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LAS INVASIONES

F. Javier Blasco*

Cuando se habla de invasiones, a una gran mayoría se nos viene a la cabeza aquellas llevadas a cabo a lo largo de la historia por pueblos bárbaros nórdicos en búsqueda de mejores tierras y climas cálidos hacia el sur, las famosas invasiones griegas, fenicias o de Roma con idea de ocupar todo el territorio conocido, cercano y no tanto a sus confines originales, las realizadas por los pueblos musulmanes en sus pretensiones de expandirse al norte de África, los muchos imperios en Europa y en Asia que en su afán de expandirse y anexionarse las llamadas colonias, han llegado a dominar el mundo, como el propio imperio español y, algo más recientemente, las hazañas de Napoleón y las dos grandes guerras mundiales.

Pero ya entrados en el siglo XXI, muchos incautos pensábamos que dicho término, idea y estrategia quedaban para la historia y el recuerdo de épocas que ni por asomo, volverían a ocurrir.

Los afanes de anexionismo como tal, con ocupación presencial de terrenos donde poder echar raíces, establecerse, sembrar y edificar una ideología política, religiosa o cultural y procrear nuevas generaciones, al menos en lo que conocemos como el mundo occidental, quedaban muy atrás. La globalización, las nuevas tecnologías o la rápida intercomunicación entre los territorios y las personas hacían inviable pensar que los pueblos de nuestro entorno, por diversas razones o necesidades, se vieran avocados a recurrir o sufrir cualquier tipo cruento o incruento de invasión.

Pensamiento que, a la vista de los acontecimientos actuales, es claramente erróneo y nos da la opción de pararnos un poco y ponernos a pensar. Estamos siendo testigos mudos y casi impávidos de una cruenta y despiadada invasión de un Goliat, aunque un  poco disminuido y falto de fuerzas, sobre un David cada día más crecido, que a cambio de migajas, palmaditas en la espalda, confusas promesas y algo de variopinto armamento se ha convertido en él, de facto, ‘salvador’ de occidente frente a una Rusia alocada en manos de un demente, al parecer bastante enfermo de otros males mayores, que pretende despedirse de este mundo terrenal a lo grande, evocando las glorias y dominios de una Gran Rusia, que no lo volverá a ser jamás.

Vemos que si las invasiones, en su día, cambiaban el mundo geopolítico y los confines de los territorios o dominios de los estados y movían el equilibrio de la balanza o el yugo de un lado a otro en función de los éxitos y logros obtenidos. Hoy en día, la actual invasión de Ucrania —para muchos poco o nada relevante y hasta lejana— se ha convertido en un terremoto para la economía y las relaciones de todo tipo a nivel mundial, por haber incidido directamente sobre el fulcro o punto de apoyo sobre el que descansaba gran parte del equilibrio y satisfacción económica, energética y hasta ser unos de los mayores graneros para alimentar a los países circundantes y hasta los del denominado tercer mundo, que se tambalean por perder su esfera de confort los unos y para los otros, uno de los mayores flujos sobre los que se sustentaba la escuálida y deficiente alimentación y subsistencia de su gran y paupérrima población.

Las consecuencias iniciales de esta, aparentemente poco importante invasión, son cada vez mayores tanto inicialmente como a medio y a largo plazo. Aparte de los millones de refugiados que éste, como todos los conflictos bélicos propician, las economías mundiales, apenas salientes a trancas y barrancas de una gran crisis económica, sanitaria y de identidad política y social, han recibido un mazazo como ese gancho, a veces definitivo, que recibe un boxeador casi noqueado y tambaleante sobre el ring, que le lleva de bruces a la lona, desde donde tardará en levantarse o para ello necesitará bastante tiempo y la ayuda de los demás.

Vemos entonces que una invasión, aunque sea muy regional y focalizada, en los tiempos actuales, en función de sus actores puede traer consigo implicaciones importantes a nivel mundial y que las consecuencias de todo tipo para salir de ellas, por lo general serán muy duras y costosas; e incluso, para algunos de los directamente implicados, las cicatrices dejadas puede que tarden muchos años en sanar.  

Pero, en estos mismos momentos y desde unos cuantos años atrás, el mundo civilizado y próspero y por lo tanto muy acomodado, está sufriendo otro tipo de invasiones, que podríamos calificar como lentas, progresivas, incruentas y silenciosas. Me refiero claro está, a la incorporación a nuestra sociedad de inmigrantes venidos desde todas las latitudes —al margen de los mencionados refugiados que provocan las guerras y las persecuciones en todos los continentes— influidos por diversas y múltiples circunstancias, diferentes clases de efectos de llamada y muchos tipos de necesidad.

Llevamos lustros viendo como las ciudades en Europa, EEUU, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y algunos países más se van haciendo mucho más multiculturales. Es cada vez más frecuente ver copados la mayor parte de los puestos de trabajo de cara o en contacto con el público por personas de diferente raza, cultura y origen social.

La falta de personal aborigen y un desorbitado e imprudente cambio cultural, nos está llevando a que nuestra sociedad rechace puestos de trabajo, hasta ahora considerados normales para nosotros, que aspiremos a otros de mayor cualificación y que prefiramos quedarnos en el paro o, emigrar, a su vez, a países cercanos o no tanto en busca de trabajos, aparente o realmente mejor remunerados y no pensemos en volver a nuestro país de origen en un tiempo prudencial.

La mayor parte de la atención al público, salud y el cuidado de nuestros, mayores e hijos está en un alto porcentaje en manos de estas personas que emigran de sus países buscando prosperidad. Vemos que muchos de los que llegan, se ven forzados a renunciar a su preparación universitaria o dedicación profesional para ejercer otro tipo de trabajo o profesión por ser lo único que, inicialmente se les ofrece, si es que quieren trabajar. 

El trasvase de personas de un país a otro, ya no queda relegado a aquellos habitantes de países lejanos, donde su cultura, exceso de población, hambrunas o problemática social, les obliga a emigrar; no, ahora y cada vez más, hay un trasvase de personas, cerebros y profesionales de verdad que, poco a poco, van abandonando sus países de origen para establecerse en otros con lo que cada vez en los países receptores es mayor el mix social, racial, cultural, político, religioso y social.

Hoy nadie se extraña al ver grandes directivos, gobiernos, alcaldes de grandes ciudades, gobernadores y políticos de diferente raza o cultura a la nacional. Es más, debido a la creciente y peligrosa tendencia a disminuir la natalidad y al citado aumento de la emigración; pronto llegará un día, en que los no aborígenes -más tendentes a la procreación- superen con creces a la población de larga tradición y origen nacional.

Debido a todo lo anterior, pienso firmemente que los gobiernos actuales deben tomarse más en serio sus políticas para evitar la emigración masiva de lugareños, lo que evitará la afluencia cada vez mayor de inmigrantes hacia los territorios donde, al quedar vacíos de mano de obra, les es más fácil encontrar un trabajo inicial y un asiento a la lumbre, a cuyo entorno poder reunir a esos familiares, que dejaron atrás, allí desde donde ellos saltaron a la aventura.

Las consecuencias de estas invasiones silenciosas, no sé sí serán buenas, mejores o peores de lo que cabría esperar de seguir con nuestra forma de vida y tradición; pero lo que sí está claro, es que los movimientos migratorios, ya no son de carácter temporal como antaño; son definitivos, se hacen para siempre y la presencia de tanto extraño al lugar, sin suda cambiará las formas, costumbres y normas de vida de la nación y por ello, hasta se puede afirmar, que muchos países están sufriendo una autentica invasión silenciosa y no se dan cuenta de que esto va cada día a más, basta con utilizar el transporte público y darse cuenta de esta realidad.                       

 

* Coronel de Ejército de Tierra (Retirado) de España. Diplomado de Estado Mayor, con experiencia de más de 40 años en las FAS. Ha participado en Operaciones de Paz en Bosnia Herzegovina y Kosovo y en Estados Mayores de la OTAN (AFSOUTH-J9). Agregado de Defensa en la República Checa y en Eslovaquia. Piloto de helicópteros, Vuelo Instrumental y piloto de pruebas. Miembro de la SAEEG.

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EN LA JABONERÍA DE VIEYTES

Santiago González*

Una Argentina irreparablemente rota reclama refundación y reanudación, y hay quienes estudian cómo hacerlo.

 

Hay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo, como los jarrones de porcelana, las copas de cristal, los matrimonios y las naciones. Eventualmente, con los materiales y la tecnología adecuados, se podría obtener una copia más o menos exacta del jarrón o la copa, pero los matrimonios o las naciones son irreparables porque sus ingredientes están amasados con tiempo y el tiempo marcha en una sola dirección. No hay manera de “volver a ser felices como antes”, tal como reclaman con lágrimas en los ojos las esposas traicionadas o prometen con aviesa seguridad los políticos traidores. Es posible, sí, volver a ser felices, pero no como antes, y casi nunca con el mismo socio, sentimental o político. Esto no lo entienden muchos cónyuges y muchos ciudadanos, que con pertinaz voluntarismo o con mal encaminada esperanza insisten en renovar sus votos, conyugales o sociales, a la figura equivocada, con lo que sólo logran prolongar sus padeceres y multiplicarlos.

Además, el “como antes” puede tener sentido en la vida de un matrimonio pero resulta inasible en la vida de una nación: ¿en qué punto del tiempo se ubica ese “antes”? ¿En el de la propia memoria? ¿En el de la memoria familiar? ¿En la de los libros? Mi propio “antes” arranca en las primeras décadas del siglo pasado con los recuerdos de la Buenos Aires señorial que con orgullo argentino me confiaba mi madre y llega hasta 1975, cuando murió mi padre y yo recorría el final de mi tercera década. Desde entonces todo ha sido, en términos de la imagen de la Argentina que guarda mi espíritu, un después. A la larga me vería en dificultades para contar a mis hijos que hubo una Buenos Aires verdaderamente rica, elegante y culta, y que yo y mis padres y abuelos y bisabuelos habíamos vivido en ella. Una Buenos Aires donde una clase alta refinada y escasamente ostentosa era el modelo a imitar por una clase media laboriosa, sana y bien alimentada, y educada en el orden conservador instalado por esa misma clase alta.

Una Buenos Aires donde los 25 de Mayo el aire se teñía de azul y blanco, tantas eran las cintas y las escarapelas y las banderas que la adornaban, donde los 9 de Julio retumbaban con la marcha pesada de los tanques y el vuelo rasante de los aviones, donde la llegada de la Primavera era saludada con un despliegue de flores, carrozas y mannequins vivants que exponían colores, formas y texturas de temporada, donde los grandes locales comerciales competían cada Navidad con sus escenas del Nacimiento. Una Buenos Aires, modelo y escaparate de todo un país, que gestó la mayor explosión de talento alumbrada en el siglo XX por cualquier ciudad hispanohablante, de la literatura a la ciencia, de la técnica a la arquitectura, de las artes plásticas a la medicina, y del cine a la música, empezando por el tango y terminando con el rock.

Me pregunto cuál es el “antes” de una persona de clase media como yo, pero de la generación siguiente, a cuya conciencia nacional contribuyeron Andrés Cascioli, Jorge Lanata, Mario Pergolini y Marcelo Tinelli. O Beatriz Sarlo, Juan José Sebreli, Horacio Verbitsky y José Pablo Feinmann, para el caso. ¿Qué entiende el compatriota de cualquier clase, educado por el progresismo y la socialdemocracia, si le hablo de patria? ¿Cuál es su vínculo emocional con la Argentina, con los otros argentinos? ¿Qué significan para él San Martín, Rosas, Alberdi, Sarmiento, Roca, Perón? ¿Qué entienden sus hijos, incluida la generación que no sabe leer ni contar, que no estudia ni trabaja, si se les propone “volver a ser felices como antes”? ¿Cuál es la conexión de los hombres y mujeres de hoy, de los adolescentes de hoy, con el pasado? ¿Cómo insertan su historia familiar en la del país? ¿Qué ven cuando ven el Palacio Pizzurno o la estación Constitución o el edificio del diario La Prensa o el Hospital Rivadavia? Es más: ¿qué ven en el Cabildo los maestros que llevan a sus alumnos a visitar el Cabildo?

Hay cosas que cuando se rompen ya no tienen arreglo.

* * *

¿Qué significa una Argentina rota? Por lo pronto, una Argentina cuyas instituciones han dejado de funcionar. Las instituciones dejan de funcionar no sólo cuando dejan de cumplir el cometido para el que fueron creadas, tal como la crónica registra a diario, sino, y especialmente, cuando perdieron la capacidad de repararse, sanarse, regenerarse, cosa que la crónica omite o no advierte. A lo largo de los últimos cincuenta años, se han sucedido gobiernos militares y civiles, peronistas y antiperonistas, elegidos por el voto popular o por la asamblea legislativa, y ninguno pudo revertir la línea descendente, componer lo descompuesto. No se trata simplemente de que fallen los gobiernos: falla el sistema, fallan sus mecanismos de regeneración, está roto. No sirve.

Una Argentina rota significa también la disolución de la affectio societatis, el tejido emocional que nos vincula con los otros argentinos, con la casa común, con la historia vivida. Ese tejido no cumple una función exclusivamente social, sino también personal: es la red donde la propia vida cobra valor y sentido. Cuando se desintegra, las madres matan a sus bebés, los esposos se matan entre sí, los jóvenes matan a los ancianos para robarles, y cualquiera mata a cualquiera porque sí. Y el que no puede matar se droga hasta que puede. Si mi vida no vale ni tiene sentido, no vale ni lo tiene la de nadie. La crónica remite estas noticias al fondo de las páginas policiales: deberían estar al frente de las páginas políticas.

Una Argentina rota implica por fin la cancelación del futuro, la negación del proyecto, la imposibilidad del entusiasmo. Es lo que no soportan los argentinos audaces que marchan al exilio. No se van en busca de mejores salarios, paisajes más atractivos u oportunidades de consumo más refinadas. No se van en busca de comodidad; se van, lo dicen francamente cuando la crónica los interroga, en busca de un futuro.

Una Argentina así de rota es irreparable. No hay tratamiento gradualista ni de impacto capaz de hacerla funcionar. Creer lo contrario es perder el tiempo cuando ya no hay tiempo que perder. Urge desprenderse de un sistema irreversiblemente desbaratado y crear uno nuevo, con nuevos códigos y nuevas instituciones. Como en vísperas de Mayo, otra vez en la jabonería de Vieytes, con la cabeza probablemente llena de ideas confusas y contradictorias, que deberán ordenarse en la franqueza del debate y en el empeño de la fundación. Mejor dicho, de la refundación (volver a fundar) y la reanudación (volver a anudar), porque no se partirá de cero, con la página en blanco. Detrás hay pueblo, territorio, historia y experiencia, sólo necesitados de vínculos que los unan y de un sistema que les permita funcionar.

Pero atar y planear no va a ser exactamente coser y cantar.

* * *

Imagino a los contertulios de la nueva jabonería reclutarse siguiendo el magisterio de la historia: comerciantes, hacendados, publicistas, vecinos principales, canónigos, jurisconsultos, milicianos, en general personas con algo que defender, discretas y prudentes, y con cierto reconocimiento en la comunidad como para saber con quiénes se está tratando. Casi podría asegurarse que entre los más vehementes, e incluso exaltados, están quienes por una razón u otra, por un camino u otro, guardan memoria de que aquí hubo otro país, de que la nación argentina está muy por encima de esta mediocridad delictiva, dictatorial y decadente que asfixia, acorrala, aplasta y expulsa, y cuyo primer impulso es el de salir a la calle, gritar “¡Viva la Patria!” y arengar a la lucha para “volver a ser felices como antes”.

Veo entonces a las mentes más templadas avisarles de su error. Recordarles con Neruda que “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” y con Borges que no existe “una región en que el ayer pudiera ser el hoy, el aún y el todavía”. Que la mayoría de los compatriotas no tiene la menor idea, o la tiene muy confusa o distorsionada por la propaganda socialdemócrata, de cómo era ese “antes”, de qué cosa es la patria, de cuáles atributos distinguen propiamente al argentino. Que un mensaje articulado sobre esa retórica, con apelaciones a un pasado confuso, a un sentimiento mortecino o desconocido, a unas lealtades jamás probadas, les dirá poco y nada, o peor todavía: puede sonar como un nuevo intento de manipulación. Que lo primero, entonces, antes que proponer, es escuchar.

De la nación quedan la tierra, la historia y el pueblo. Pero el pueblo es la materia viva.

* * *

La jabonería de Vieytes elige entonces como prioridad auscultar las cuitas de los compatriotas (que en definitiva no diferirán de las propias sino en escala), conocer su estado de ánimo, adentrarse en sus necesidades (más allá de las obvias, relacionadas con la supervivencia), tomar el pulso de sus expectativas, sus creencias y sus temores. El pueblo es la materia viva de la nación, y escucharlo requiere de una atención máxima y desprejuiciada: antes de ingresar a la jabonería, los contertulios dejan los telefonitos y las ideologías en la puerta. Es precaución elemental en cuestiones relativas a la nación evitar las interferencias externas.

Las circunstancias les ofrecen una oportunidad inesperada y sorprendente para conducir esa escucha: la sociedad argentina es una de las que con mayor docilidad aceptó en el mundo primero una cuarentena desmesurada, innecesaria y letal para una economía en terapia intensiva; después, unas vacunas experimentales sobre las que hay más dudas que certezas, y de las que nadie se hace responsable; y últimamente, una cantidad de restricciones a las libertades individuales para quienes no se han vacunado. Esta mansa aceptación, impensable por cierto en la Argentina “de antes” (lo que habla de por sí sobre la profundidad de los cambios sufridos), atraviesa todas las clases sociales y todas las regiones geográficas. Por su amplitud, y por su excepcionalidad para una sociedad famosa por su independencia y rebeldía, los contertulios deciden estudiarla.

Iluminada desde un lado, aparece una sociedad acobardada, temerosa, ignorante, incapaz de forjar su propio juicio y defenderlo racionalmente, fácilmente manipulable por los charlatanes de la prensa, la política y la ciencia, incluso proclive a la delación de quienes exhiben un comportamiento independiente, y favorable a cualquier disposición autoritaria y compulsiva que le permita enmascarar bajo el amparo de la ordenanza municipal su propio miedo, su propia cobardía. Iluminada desde el lado opuesto, se presenta una sociedad tan abandonada a su suerte y tan necesitada de creer que arriesga su bienestar y su salud en un acto de fe, en la confianza de que, al menos esta vez, en un caso de vida o muerte, su país, sus compatriotas, sus dirigentes, sus médicos, sus periodistas no la engañan. Que estamos juntos en esto, que nos cuidamos entre todos. Y que hay sanción para el que no cumple.

Visto a plena luz, se hace evidente la desesperación del pueblo de la nación, su materia viva.

* * *

En una Argentina cuyo sistema institucional ha dejado de funcionar, y cuya affectio societatis se deshilacha sacudida por vientos cruzados, el estado de un pueblo a la deriva, al que cada vez resulta más difícil describir como sociedad, no sorprende a los atentos contertulios de la jabonería de Vieytes. Iluminado desde todos los ángulos, de manera de no dejar espacios en sombras, ese pueblo exhibe una demanda intensa de pertenencia y de sentido, de relación funcional y constructiva con una comunidad en cuyo seno la propia vida, la propia actividad, adquiera significado y gane reconocimiento, asuntos estos relacionados con la affectio societatis. Y también exhibe un reclamo urgente de eficacia y de justicia, de eficacia en la administración de la cosa pública (que la educación eduque, la salud cure, y la defensa defienda) y de justicia en la administración de premios al mérito y la conducta y castigos a la indolencia y la inconducta, asuntos estos relacionados con el sistema institucional.

Pertenencia y sentido tienen que ver con la identidad, con el quiénes, eficacia y justicia con la administración, con el cómo. Los concurrentes a la jabonería perciben que falta algo. Falta el qué. Las luces revelan una sociedad dispuesta a aceptar un liderazgo, deseosa de creer, pero necesitada además de que se le proponga un camino, un rumbo común dentro del cual encarrilar los propios sueños y ambiciones. Esto es, un proyecto, que no puede ser absolutamente individual, como querrían los liberales, ni tampoco absolutamente colectivo, como querrían los socialistas (los socialdemócratas, los globalistas, los comunistas), sino nacional (una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, diría Ortega en una frase que incomoda a la vez a nacionalistas y liberales).

La primera preocupación de los asistentes a la jabonería, si los interpreto correctamente, es dar respuesta a estas demandas: pertenencia, sentido, eficacia, justicia y proyecto. Su amplitud (atraviesan todas las clases sociales), su importancia (se imponen incluso por sobre las necesidades materiales) y su urgencia (alimentan todas las inquietudes, las neurosis, los estallidos emocionales y la violencia) quedan de manifiesto en el comportamiento público, en el perceptible a simple vista y en el registrado por la crónica, y especialmente, como hemos visto, en la reacción frente al episodio de la covid. La respuesta exigirá a los tertulianos la definición de un rumbo, el trazado de un plan de trabajo, la promoción de un liderazgo capaz de llevarlo a cabo, y la elaboración de una narrativa capaz de persuadir, de entusiasmar, de aglutinar.

El patriotismo, la historia, la fe no son un proyecto, son la condición de posibilidad de un proyecto.

* * *

Los contertulios de la jabonería presente saben muy bien que su combate por la pertenencia, el sentido, la eficacia, la justicia y el proyecto (nacional) habrá de librarse contra la presión del globalismo que busca reacomodar el planisferio a su gusto. Pero conocen el paño. Cuando la Argentina institucional sólo era un proyecto en la mente de sus fundadores, el nuevo orden mundial de la época amenazaba con la Restauración monárquica, y muchos asistentes a la tertulia histórica imaginaban para la nación argentina un futuro coronado por derecho divino. Entre ellos el jabonero Vieytes, que puso a su hija el nombre de Carlota Joaquina, y el propio Manuel Belgrano, que se carteó con la infanta durante mucho tiempo (sin ser mayormente correspondido). Los tertulianos de esta generación saben de esas trampas, porque sus antepasados les enseñaron lo peligroso que es caer en ellas.

Ningún orden mundial, nuevo o viejo, ha servido jamás a los pueblos sino sólo a sus promotores.

 

* Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se inició en la actividad periodística en el diario La Prensa de la capital argentina. Fue redactor de la agencia noticiosa italiana ANSA y de la agencia internacional Reuters, para la que sirvió como corresponsal-editor en México y América central, y posteriormente como director de todos sus servicios en castellano. También dirigió la agencia de noticias argentina DyN, y la sección de información internacional del diario Perfil en su primera época. Contribuyó a la creación y fue secretario de redacción en Atlanta del sitio de noticias CNNenEspañol.com, editorialmente independiente de la señal de televisión del mismo nombre.

 

Publicado originalmente el 01/02/2022 en Restaurar.org, http://restaurarg.blogspot.com/2022/02/en-la-jaboneria-de-vieytes.html y el 29/01/2022 en Gaucho Malo (El sitio de Santiago González) https://gauchomalo.com.ar/gaucho-malo/

RETOS DEL PERÚ MULTIÉTNICO Y MULTICULTURAL

Francisco Carranza Romero*

Hilaria Supa Huamán. Foto: Congreso de la República del Perú.
Voz valiente de una mujer

Hay libros que hablan como los seres humanos porque nos transmiten informaciones que motivan la reflexión y despiertan los sentimientos (alegría, tristeza y enfado). Es el caso del libro “Hilos de mi vida” de Hilaria Supa Huamán (2010, Ediciones del Congreso del Perú). La autora narra su vida desde sus primeros años en su pueblo natal (Huayllaccocha, entonces una hacienda en el distrito de Huarocondo, provincia de Anta, departamento de Cuzco, Perú), de sus experiencias como trabajadora doméstica desde antes de tener diez años, de su maternidad, de sus esfuerzos para no seguir siendo iletrada, de soportar los insultos y desprecios por ser diferente a las citadinas (indumentaria y hablar el quechua).

Desde el inicio ella nos advierte: “Yo no cuento mi historia para que me digan: ‘Ay pobrecita, todo lo que le ha pasado’, sino porque la historia de mi infancia y juventud es la historia de muchas mujeres indígenas de mi tierra” (p. 1). Y César Zumaeta Flores, entonces presidente del Congreso de la República, presenta el libro con palabras de quien conoce la realidad peruana: “Es testimonio vivo de que somos un país de múltiples ensambles culturales, multilingüe, que se construye y reconstruye cada día en el intercambio de nuestras diferencias”. Si todos los congresistas conocieran y asumieran esta realidad tendríamos mejores leyes.

Sin embargo, la vida sufrida de Hilaria no es única porque hay muchas historias de gente explotada y ultrajada. A pesar de todo, la superación de ella gracias a su coraje y paciencia es de muy pocos; y también, como ella narra, tuvo la suerte de encontrarse con gente buena que la ayudó, y hasta llegó a ser congresista.

El libro contiene valiosos datos y denuncias que merecen ser tomados en cuenta para mejorar las condiciones de vida de los que más sufren. Por su relato testimonial comprendemos los esfuerzos de los que tienen que enfrentarse a tantas situaciones injustas:

  1. Nacer en el área rural y en familia de economía pobre. La actividad agropecuaria no organizada ni asesorada da apenas la subsistencia, ingreso económico no suficiente porque las mejores tierras, desde los tiempos de la conquista, fueron repartidas y apropiadas. Y el despojo de las tierras aún continúa con maniobras legales. Las áreas rurales carecen de muchos servicios como las vías de comunicación, centros de salud y escuelas; por eso, sus pobladores tienen que marcharse del pueblo natal para estudiar, ganar dinero, y curarse —cuando los curanderos ya no pueden— hacia las ciudades a días u horas de distancia donde, a veces, ni siquiera tienen familiares. Y los urbanos, creyéndose modernos y superiores por gozar de estas ventajas, en vez de comprenderlos, los maltratan.
  1. Nacer en una comunidad indígena. Los indígenas peruanos constituyen una minoría que, a pesar del menosprecio oficial, aún mantienen su cultura: lengua, creencias, ritos, medicina tradicional, agricultura natural, música, danzas, ritos, gastronomía, vestimenta, etc. El hablante de una lengua indígena, para realizarse como ciudadano útil y respetado, tiene que cumplir, le guste o no, el largo y difícil proceso de la educación escolarizada en castellano con profesores y compañeros que sólo hablan castellano, con textos escolares en castellano, y los exámenes y entrevistas en castellano. Y los programas de alfabetización, cuando hay, cumplen los intereses políticos y religiosos. “Los alfabetizadores del Estado van preparando a la gente para las siguientes elecciones, para que marquen el partido del gobierno; y las sectas defendiendo su religión. Una vez más, somos utilizados” (p. 158). Qué bueno sería que los centros escolares de todos los niveles formaran ciudadanos que conozcan la realidad nacional para sentir la identidad cultural y asumir la historia con realismo y optimismo. Hilaria Supa no se queda en la crítica, también emite su propuesta que, ojalá, llegue a las autoridades del Ministerio de Educación y del Congreso: “… que se enseñe a los niños en su lengua materna, y que, poco a poco, aprendan el castellano como segunda lengua, como una lengua que necesitan para defenderse en la vida” (p. 155). En Perú, la lengua y cultura de los que iniciaron la conquista y el colonialismo en 1532 tiene mayor prestigio y difusión nacional e internacional. Los doscientos años de la independencia no muestran los cambios a favor de los indígenas peruanos, descendientes de los americanos milenarios.
  1. Nacer mujer. Su voz es de una mujer que ha sufrido tantas vejaciones en su familia, comunidad, lugares de trabajo e instituciones. Ella conoce, desde su niñez, las desventajas de la mujer porque en la sociedad el varón es quien tiene voz y mando. “¿Por qué hay tantos varones que abusan de las mujeres y después niegan, abandonan o maltratan a sus hijos? ¿Acaso los varones nacen machistas? ¿Son malos por ser varones?” (p. 15). Ella misma da la respuesta: “Los varones no nacen machistas, el ambiente los vuelve de esa manera, así como el ejemplo que dan los padres y la sociedad” (p. 153). “La religión de los invasores habla de un dios varón, todopoderoso, que está en el cielo. Para nosotros los dioses son varones y mujeres que están en la tierra, en el agua, en los cerros y también en el cielo. Para nosotros las diosas no son vírgenes sufridas y sumisas, son madres, son fértiles” (p. 90). El dios celestial y lejano parece inalcanzable para los seres humanos comunes; por eso, existen los supuestos intermediarios.

Promover la educación para cambiar esta realidad.

En el libro hay propuestas y respuestas directas e indirectas.

Asumir la indigenidad. “Debemos capacitarnos y concientizarnos hasta llegar a un nivel donde no sintamos vergüenza de nuestro origen” (p. 55). “Los indígenas debemos hablar por nosotros mismos, no debemos esperar que otra persona hable por nosotros ni mucho menos debemos hablar lo que ellos nos enseñan sin haber pensado antes” (p. 68). Con el uso del pronombre personal “nosotros”, ella asume con sinceridad su origen o raíz.

Por sus participaciones en los eventos internacionales ella ha tenido contacto con profesionales e indígenas extranjeros, así sabe que los indígenas peruanos no son los únicos casos de la injusticia. “Las naciones indígenas de todo el continente de América tenemos culturas parecidas y problemas parecidos de marginación y desaparición” (p. 97).

Supa critica a los grupos religiosos fanáticos: “Todos piensan que poseen la verdad. Prohíben que bailemos nuestras danzas, que toquemos y cantemos nuestras músicas. Prohíben que seamos nosotros mismos” (p. 95). Estas prohibiciones afectan la celebración de las fiestas y ritos según el calendario solar (solsticios de verano e invierno) y según el calendario lunar (fases y el plenilunio más grande del año: hatun pampa killa) que son importantes en la agricultura, ganadería, pesca y tratamientos terapéuticos.

Debemos cuidar la salud humana y de la tierra. Es la visión andina de que el ser humano es parte de la naturaleza. Tomando en cuenta sus testimonios y denuncias pedimos a los egresados de los centros superiores que visiten las áreas rurales para ampliar sus conocimientos.

Los del área de salud, con una actitud de apertura y humildad pueden descubrir los males como el susto, chucaque, mal del ojo, mal aire, etc., que tienen sus etiologías y curaciones propias. En Perú, muchos pueblos vivieron y viven gracias a los curanderos que conocen las virtudes curativas de los productos de plantas, animales, sales, arcillas que hay en su contorno. Con estos materiales preparan remedios y se curan. Y, cuando ya es imposible curar, ayudan a preparar al paciente para que muera con dignidad; y también preparan a la comunidad, para que haga una buena despedida al miembro que se va. La reciprocidad (rantin en quechua I, ayni en quechua II) ayuda a vivir y a aceptar la muerte como un proceso natural.

Sobre las diferencias de atención a los enfermos, comenta dos casos: En la fractura ósea los curanderos usan emplastos de hojas, raíces y grasas de ciertos animales para fortalecer el hueso en vez del frío y duro yeso que ponen en los hospitales. En el parto, la parturienta es colocada de rodillas y tratada con emplastos calientes y brebajes también calientes; en los hospitales tratan a base de inyección y pastilla. Y reconoce la apertura mental del médico Jorge Valdivia y de la enfermera Libia Pinares, quienes conocen y respetan la medicina tradicional. Con profesionales como los mencionados se puede capacitar a los curanderos y aprender también de ellos el uso de las medicinas tradicionales; así habrá mejor servicio en los poblados. Y mejor, si el diálogo es en la lengua de los indígenas. “Tal vez, partiendo de mi propia situación, inválida por la artritis, siento muy fuerte el valor de un cuerpo sano y la salud íntegra del cuerpo, la mente y el espíritu, sin golpes, gritos ni maltratos” (p. 120). “En las prácticas aprendemos a preparar diferentes jarabes, tinturas y cremas con insumos que están a nuestro alcance” (p. 137).

Promover la agricultura ecológica que protege la tierra y la planta, aunque el producto no es grande como desean en la ciudad. Los agroquímicos (fertilizantes y plaguicidas) empobrecen la tierra e intoxican al medio ambiente y al consumidor. La concientización y capacitación desde la escuela debe ser labor de los especialistas en plantas, animales y alimentos.

En las universidades de Corea del Sur, me consta, hay dos escuelas de medicina que se colaboran tratando de atender lo mejor posible al paciente: Facultad de Medicina Occidental y Facultad de Medicina Asiática. Ambas escuelas utilizan los nuevos avances de la tecnología y los ponen al servicio de la salud.

Superar el alcoholismo. El método más efectivo para dominar a otro es darle droga en vez del salario justo, comida, educación y mejores oportunidades de vida. Los fanáticos y ambiciosos conquistadores del Perú usaron el alcohol para dominar y explotar a los indígenas; los ingleses, en otros lugares, recurrieron a exterminarlos o les dieron el opio para hundirlos en el vicio.

Otro motivo del consumo del alcohol es la celebración de las fiestas religiosas. Cada pueblo, por más pequeño que sea, tiene su santo patrón o santa patrona a quien se le alegra con fiesta costosa que termina en borrachera. El apóstol Santiago (llamado Santiago Matamoros en España; Santiago Mataindios en América) recibe muchas fiestas en el mes de julio. Los quechuas lo llaman Shanti Illapa (Santiago Trueno). El nombre de este patrón genocida es también topónimo de muchos pueblos.

Y, ¡qué coincidencia!, el hacendado y el amo de la casa donde hay personal de servicio son llamados también patrón o patrona. Los evangelizadores, salvo honradas excepciones, fueron cómplices de la dominación de los pueblos.

La conducta de los padres borrachos, malgastadores y violentos, desgraciadamente, es imitada por los hijos. Los indígenas borrachos son los que traicionan a sus hermanos cuando se alzan pidiendo mejores condiciones de vida.

Las religiones que predican el no consumo del alcohol hacen cambiar la mala costumbre de tomar alcohol hasta la borrachera; pero, después aprovechan para convertirlos en fanáticos creyentes hasta hacerlos despreciar su propia cultura. Así la religión no libera, porque de una droga se pasa a otra droga.

Hilaria Supa clama: “El Estado debe prohibir la venta del alcohol industrial (alcohol metílico de 96°). Así como se prohíbe la droga se debe prohibir la venta sin control del alcohol que también es droga” (p. 147). Y el alcohol es tan popular que hasta tiene muchos nombres: ron, cañazo, chacta, llonque, huacshu, huascu. Y es común huasquarse por cualquier motivo. Tanto en el área rural como en la ciudad, no hay fiesta sin el consumo de alcohol; no hay reunión familiar y amical sin la música ruidosa. ¿Para alegrase se necesita tomar alcohol?

Los movimientos políticos, hablando de la igualdad y justicia, practican la discriminación y el acaparamiento del poder. Cuántas veces los astutos políticos, para lograr firmas de apoyo y votos, van a las comunidades con regalitos, alcohol y promesas, se disfrazan, danzan graciosamente y balbucean algunas palabras en la lengua indígena. Así se aprovechan de los ingenuos. A esta farsa teatral, Supa critica: “En la ciudad, mayormente, acostumbran llamar disfraz a nuestra vestimenta; dialecto a nuestro idioma; a nuestro arte lo llaman artesanía; a nuestra música, folklore; y a nuestras ceremonias, brujería” (p. 69).

Extinción del indígena, triunfo de la civilización. En la década 90, los funcionarios del gobierno planearon bajar la pobreza reduciendo la población indígena. Con engaños y regalos muchas mujeres pobres del campo fueron esterilizadas para no tener que criar más hijos. Hilaria denuncia: “Es increíble, pero cierto que el gobierno de Alberto Fujimori había planificado, desde sus oficinas, cuántas mujeres en cada provincia tenían que usar algún método de planificación familiar; … cuántas tenían que usar T de cobre y cuántas debían hacerse la ligadura de trompas” (p. 125). “En vez de crear un sistema más justo, con espacio para todos, era más fácil… reducir la población indígena. Los científicos llaman a esto genocidio, otros lo llaman violación de los derechos humanos” (p. 126). Las consecuencias de las esterilizaciones son físicas y psicológicas. Los que investigan y denuncian estos hechos son amenazados y criticados ferozmente. El juicio por las esterilizaciones forzadas ya lleva 20 años sin ninguna sentencia.

Los que nos identificamos indígenas (perunígenas, amerígenas y terrígenas) consideramos que la educación es el mejor camino de superación de los pueblos. El proteccionismo y el asistencialismo crean la dependencia y matan la creatividad y la autovaloración.

 

* Investigador del Instituto de Estudios de Asia y América, Dankook University, Corea del Sur.

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