de especialistas que han pasado a formar parte de una vasta burocracia, asentada en los organismos regionales que se han ido formando con el tiempo. Se trata de una burocracia con una ideología y con intereses propios de toda burocracia cristalizada

VIII

¿Cuáles son los pilares básicos de la integración regional? No es, desde luego, la conciencia de la ulterior integración de la economía mundial, resultado del proceso de concentración y centralización que se está operando tanto en los marcos del sistema capitalista como en el socialista, de la caída de las barreras ideológicas que fraccionan el mercado mundial y por tanto de la aceleración de los intercambios. Este componente histórico no entra en los cálculos de las ideologías de la integración. Sus pilares básicos pueden reducirse a dos, uno apenas esbozado, otro abiertamente expresado y explicitado: a) una nueva división internacional del trabajo, dentro de la cual cada país, zona o región se ha de especializar en una rama de la producción; b) un criterio de economicidad, según el cual los distintos países han de producir aquello para lo cual tienen mayores aptitudes históricas, v. gr., en la Argentina la ganadería; en Bolivia, la minería del estaño; en Brasil, el hierro; en Chile, el cobre, y así con el resto de los países. La economicidad implica, a la vez, el criterio de complementación: la Argentina no tendría necesidad de producir hierro, carbón y cobre, pues ya  los produce Chile; Chile, a su vez, no tendría que alentar la producción agropecuaria, pues a cambio de sus minerales la Argentina podría darle carne y cereales en abundancia.

IX

Los pasos previos a la integración y complementación de las economías han sido (en los casos de la ALALC y del Mercado Común Centro Americano) la eliminación progresiva de los recargos aduaneros para los productos que se incluyen en una llamada “lista común”; en el caso de la ALALC el objetivo era alcanzar la plena liberación de los aforos hacia los primeros años de 1970. Pero ya en estos pasos previos se contienen todos los elementos de una distorsión de nuestras economías, de anulación del proceso de desarrollo.

X

En efecto, tal como ha ocurrido en los países del Mercado Común Europeo la política tarifaria no es suficiente para alcanzar una integración de las economías ni mucho menos para defender la región integrada de la acción de los monopolios apátridas. Por el contrario, liberada la zona de que se trate de todas las defensas del factor exterior, éste actuará en el espacio geográfico con mayor “libertad», en un «espacio económico» más amplio, más propicio a la expansión de los monopolios. Pues se ha de saber que el monopolio ya estaba instalado en la mayoría de las zonas que componen América Latina, frenando o expandiendo la producción a la medida de sus conveniencias. Pero el monopolio tropezaba aquí con las altas tarifas proteccionistas con que cada uno de nuestros países habían defendido sus producciones tradicionales o las ramas industriales en desarrollo; esa política proteccionista se había incrementado en la postguerra con el acceso al poder de los movimientos nacionalistas populares de que ya hemos hablado.

XI

Esa política proteccionista era condición sine qua non para que las débiles y precarias bases industriales se desarrollaran y conquistaran o crearan su propio mercado interno. Concretamente, la única forma de alentar la industria del automotor en la Argentina —teniendo en cuenta sus altos costos originarios— era establecer una protección suficientemente alta para desalentar toda posibilidad de competencia extranjera; protección que era necesario extender luego a la importación de  “partes” o repuestos, que impidiera la constitución de una industria del armado semilegal. Esto, que era necesario para las nuevas y modernas industrias, era igualmente necesario para las industrias tradicionales, digamos, del vino y del tabaco, las cuales cubrían todas las necesidades internas. En los países donde aún no se  habían instalado las industrias llamadas de “consumo durable”, especialmente la de artefactos para el hogar, la situación era idéntica en cuanto su implantación exigía, desde el comienzo, un sistema de protección que la pusiera al abrigo de la competencia extranjera. Hasta la aparición de los intentos “integradores” éste era el proceso que se estaba operando, en algunos lugares más aceleradamente (Argentina, Brasil, México, Chile), en otros más lentamente. El rasgo principal de este proceso industrial era que se operaba en la esfera de la industria liviana, la que satisface las necesidades inmediatas del consumo ciudadano. Pronto fue evidente que la industria liviana engendraba una nueva forma de dependencia exterior.

XII

Evidentemente, el desarrollo de esta industria demandaba cantidades crecientes de materias primas industriales, de maquinaria, de combustibles, de productos químicos. Los gobiernos nacionales comenzaron entonces a sentir la necesidad de instalar la industria pesada, a partir de la siderurgia y de la quimiurgia; más tarde, la instalación de la industria de automotores y de maquinaria agrícola. Esto tendía a impulsar la búsqueda de materias primas (hierro, carbón, petróleo, minerales no ferrosos). Este proceso no estaba programado ni planeado, no respondía ciertamente a un sistema de prioridades estructurado. Era una tendencia general que partiendo de las mismas  necesidades  que engendraba el desarrollo industrial iba a la búsqueda  de sus bases autónomas.

XIII

Pero el paso de la industria liviana a la industria pesada exigía grandes inversiones que no podían ser satisfechas con el solo producto de las exportaciones. Pues se estaba operando al mismo tiempo un acelerado crecimiento demográfico —particularmente acusado en esta parte del continente— una concentración en las ciudades y un reclamo de mayores niveles de vida que iban absorbiendo los saldos exportables. El comercio exterior, la exportación, ya no era fuente de acumulación para las grandes inversiones que se requerían. A lo cual debe agregarse el fenómeno moderno permanente: el deterioro de los términos del intercambio.  Los sectores nacionalistas populares más esclarecidos hallaron la salida de la dificultad planteando la posibilidad de hallar fuentes de financiación de estas grandes inversiones en la cooperación internacional.

XIV

Fue entonces, cuando ya se perfilaba una solución integral al gran problema de nuestro subdesarrollo, cuando arreciaron las tendencias “integradoras”. Los criterios de “complementación” y de “economicidad” fueron expuestos y explicitados en numerosos trabajos y conferencias continentales; tuvieron el apoyo caluroso de grupos reformistas y de grupos conservadores. Por último, las grandes potencias le prestaron calor y promesas de financiación para “proyectos comunes” o “conjuntos”; algunos bancos internacionales se transformaron en bancos para la integración, sus fondos derivaron cada día más hacia la financiación de estos proyectos. Si la Argentina hallaba grandes dificultades financieras (y políticas) para la explotación del mineral de hierro de Sierra Grande (Patagonia), allí estaba, a mitad de precio y con un alto porcentaje de ley, el mineral de Río Doce (Brasil) que podía entrar libremente en virtud de los acuerdos de complementación o de liberación de tarifas de la ALALC; si experimentaba iguales dificultades para la construcción del sistema hidroeléctrico de El Chocón-Cerros Colorados, podía en cambio satisfacer sus necesidades de energía eléctrica con la construcción de la represa de Salto Grande en  común con Uruguay y Brasil.

XV

Es de suponer que, deliberadamente o no, la “integración” y la complementación venían a salir al cruce de lo que ya era una tendencia en marcha. Paralizaba los intentos integradores de carácter nacional en homenaje a una integración regional en perspectiva; desarmaba los dispositivos de defensa de la economía industrial en marcha y desviaba hacia otros objetivos los esfuerzos que ya estaban empellados. Prestaron su concurso a esta orientación no sólo la burocracia continental, sino también lo que denominaremos reformismo continental. Unos exigían como paso previo a todo, una reforma agraria, que consistiría en parcelar la tierra de tal forma que no quedara un solo trabajador agrícola sin su parcela; los otros postulaban una gran reforma educacional, pues la fuente de nuestros males estaría en el analfabetismo y en la incultura; los otros una reforma constitucional, pues nuestras constituciones eran ya arcaicas con respecto a las necesidades de modernización de nuestra sociedad; otros, en fin, una reforma religiosa y aun eclesiástica con el fin de acercar la Iglesia a los pobres y de que la Iglesia se incorporara al torrente reformista. Parecía que se trataba de atenazar o de envolver el proceso de desarrollo inevitable en una red de problemas que se le anticipaban o que lo postergaban.

XVI

Pero, sobre todo, se soslayaba el contenido histórico-político del desarrollo, a saber, la construcción de la Nación. Nuestros países, en efecto, no han completado aún el proceso de constitución nacional. La unidad nacional está en las leyes y en las constituciones; en la realidad, aparece fraccionada y las regiones aisladas entre sí. Junto a los grandes centros poblados se extienden vastas regiones que viven en el aislamiento; al lado de las conquistas de la civilización está el más profundo atraso. Estos fenómenos se dan en forma muy acusada en los países con gran población indígena, donde el idioma nacional es ignorado por la mayor parte de los pobladores. Pero se dan también en los países sin diferenciación racial y religiosa, como la Argentina, cuyos dos polos, el noroeste y la Patagonia, permanecen en el aislamiento y en al atraso y donde aún regiones relativamente pobladas y con producciones estimables caen en crisis por falta de vías de comunicación, como las provincias de Corrientes, Entre Ríos y Misiones.

XVII

En tales condiciones, el desarrollo económico adquiría dimensión en profundidad, en cuanto se trataba de erigir las bases de una economía moderna, y en extensión, en cuanto se trataba de extender sus beneficios a todas las regiones, enlazándolas con un vasto sistema de comunicaciones. Se trataba y se trata de construir las bases materiales de la nacionalidad, sin las cuales —como está ya probado suficientemente—  todos los factores de orden cultural y ético — la religión y la educación— o bien decaen, o bien se deforman en una suerte de barbarie moderna. El maestro o el misionero pueden llegar de manera suficiente, y cuando llegan no tienen en  sus manos los elementos que le permitan incorporar esas poblaciones a la vida de relación. Es la experiencia de los misioneros en las regiones de indígenas.

XVIII

Lo que comúnmente se ha llamado “problema nacional” ha adquirido en los años de la posguerra una dimensión y una fuerza realmente inusitadas. En Europa, a causa de la larga ocupación por fuerzas extranjeras de la mayor parte de los países, viejas civilizaciones de un alto nivel cultural sometidas a una opresión oprobiosa. En Asia y África, fue la quiebra definitiva del colonialismo lo que ha dado origen al desarrollo del sentimiento nacional en las antiguas nacionalidades, y a la aparición explosiva de ese sentimiento en las nacionalidades que ahora se constituyen (especialmente en África). Esos pueblos reconstruyen su historia, recuperan sus religiones originarias y sus idiomas, hacen renacer el folklore; inmediatamente se dan planes o programas de desarrollo económico y social, quieren salir del atraso a que los condenó la potencia colonizadora. En la misma Europa del MCE aparecieron fenómenos como el “degaullismo” que no es otra cosa que el renacimiento del espíritu nacional francés excitado por la invasión alemana y la posterior pérdida de sus colonias y dominios. No es éste el lugar para abrir juicios de valor sobre este fenómeno, pero ignorarlo o menospreciarlo equivale a ignorar la trascendencia histórica permanente del concepto de nación.

XIX

Pues en los planes de integración se ha avanzado ya bastante en torno de la articulación de una especie de gobierno supranacional. En efecto, los más eminentes expositores del pensamiento integrador han llegado a la conclusión de que las medidas y los organismos puestos en marcha hasta ahora no han sido suficientemente efectivos para llevar el proceso de integración hasta sus últimas consecuencias. Se impone, pues, según ellos, arbitrar otras medidas más enérgicas y más efectivas, para lo cual se requiere algo más que las meras reuniones de funcionarios autorizados. En una sesión especial, consagrada a la integración económica de América latina, celebrada en la ciudad de México en mayo de 1965, la CEPAL expuso un nuevo programa de cuatro puntos para acelerar el proceso de integración: los tres primeros eran de orden puramente económico y se referían a la progresiva supresión de barreras aduaneras, a la política de inversiones y al sistema de pagos para facilitar las transacciones entre los países miembros de la ALALC. El cuarto aconsejaba crear nuevas instituciones encargadas de coordinar el funcionamiento de los diferentes mecanismos. Era preciso crear de inmediato un Consejo que funcionara a nivel político, encargado de tomar todas las decisiones necesarias para el progreso de la integración. Este Consejo sería el órgano supremo de  la comunidad y estaría formado por los ministros de relaciones exteriores de los países asociados y sus atribuciones serían las siguientes: decisiones en lo referente a reducciones tarifarias, aprobación de la política regional de inversiones, definición de la política financiera y monetaria de la zona, programación del desarrollo científico y técnico y, en general, la adopción de todas las medidas necesarias para el progreso de la organización regional. Las decisiones deberían ser adoptadas por unanimidad.

XX

Lógicamente, esta política debía tropezar al fin con obstáculos insalvables, pues el interés nacional puede declinarse hasta un límite dado, pasado el cual viene la sumisión a las decisiones e intereses supranacionales. Las conferencias de la ALALC, realizadas en Montevideo en 1965 y 1966, no lograron articular el sistema de nivel político aconsejado por la CEPAL y por los llamados “cuatro sabios” (los señores Raúl Prebisch, José Antonio Mayobre, Felipe Herrera y Carlos Sanz de Santa María) a quienes el presidente de Chile, Sr. Frei había solicitado un informe sobre el estado y las perspectivas de integración. Al reunirse, a fines de 1967, la comisión que debía elaborar las “listas comunes” de productos que deben ser liberados de derechos, al llegar al petróleo y al trigo, entró en crisis. Después de laboriosas gestiones, la comisión tuvo que trasladar la fecha de sus reuniones al mes de junio del corriente año.

XXI

Pero, a partir de esta crisis, se ha renovado la ofensiva “integradora”. Personajes de organismos financieros muy altamente colocados han declarado que tales o cuales bancos no darían en adelante otros créditos  que  no fuerano  destinados a proyectos comunes de integración. Subvencionados por las mismas instituciones financieras se han constituido organismos para la propaganda de la tesis “integradora” y, en un simposio convocado en Arica, un expositor contrario a la corriente en boga, fue poco menos que agredido por los partidarios de la idea. Idea que se intenta disfrazar con una imagen que no corresponde a la esencia de la misma.

XXII

Conviene dedicar un párrafo a este nuevo enfoque del problema. La razón es obvia: se juega aquí con los sentimientos de la gente y hasta con el llamado sentido común. La integración vendría a ser algo así como un “frente” de los países en vías de desarrollo de América latina enfilado contra el imperialismo norteamericano; la complementación y la ayuda mutua los salvaría de tener que recurrir a la cooperación financiera internacional; un organismo supranacional, con poder de decisiones políticas, superaría las vacilaciones de los respectivos gobiernos. Pero el “imperialismo” les ha jugado una mala pasada a estos “integradores” de la izquierda; se sabe, por la experiencia europea, que la economía de los grandes espacios abiertos es la que mejor se acomoda a los intereses y designios de los grandes monopolios. Cuando se han levantado las defensas que protegen la incipiente producción de los países en vías de desarrollo, los que ganan el espacio no son los vecinos también en desarrollo, sino los monopolios que producen a bajo costo y que están en condiciones de ejercer incluso el dumping. Por otra parte, las conferencias de Ginebra (1964), de Argel (1967) y de Nueva Delhi (febrero-marzo 1968) han demostrado hasta el cansancio que esta especie de “frente” de los pobres contra los ricos no ha rendido frutos, sea cuando se ha usado el método de la persuasión sea cuando se ha utilizado el de la amenaza.

XXIII

Pero podría objetarse que este punto de vista que estamos exponiendo a grandes trazos es el de aquellas naciones del continente que mejores condiciones naturales reúnen para edificar una economía integrada dentro de sus fronteras o que disponen de un nivel económico que se acerca más al del pleno desarrollo; se justificarían, pues, sus aprehensiones hacia todo aquello que pudiera postergar o atenuar su proprio y rápido desarrollo. En cambio, ¿qué sucede con los países pequeños, con menos población, con una producción puramente agropecuaria o minera, con una industria de trasformación embrionaria? Nos referimos, es claro, a Bolivia, Paraguay, Ecuador. Para ellos, la integración tendría un significado distinto: el de un acceso más rápido a los niveles de producción de sus hermanos “mayores”, pues ni la liberación aduanera ni la complementación amenazarían sus bases de sustentación. En otras palabras, no se podría invadir el Paraguay con las carnes argentinas, pues este país las produce; ni Bolivia con los minerales chilenos. En cambio, Chile y Argentina necesitan, por ejemplo, de las maderas paraguayas.

Pero bien visto, este criterio se detiene en los niveles puramente comerciales del problema. Es, por otra parte, el criterio o uno de los criterios de los constructores ideológicos de la integración regional. En realidad, la integración estaría destinada a liberar y acelerar los intercambios comerciales. Pero se comercia lo que se tiene y no lo que se debiera tener dentro de lo que se estima como una economía moderna. El comercio puede ser liberado y acelerado sin que cambien las producciones que se venden o se compran. Y el desarrollo, bien entendido, no es el de los intercambios sino el de las producciones. Venezuela puede vender todo el petróleo que produce y aun mucho más, pero seguirá siendo así un país monoproductor y, por tanto, en vías de desarrollo, indistintamente de que la venta de su petróleo le produzca un ingreso per cápita superior al de cualquier otro país de América Latina. La liberación de derechos puede facilitar la colocación en masa de las magníficas maderas, de la yerba mate o del tanino paraguayo; pueden, así, aumentar sus ingresos y, por tanto, aumentar sus importaciones; pero este acontecer no alterará en nada su condición de productor de materias primas. Lo mismo dígase del estaño boliviano.

No se postula, desde luego, que esos países alcancen iguales niveles o grados de integración económica que los que pueden lograr Argentina, Brasil o México. Algunos carecen de condiciones naturales para una agricultura y una ganadería similares a las de Argentina; otros carecen de recursos minerales o de la riqueza de Brasil. Se aplicaría a estos países entonces el ejemplo de Italia, de Japón o de Suiza, que han alcanzado un alto grado de desarrollo industrial y agrario careciendo de recursos minerales y de tierras fértiles suficientes y vastas. Recorrerán este camino con mayor o menor ritmo, pero deberán recorrerlo. Si desde ahora se empeñan en alcanzar mayores niveles de vida confiando todo a la integración, retrasarán su desarrollo y acentuarán al de aquellas ramas que los caracterizan como países en vías de desarrollo.

XXIV

De cualquier manera, el aspecto puramente económico de la integración no era el objeto de estas líneas; más bien se trataba de explayar la permanencia histórica del concepto de nación, de la obligatoriedad de resguardar sus esencias espirituales, de la necesidad de construir sus bases materiales. Hemos partido de la conciencia de que la interdependencia de las naciones es insoslayable, de que estamos viviendo el proceso de integración del mercado mundial, que poco a poco las fórmulas de la convivencia y la negociación amigable están sustituyendo la agresividad y la guerra fría de ayer. Pero todo este proceso es un resultado no un requisito previo; el resultado del desarrollo de cada una de las nacionalidades de acuerdo con sus rasgos más específicos. Un acuerdo universal sobre los problemas que actualmente dividen al mundo será un acuerdo entre naciones soberanas, independientes, diferenciadas.

Las únicas categorías universales que se admiten sin discusión son las que informan las religiones, las filosofías, las llamadas ideologías. Pero, si bien se observa, la religión, por ejemplo, es uno de los elementos espirituales-culturales que constituyen el ser nacional en aquellos países que la han recibido desde su nacimiento.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. El Señor Valori ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

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