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LA RELACIÓN ENTRE CHINA Y AMÉRICA LATINA DEBE SER DE MUTUO BENEFICIO

Marcelo Javier de los Reyes*

El artículo de la profesora de la Universidad Complutense de Madrid Gisela Brito, acerca de las relaciones de la República Popular China con los países de América Latina y del Caribe[1], recurre a un extenso e interesante abordaje teórico de la geopolítica basándose en otros autores, aportando tres ámbitos de la disciplina que podrían sintetizarse en geopolítica formal, geopolítica práctica y geopolítica popular. Inmediatamente agrega que el ámbito de su trabajo es el de la geopolítica práctica para luego recurrir a varios documentos oficiales con el propósito de realizar “una revisión de los principales ejes que configuran la política exterior China en las últimas décadas, sobre todo en el período abierto a partir de la finalización de la Guerra Fría”. También apela sintéticamente a la historia de China para llegar al período de su interés que se centra en la post Guerra Fría.

El triunfo de las fuerzas de Mao Zedong permitió la proclamación de la República Popular el 1º de octubre de 1949, en la Puerta de Tiananmén. Con ese acto se puso fin a dos décadas de lucha entre los comunistas y los nacionalistas chinos, quienes una vez derrotados huyeron a la isla de Taiwán donde crearon la República de China, que fue la que tuvo su asiento como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Por su parte, Mao consolidó su visión particular del comunismo que pasó a denominarse “maoísmo”, el cual logró una fuerte acogida en otros líderes políticos de Asia, África y América Latina, habida cuenta que China era percibida como un país del Tercer Mundo. Su base proletaria residía en el campesinado, mientras que en la Unión Soviética la clase obrera industrial sería el engranaje que movería la revolución. En teoría debía ser así, pero el motor siempre está en la intelectualidad más que en el proletariado.

Para evitar la restauración del capitalismo, Mao Zedong implementó la “Revolución Cultural” que, en verdad, sirvió para neutralizar a los originales comunistas que cuestionaban su visión. En este sentido, en 1956 puso en marcha la “Campaña de las cien Flores”, con la intención de fomentar el debate público pero que luego sirvió para atacar a los intelectuales que lo ponían en práctica[2].

Dos años más tarde, en 1958, mediante el “Gran Salto Adelante” tomó distancia del comunismo de la Unión Soviética. Se trató de un plan de desarrollo que fracasó y produjo una gran hambruna que causó la muerte de entre 20 y 45 millones de chinos, una cifra que nunca pudo ser precisada. Otro fracaso de la gestión de Mao fue “la guerra contra los gorriones”, a los que acusaba de diezmar las cosechas. Ciudadanos de los pueblos salieron a hacer ruido para mantener asustados y en vuelo a las aves, las que caían al suelo exhaustas. En los casos en que fuera necesario también las mataban en vuelo. Lo que no tuvieron en cuenta es que los gorriones se comían a los insectos, por lo que la matanza de estas aves dio origen a la aparición de plagas de langostas que no encontraron un equilibrio natural. Para subsanar este error, el régimen chino debió importar en forma secreta gorriones desde la Unión Soviética.

Una segunda revolución cultural tuvo lugar entre 1966 y 1969, con el objetivo de profundizar el socialismo, pero en verdad fue para bloquear la acción de los dirigentes de su partido que criticaban la hambruna, como Lui Shaoqi y Deng Xiaoping, quien lo reemplazaría luego de su muerte en 1976.

Fue así como el sistema económico centralizado en el Estado fracasó y recién con Deng Xiaoping —quien impulsó la apertura al exterior a través de la instalación de Zonas Económicas Especiales— fue que China comenzó a transitar el camino que la convirtió en una de las principales economías del mundo emergente. En su libro dedicado a China, Henry Kissinger expresa:

Únicamente quienes vivieron en la China de Mao Zedong pueden valorar en toda su extensión las transformaciones llevadas a cabo por Deng Xiaoping. […] Mao destruyó la China tradicional y utilizó los escombros como elemento básico para la modernización definitiva. Deng tuvo el valor de basar la modernización en la iniciativa y la resistencia de los chinos. Abolió las comunas y fomentó la autonomía provincial para iniciar lo que él denominó ‘el socialismo con características chinas’. La China de hoy en día —la segunda economía del mundo en cuanto a volumen, la que posee mayores reservas de divisas, con numerosas ciudades que presumen de rascacielos más altos que el Empire State— constituye un tributo a la visión, la tenacidad y el sentido común de Deng.[3]

Es justamente a Henry Kissinger a quien debe reconocérsele la transformación que habría de llevar a China a su posición actual y esto se debió a la necesidad de aprovechar el quiebre ideológico existente entre Beijing y Moscú. Kissinger visitó China como secretario de Estado en 1971. Ese fue el punto de partida del viraje de la política exterior estadounidense, sacrificando a su tradicional aliado, Taiwán, en favor de la República Popular China. El viaje de Kissinger fue preparatorio de la visita del presidente Richard Nixon en 1972, con la cual se puso la piedra fundamental de una nueva relación entre China y Occidente. Pero esta estrategia no sólo se debió al cisma ideológico que los chinos presentaron ante los soviéticos sino que también se derivó de un momento de debilidad para ambos actores: China estaba estancada con su Revolución Cultural o con su propia “revolución comunista” mientras que Estados Unidos estaba fracasando en su guerra de Vietnam, la que también perdía en su frente interno con las manifestaciones que se llevaban a cabo en contra de la guerra. De tal manera que ese viraje fue una estrategia de gran importancia para ambos países y el punto de partida que le permitió a Deng Xiaoping llevar adelante la modernización de China.

Es bastante probable que sin este viraje en la política exterior estadounidense, China no se hubiera encontrado en una ventajosa situación durante la post Guerra Fría. Cierto es, como dice la profesora Brito, que la gran apertura de estos últimos años es obra de Xi Xinping, quien la implementó desde el inicio de su presidencia en 2013.

En marzo de 2013 el Parlamento de China nombró como nuevo presidente a Xi Jinping, quien había asumido como líder del Partido Comunista Chino en noviembre de 2012. Inmediatamente, el 22 de marzo de 2013, el nuevo presidente de China se trasladó a Rusia en su primer viaje al extranjero desde que asumió. La agenda con el presidente de la Federación de Rusia, Vladimir Putin, contemplaba temas referentes a los recursos de petróleo y gas, así como a proyecto de ductos para vincular los extensos campos de gas de Rusia con China[4]. Una nueva alianza estratégica comenzaba entre China y Rusia.

Tal como lo expresa la profesora Brito, es con la estrategia implementada por el tándem Kissinger-Nixon que China puede acercarse a América Latina pero más aún a partir de la asunción de Xi Jinping, quien procura instalar a su país como gran potencia mundial, para lo cual propuso la Iniciativa Franja y Ruta que, obviamente, también incluye a nuestra región.

Si se comparan los aportes que puede brindar el modelo de desarrollo que propone China frente al que tradicionalmente ha propuesto Estados Unidos, quizás puedan apreciarse algunos beneficios pero, de ninguna manera puede considerarse tan positiva la visión que expone la profesora Brito.

América Latina y el Caribe, tras su proceso independentista, han sufrido el accionar del imperialismo británico y del imperialismo estadounidense y no ha logrado con éxito encontrar su propio modelo de desarrollo. En los comienzos del siglo XXI la expansión de China obedece a las mismas necesidades que tuvieron sus predecesores: explotación de recursos naturales, adquisición de empresas, instalación de empresas de servicios y escaso o nulo desarrollo industrial.

Cabe recordar que la geopolítica llegó a su máxima expresión con Karl Haushofer (1869-1946) quien no aceptó la “mutilación” que había sufrido Alemania con su derrota en 1918 y desarrolló la teoría del Lebensraum o del “espacio vital” para albergar y alimentar a la —entonces— creciente población alemana. Se trataba de una concepción imperialista que ponía fin a la idea de las fronteras como líneas rígidas para concebirlas como “organismos vivos que se extienden y se contraen, del mismo modo que la piel y otros órganos protectores del cuerpo humano”[5]. Asociada al nazismo la geopolítica como ciencia cayó en desgracia y fue considerada un tema tabú. Sin embargo, siguió siendo utilizada por las mismas potencias que la proscribieron.

Lo que ha hecho Estados Unidos con sus guerras inventadas ha sido la implementación del Lebensraum para apropiarse de los recursos que precisaba para sostener su propio desarrollo. A diferencia de Estados Unidos, China implementa una política de desarrollo que se muestra como socia de los demás países, como lo hace en África y América Latina, pero en el fondo es la ejecución de la teoría del Lebensraum en forma pacífica. La compra de empresas por parte de compañías chinas, como lo demuestra el Mutún en Bolivia o Sierra Grande en Argentina, por citar unos pocos ejemplos, no implicó un desarrollo de las compañías adquiridas sino, todo lo contrario, su paralización. Del mismo modo habrá que recordar que también vinieron obreros chinos para construir la base del Espacio Lejano de China en Neuquén. La depredación de las riquezas ictícolas en Asia y en el Atlántico Sur por parte de las enormes flotas pesqueras chinas, es otro ejemplo.

La relación entre nuestra región y China debe darse en el marco de un beneficio mutuo, que no se limiten a la venta de empresas que luego quedarán paralizadas y/o a la exportación de productos primarios a cambio de la importación de productos manufacturados. Este tipo de intercambios ya lo conocemos y con el tiempo los resultados para las respectivas poblaciones serán los mismos que hemos venido experimentando en la región desde hace largas décadas: desindustrialización, desempleo y pobreza.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

 

Referencias

[1] Gisela Brito. “La política exterior China y su proyección hacia América Latina y el Caribe en el siglo XXI. Imaginarios y representaciones geopolíticas”. Geopolítica(s). Revista de estudios sobre espacio y poder, Universidad Complutense de Madrid, vol. 9, 2018, p. 63-85.

[2] Henry Kissinger. China. Buenos Aires: Debate, 2012, p. 126.

[3] Ibíd., p. 336.

[4] Marcelo Javier de los Reyes. “La cooperación Sino-Rusa en el Lejano Oriente Ruso”. Anuario del CEID 2018, https://saeeg.org/wp-content/uploads/2019/04/CEID-ANUARIO-2018.pdf  

[5] Ratzel, Kjellen, Mackinder, Haushofer, Hillon, Weigert, Spykman. Antología geopolítica. Buenos Aires: Pleamar, 1975, p. 92.

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POLONIA. A 40 AÑOS DE LA FUNDACIÓN DEL MOVIMIENTO SOLIDARIDAD.

Marcelo Javier de los Reyes*

Lech Wałęsa y el Movimiento Solidaridad

Introducción

Se suele considerar que el fin de la Guerra Fría se produjo cuando los alemanes derrumbaron el Muro de Berlín en 1989 o con la implosión de la Unión Soviética entre 1991 y 1992. Varios hechos previos fueron llevando hacia ese proceso, entre ellos la fundación del movimiento sindical Solidaridad en Polonia, responsable en buena medida de la crisis del sistema en el bloque socialista, crisis que ya acumulaba serias dificultades económicas. Por ese entonces, la suerte de Polonia estaba atada al destino de la Unión Soviética.

Las reformas iniciadas por Yuri Andropov

Moshe Lewin dice que cuando Yuri Andropov —quien fuera jefe de la KGB entre 1967 y 1982— asumió, en noviembre de 1982, tenía la convicción de que “la brecha entre las necesidades crecientes y medios en constante disminución (incluidos los recursos intelectuales de los dirigentes) no hacía más que agrandarse” tanto en términos económicos como políticos[1]. Según Lewin, Yuri Andropov y Alexis Kosyguin sabían que el sistema estaba enfermo pero se precisaba que los dirigentes se convencieran de ello. Habían heredado una Unión Soviética sometida a un serio estancamiento y superada en casi todos los sectores por los Estados Unidos. También imperaba la corrupción que involucraba a altos dirigentes del Partido Comunista.

Andropov consideraba la necesidad de implementar reformas radicales para reconstruir el sistema y dotarlo de vitalidad. Su intención era restaurar la disciplina en el ámbito laboral y reeducar a las elites. Para ello se formaron comisiones, se realizaron purgas en el aparato del partido, procuró mejorar la situación de las ciencias sociales, acelerar el progreso científico y técnico y que las fábricas trabajasen “sobre la base de un completo autofinanciamiento”.

Entre sus objetivos estaba cambiar la “designación” por una verdadera “elección” dentro de las estructuras partidarias y esto conmocionó a los dirigentes. Andropov, que estaba muy enfermo, no tuvo tiempo para las reformas porque murió en 1984 y su sucesor, Constantin Chernenko, comprometido con el viejo esquema no continuó con ellas. Chernenko gobernó durante trece meses y a su muerte fue elegido Mikahil Gorbachov. Pero la situación en Polonia comenzó a tomar otro rumbo el mismo año en que falleció Alexis Kosyguin, quien debió retirarse de su cargo de Presidente del Consejo de Ministros por cuestiones de salud dos meses antes de su fallecimiento, el 18 de diciembre de 1980.

El movimiento Solidaridad emergió en el contexto de la crisis soviética

Cuando Kruschev abandonó el poder en 1964 lo sucedió el ingeniero Leonid Breznev quien estuvo en su cargo hasta su muerte en 1982. Con respecto a la política exterior favoreció la distensión con Occidente y el desarme nuclear. Paralelamente se desarrolló una expansión del imperio soviético, lo que precisó de un incremento del presupuesto de defensa a partir de 1965, permitiéndole a la URSS alcanzar el rango de potencia global, es decir, de poder desplazar su marina de guerra a cualquier parte del planeta. Ya hacia mediados de la década de 1960 el bloque socialista comenzaba a mostrar algunos obstáculos económicos y debía enfrentar dos grandes problemas a vencer: aumentar el número de productos y mejorar su calidad Eso motivó que se pusieran en práctica algunas reformas[2].

Hacia el final de la era Breznev los gastos militares se incrementaron con motivo de la ocupación de Afganistán, lo que implicó un mayor deterioro en una economía estancada, generando hacia 1982 que, por primera vez desde la guerra, los ingresos reales de la población dejaran de aumentar y se paralizara el desarrollo. Esta situación también influyó sobre la moral de la población.

Lo que está claro es que en la Unión Soviética hubo informes de la crisis por la que atravesaba el país, los cuales no trascendieron fuera de sus fronteras y por eso es que la implosión en 1991/92 sorprendió al mundo.

A principios de la década del 70, Polonia (siendo primer secretario del Partido Obrero Unificado Polaco – POUP, Edward Gierek, crítico con la fracción más cercana a Moscú del partido en el gobierno) vivía un período de “prosperidad” gracias a que los créditos extranjeros —más precisamente de Occidente— permitieron que las tiendas estuvieran llenas de mercaderías, se crearan nuevas industrias y que el nivel de vida de los polacos subiera, pero el 25 de junio de 1976 se produjo la primera crisis con los motines en Radom y Ursus, una ola de huelgas y manifestaciones callejeras en las que alrededor de 70.000 u 80.000 personas protestaron en, al menos, 90 lugares de trabajo en 24 provincias polacas. En la víspera el primer ministro Piotr Jaroszewicz había anunciado un aumento drástico en los precios de muchos productos alimenticios —incluyendo carne y pescado en un 69%, un 64% en los lácteos, un 150% el arroz y un 90% el azúcar. El primer ministro introdujo el aumento como un proyecto pero la gente sabía que esto no era así y que la consulta pública anunciada era una ficción[3]. De tal modo que la época próspera llegaba a su fin, la deuda externa crecía, se produjo una caída de los ingresos reales de la población, la que además estaba siendo afectada por un desabastecimiento.

Como producto de esta crisis se incrementaron las huelgas y las protestas de los trabajadores y se creó el Comité de Defensa de los Obreros, (KOR) y otras organizaciones opositoras ilegales y la Iglesia comenzaron a tomar cierto protagonismo canalizando las necesidades sociales más acuciantes. Las protestas se multiplicaron hasta llegar a la huelga general cerrando de esta manera el período de Edward Gierek, quien intentó realizar un cambio potenciando el consumo con el lema de “Construyamos la Segunda Polonia”.

En 1980 se produjo una nueva subida de precios que provocó una fuerte reacción de los trabajadores. Fue el momento en que en Gdansk los obreros crearon un Comité de Huelga Interempresarial pero que no fue respondido por la fuerza desde el gobierno como en los casos anteriores. De esta coyuntura emergió una organización sindical independiente: NSZZ Solidarność (“Solidaridad”), encabezada por Lech Wałęsa. Edward Gierek fue obligado a dimitir y reemplazado primero por Stanislaw Kania y luego, a partir del octubre de 1981, por el general Wojciech Jaruzelski. Cabe recordar que en 1978 el Cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla, había sido elegido Papa y que en 1979 realizó su viaje-peregrinación a Polonia como Juan Pablo II, lo que insufló un nuevo aliento a los movimientos de oposición, en especial para “Solidaridad”. La visita de Juan Pablo II fue relevante en dos sentidos: en la renovación religiosa y en el reforzamiento de la conciencia ciudadana de los polacos.

“Solidaridad” se transformó rápidamente en un movimiento social que aglutinó a más de nueve millones de miembros, incluyendo un considerable número de afiliados al mismo partido comunista. Este movimiento sindical no tenía un objetivo político revolucionario, gozaba de un amplio apoyo de fuerzas políticas y sindicales de Occidente así como también de la Iglesia polaca y del Vaticano. Como movimiento social transformó la realidad política de Polonia y también provocó que se reflejaran en él otros movimientos de oposición del bloque comunista. En este contexto no habría sido casual que en 1980 le otorgaran el Premio Nobel de literatura a Czeslaw Milosz, un poeta polaco exiliado.

Por su parte la Unión Soviética presionaba para restablecer el orden en Polonia y como resultado de ello asumió el general Wojciech Jaruzelski quien declaró el estado de guerra (13 de diciembre de 1981) e impuso la ley marcial, que estuvo vigente hasta julio de 1983. El ejército utilizó la fuerza para poner fin a las huelgas, lo que provocó la muerte de varios mineros como consecuencia de la represión, mientras que otros activistas fueron encarcelados o tuvieron que emigrar. Sin embargo la crisis económica continuó y la resistencia social fue incrementándose. Juan Pablo II retornó a Polonia en 1983, en 1987 y en 1991 (en dos oportunidades). Durante su pontificado, Juan Pablo II realizó nueve visitas a Polonia, siendo la última en 2002. Cabe destacar que Lech Wałęsa, líder de “Solidaridad”, recibió el Premio Nobel de la Paz.

Pese a las presiones del gobierno, “Solidaridad” continuó con su lucha publicando boletines y hojas informativas con el respaldo de la Iglesia, logrando en 1988 iniciar las conversaciones con el gobierno y con los representantes del POUP. En el invierno de 1989, como resultado de las negociaciones denominadas de la “Mesa Redonda” se firmó un acuerdo que estableció las elecciones a la Cámara de los Diputados y al Senado.

Las elecciones del 4 de junio de 1989 dieron la victoria a “Solidaridad”. Aunque la Dieta eligió al general Jaruzelski como presidente, el 24 de agosto de 1989 asumió como primer ministro Tadeusz Mazowiecki, quien fue jefe del grupo de consejeros del Comité de Huelga en Gdansk en 1980. El 29 de diciembre de 1989 la Dieta cambió la Constitución y el nombre oficial del Estado. La “República Popular de Polonia” comenzó a denominarse “República de Polonia” conocida como la “III República”.

Año 2000. La bandera de la OTAN junto a la de Polonia en la sede del gobierno en Varsovia. Foto: Marcelo Javier de los Reyes.

Algunas reflexiones finales

Los hechos de Polonia son muy significativos porque fueron el inicio del proceso de desintegración del bloque comunista y el fin del orden impuesto en la conferencia de Yalta. Del mismo modo debe tenerse en cuenta que la transición hacia la democracia pudo realizarse en forma pacífica gracias a que en la Unión Soviética se había producido un cambio generacional en la dirigencia, la cual comenzó a trabajar en un programa de reformas que incluían una apertura política y económica hacia el resto del mundo.

Finalmente, debe destacarse que Solidaridad significó verdaderamente una revolución obrera, pues nació de un sindicato, a diferencia de la Revolución Bolchevique que se vistió con el ropaje de los trabajadores.

 

* Licenciado en Historia (UBA). Doctor en Relaciones Internacionales (AIU, Estados Unidos). Director de la Sociedad Argentina de Estudios Estratégicos y Globales (SAEEG). Autor del libro “Inteligencia y Relaciones Internacionales. Un vínculo antiguo y su revalorización actual para la toma de decisiones”, Buenos Aires: Editorial Almaluz, 2019.

 

Referencias

[1] Citado por Marcelo Javier de los Reyes. “De Gorbachov al espacio postsoviético”. Centro de Estudios Internacionales para el Desarrollo (CEID), 15/03/2010, <http://www.ceid.edu.ar/biblioteca/2010/de_los_reyes_marcelo_javier_de_gorbachov_al_espacio_postsovietico.pdf>. Moshe Lewin. Le siècle soviétique. Paris: Fayard, 2003, 526 p.

[2] Fikriat Tabeev et al. Planificación del socialismo. Barcelona: Oikos-Tau S.A. Ediciones, 1968, 216 p.

[3] Andrzej Wroński. “Czerwiec 1976 – Radom, Płock, Ursus”. Niezalezna (Polonia), 25/06/2016, <http://niezalezna.pl/82390-czerwiec-1976-radom-plock-ursus>, [consulta: 27/12/2017].

 

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LOS PRIMEROS VEINTE AÑOS DE PUTIN AL FRENTE DE RUSIA Y DESPUÉS

Alberto Hutschenreuter*

Imagen de Виктория Бородинова en Pixabay

El 7 de mayo se cumplieron veinte años desde que Vladimir Putin llegó a la presidencia de Rusia. Considerando que quien ocupó esa función entre 2008 y 2012 fue un hombre colocado allí por el mismo Putin, quien durante esos cuatro años se desempeñó como primer ministro (con poder), pues la Constitución le impedía ejercer un tercer mandato consecutivo, el hombre de San Petersburgo ha estado al frente del poder de manera prácticamente ininterrumpida durante las dos décadas que lleva el siglo.

Poco a poco, Putin se va acercando a la regularidad rusa en materia de tiempo de liderazgo: entre 25 y 35 años. Recordemos que en el siglo XIX solo cinco zares estuvieron al frente de Rusia, y en el siglo XX, tras la Revolución de Octubre, siete secretarios generales del PCUS gobernaron el país hasta su desaparición en 1991.

De acuerdo con las tendencias, es posible que la Constitución sea próximamente reformada y el presidente ruso quede finalmente habilitado para presentarse en las presidenciales de 2024, cuando tendrá 72 años. A partir de entonces dispondrá de muchos años en el poder, aun considerando un escenario en el que pierda las elecciones en 2030, situación que dependerá del mandatario superar o no “el gran reto ruso”. En el caso que Putin gobierne Rusia hasta 2036, habrá sido el líder que más tiempo estuvo al frente de Rusia desde el siglo XVII, cuando se inició la dinastía de zares Romanov, que se acabó en 1917 con la abdicación de Nicolás II.

Hasta hoy, el presidente Putin ha sido un líder al que podemos considerar un reparador estratégico de Rusia. Y decimos hasta hoy, porque si bien la tendencia indica que continuará así en los próximos años, podrían llegar a suceder hechos que pongan al líder ruso en aprietos. Esos hechos implicarían situaciones de naturaleza externa antes que interna (que también podrían suceder); por caso, si ocurriera que la OTAN finalmente se decidiera por realizar una “fuga hacia delante” e integrara a Ucrania y Georgia a su cobertura político-estratégica, ello implicaría la segunda victoria de Occidente sobre Rusia: mientras la primera fue sobre la Unión Soviética, esta otra victoria sería sobre su “Estado-continuador”, la Federación Rusa, y entrañaría una victoria final.

Entonces, Rusia quedaría en la peor de sus pesadillas geopolíticas: un país rodeado, encerrado y sin profundidad estratégica, dos situaciones que protohistóricamente los zares y los mandatarios soviéticos han logrado evitar, pues ello pondría en juego la propia supervivencia del Estado ruso. Salvando diferencias, una situación así sería el equivalente de una derrota soviética en la guerra contra Alemania. Claro que este último escenario habría sido extremo, pues hubiera supuesto la ocupación del país por parte de otro y el descenso de la población soviética a la condición de vasallaje.

Pero en términos de los nuevos conceptos relativos con la guerra, aquella hipótesis, que sin duda entrañaría un riesgo muy alto para la estabilidad internacional, pues en el menos peor de los casos Ucrania perdería la mitad de su territorio, y en el peor se desataría una confrontación militar entre la OTAN y Rusia con consecuencias impredecibles, habilitaría otras medidas que podrían debilitar sensiblemente a Rusia, por ejemplo, negar demandantes de sus bienes mayores: el gas y el petróleo, algo que se pretende hoy.

Ante tal situación, difícilmente Putin podría mantenerse en el poder: casi correría la misma suerte de Gorbachov. Mientras este líder terminó siendo el responsable del fin de la URSS, aquel sería el responsable del fin de las salvaguardas geopolíticas mayores de Rusia.

Pero se trata de una hipótesis. Es difícil que la OTAN llegue a desafiar a tal punto a la Rusia de Putin. Algo así se podría haber hecho Estados Unidos entre 1945 y 1949, cuando el poder de este país era determinante ante una URSS por entonces sin armas atómicas. Nunca volvió a disponer Occidente de una oportunidad así, ni siquiera en los años ochenta cuando la Unión Soviética no estuvo en condiciones de desafiar el ímpetu estratégico-tecnológico de su rival. Sí volvió a disponer en los años noventa, cuando el poder de Rusia sufrió una muy fuerte contracción.

No olvidemos que Rusia hoy puede transitar problemas económicos en parte estructurales y hasta tal vez su política exterior de proyección de poder se encuentra al límite de su sostenimiento; pero continúa siendo una superpotencia nuclear, una superpotencia en armas convencionales, una superpotencia regional, una superpotencia en la ONU y un actor con capacidades sensibles para provocar situaciones de caos, confusión y división, por ejemplo, en Europa, a través de lo que se denomina “guerra híbrida”.

Estas condiciones Rusia no las perdió nunca; ocurre que durante los años noventa, cuando una “Rusia que no era Rusia” se comportó de una extraña manera en el segmento internacional, particularmente en su relación con Estados Unidos, y el frente interno se derrumbó a niveles que no tenían precedentes, Rusia adquirió tal estado de formalidad como actor mayor en las relaciones internacionales, que el propio presidente Clinton sostuvo que las posibilidades que tenía Rusia de influir en la política internacional eran las mismas que tenía el hombre para vencer la ley de gravedad.

La llegada de Putin al poder en el 2000 implicó el inicio de una reversión y reparación estratégica que, salvando las diferencias, recuerda a Estados Unidos con la llegada de Ronald Reagan al poder en 1981. Estados Unidos venía de casi dos décadas de reveses internacionales frente a su principal rival, hasta que en 1979, cuando se produjeron en Irán acontecimientos límites (toma de la embajada norteamericana por los seguidores del régimen islámico), la potencia mayor dijo basta.

A partir de allí, Reagan repotenció la estrategia de reparación que comenzó un poco antes el demócrata James Carter, llevando a la URSS de Gorbachov a una situación estratégica comprometida. De todos modos, si bien es cierto que la presión estadounidense fue un factor importante para doblegar a la URSS, la caída de este gigante se debió más a causas internas que a causas externas, principalmente a los tempranos problemas de productividad.

En alguna medida, Putin ha sido a Rusia lo que Reagan ha sido para Estados Unidos: un presidente que ha puesto de pie al país.

Es cierto que contó con hechos notablemente favorables, pues el precio de sus principales productos de exportación se mantuvo muy alto: ello le permitió la reorganización económica del país, la que no hubiera sido posible si antes no lograba la reorganización política del país, es decir, que el poder político en Rusia habitara en los políticos y no en los hombres de poder económico avasallante, que en los noventa manejaron a discreción el país.

Básicamente, la rápida recuperación permitió a Putin desplegar una política exterior activa que combinó cooperación con Estados Unidos en materia de lucha contra el terrorismo, pero también enfrentamiento indirecto cuando la OTAN decidió proseguir su marcha hacia el “bajo vientre” ruso: el Cáucaso. La guerra en 2008 fue el recurso o técnica de ganancia de poder que restringió contundentemente aquella marcha de una Alianza que sin duda había subestimado la condición geopolítica de un poder terrestre real y vital.

Posteriormente, cuando la OTAN consideró que esta jugada de Rusia en el tablero no volvería a repetirse, decidió ir por Ucrania, decisión que implicó para este país de Europa oriental la pérdida de Crimea y la militarización en el este de su territorio, en la región del Donbáss. Es decir, Ucrania acabó siendo la víctima de una decisión occidental que nunca reparó, a pesar de las advertencias de realistas estadounidenses de escala, en la experiencia histórico-geopolítica rusa.

A partir de allí Putin solo supo de un respaldo social que llegó a rozar el 80 por ciento (en las elecciones presidenciales de 2018 fue reelegido con casi el 77 por ciento de los votos). Las cuestiones negativas de cuño socioeconómico, que se manifestaban desde un poco antes de 2014, fueron “apartadas” por ese renacimiento estratégico de Rusia, que inteligentemente el mandatario lo acompañó de la necesaria carga histórico-heroica-religiosa, una baza que siempre llega a la poderosa emotividad y ortodoxia del pueblo ruso; un recurso que el propio Stalin utilizó durante la Gran Guerra Patriótica, suspendiendo la ideología marxista-leninista, para dotar de vigor nacional a los soldados que enfrentaban al invasor alemán.

Es importante destacar que esa baza, que hace de Putin un líder con rasgos más tradicionales que soviéticos, lleva en paralelo una reprobación a Occidente, en el sentido de territorio donde se ha ido afirmando un patrón de entrega a una vida “plena” de consumo e individualismo y cada vez más débil de culto y moral.

Hacia fines de la segunda década del siglo, los reflejos de los años de pujanza económica rusa quedaron atrás y el bajo crecimiento económico comenzaron a afectar la figura de Putin, quien, a pesar de ello y a una legislación muy resistida que elevó la edad jubilatoria de los trabajadores, mantuvo el respaldo social por encima del 55 por ciento.

La intervención en Siria significó que la política exterior había ingresado en un ciclo post-activo, esto es, Rusia se proyectaba más allá de sus zonas adyacentes y lograba ganancias. Pero también ello implicaba un preocupante principio de sobrecarga en los compromisos internacionales de Moscú.

En un trabajo publicado en la revista “Foreign Affairs” en 2018, el especialista Chris Miller describió que el “modelo Putinomics” había comenzado a sufrir un desbalance: de los tres componentes de dicho “modelo”, control político, estabilidad social y eficiencia y ganancias, el último se encontraba cada vez más afectado, pues la capacidad para financiar aquellos segmentos que no formaban parte del segmento estratégico-militar, esto es, salud, educación, consumo, etc., afrontaba crecientes problemas.

En buena medida, reflotaron en la Rusia de Putin aquellas cuestiones que en tiempos de la Unión Soviética terminaron por erosionar la economía: la primacía de una economía de los asuntos militares, según el “modelo Brezhnev”, hizo imposible que la potencia preeminente pudiera competir con su rival e incluso sostenerse a sí misma.

Por ello, el desafío mayor de Putin en los años venideros es evitar que Rusia siga ese camino. Si no lo logra, el mandatario quedará en la historia como “el nuevo zar”, como lo denomina Steven Lee Myers en una interesante biografía, que sacó a los rusos de los terribles años noventa y como el reparador estratégico frente a Occidente, sin duda, pero no como el mandatario que condujo a Rusia a un estatus de actor preeminente cabal, es decir, un país con un papel creciente en todos los segmentos de poder internacional, esto es, el estratégico-militar, por supuesto, pero también el comercial, el tecnológico, el energético, el sanitario, el cultural, el de alianzas estratégicas, etc.

Modernización del propio complejo de las materias primas, que representan un importante porcentaje de los ingresos, y modernización de la economía, es decir, diversificación de la producción, son los retos que necesariamente debe acometer Putin.

Los otros componentes del “modelo Putinomics”, el control político y la estabilidad social, no parecen estar en liza por ahora, sobre todo desde la reciente aprobación de una legislación aprobada por la Duma Estatal que penaliza a personas que cometieron delitos (incluso leves), las que quedan privadas de participar en eventos electorales durante un lapso de cinco años. De este modo, queda obstaculizada la denominada “oposición no deseada”.

En breve, el reto del mandatario será lograr un equilibrio entre compromisos externos y proyección de poder, y transformación interna con mejora del nivel de vida de los rusos (muy deteriorado en los últimos años).

No será fácil, sobre todo considerando las tremendas secuelas que causa y dejará la pandemia del Covid-19 hacia dentro y a nivel internacional. Pero Putin, a pesar de las adversidades, ha logrado hasta hoy ser el mandatario que Rusia necesita. Ha demostrado que ejerce el poder con condiciones de estadista. Le resta demostrar, por sobre todo a sus compatriotas, pues afuera ya lo saben, que es un estadista indubitable. Aparte, una Rusia fuerte hacia dentro será clave para que Rusia sea uno de los polos de poder real en la aún lejana configuración del mundo del siglo XXI.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales. Su último libro se titula “Un mundo extraviado. Apreciaciones estratégicas sobre el entorno internacional contemporáneo”, Editorial Almaluz, 2019.