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NUESTRO IRREBATIBLE ACERVO DE PROBANZA

Abraham Gómez R.*

En este momento histórico para nuestra patria, resulta oportuno rememorar que la independencia de Venezuela se inscribe precisa y esencialmente a partir de cruentas luchas; después de sufrir vilezas y traiciones, padecimientos de rigores, penurias y necesidades, hasta que tras la Batalla de Carabobo (1821) y el combate Naval del Lago de Maracaibo (1823), desde ambas gestas decisivas y heroicas, enarbolamos al grito de libertad nuestra enseña tricolor.

Nos sentimos enteramente orgullosos de expresar al mundo que nuestra independencia la logramos en combates. Contrariamente a los relatos con los que Guyana pretende exhibirse en la comunidad internacional. La emancipación de ellos se obtuvo como resultado de arreglos obligados de descolonización.

Hoy estamos en unidad nacional para protagonizar un hito disyuntivo trascendental; dado que nos aprestamos a demostrar y probar procesalmente, con justeza, en instancias internacionales —distantes de posiciones elusivas, reticentes o mezquinas— un hecho esencial para la vida de la nación: la Guayana Esequiba siempre nos ha pertenecido.

Hemos asumido, intrínsecamente, tal disposición compromisoria, al tiempo que nuestra decisión apunta —con todas nuestras enjundiosas pruebas de titularidad de la Guayana Esequiba— a honrar la memoria de los insignes compatriotas que nos antecedieron en esta lucha.

Habiendo llegado la contención al campo del arreglo judicial, nos disponemos a encarar, además, la controversia por el presente de Venezuela y por las generaciones futuras.

Nuestro reclamo tiene suficiente fuerza jurídica, cartográfica e histórica; como también, el rigor moral de saber que no estamos cometiendo ningún acto de deshonestidad contra nadie.

Los que hemos venido buscando, hace más de un siglo, no está anclado en una malcriadez diplomática, capricho nacional o un empecinamiento sin asidero.

La Contraparte en el litigio sabe que poseemos bastantes documentos. Conocen además que nos encontramos apertrechados con los legales documentos traslaticios, a partir de cesión de derechos que avalan la histórica propiedad, incontrovertible e inconcusa, de Venezuela sobre la extensión territorial —una séptima parte de nuestra geografía nacional— que nos desgajaron con vileza y añagaza jurídica.

Acaudalamos dos Justos Títulos para comparecer y probar, con plena seguridad, por ante la Corte Internacional de Justicia que la Guayana Esequiba desde siempre ha sido nuestra; por lo que consideramos írrito y de nulidad absoluta el Laudo Arbitral de París, del 3 de octubre de 1899, cuyo contenido —sin validez, eficacia ni fuerza jurídica–pretende borrar la gesta histórica de la que nos sentimos orgullosos los venezolanos.

La Sala Juzgadora de la ONU ha decidido en una serie de sentencias, que han sentado jurisprudencias, que un Título Jurídico preexistente prevalece sobre una circunstancial administración u ocupación ilegítima de un territorio en controversia, por parte de otro Estado.

Podemos, inclusive como fuente y medio probatorio en retrospectiva explayar —en juicio— el contenido exacto, que nos asiste, a partir de las asignaciones de las Bulas Papales de Alejandro VI, Inter Caetera, documento pontificio que determina y reafirma el trabajo expedicionario de Cristóbal Colón, acordado anticipadamente en las Capitulaciones de Santa Fe:

“Se concede el dominio sobre tierras descubiertas y por descubrir en las islas y tierra firme del Mar Océano, por ser tierras de infieles en las que el Papa, como vicario de Cristo en la Tierra, tiene potestad para hacerlo. La concesión se hace con sus señoríos, ciudades, castillos, lugares y villas y con todos sus derechos y jurisdicciones para que los Reyes Católicos tuviesen tal dominio, como señores con plena, libre y absoluta potestad, autoridad y jurisdicción.” (Bulas Papales de Alejandro VI. 4 de mayo de 1493)

Resulta interesante citar que con el Tratado de La Paz de Münster (1648) entre las Provincias Unidas de los Países Bajos y España, con el cual la Corona Española reconoce la independencia de las Tierras Neerlandesas y sus dos colonias, Berbice y Demerara, únicos asentamientos que para entonces poseían en Suramérica, porque a más nada tenían derecho; con las cuales hicieron un “raro arreglo” con los ingleses, en el conocido Tratado Anglo-Holandés ( 1814); apareciendo, con tal hecho la denominación de Guayana Británica; sin embargo, en tal acto todavía reconocían y aceptaban la mitad del río Esequibo como frontera natural entre Venezuela y la Guayana Británica.

Al producirse las Reformas Borbónicas, una de sus consecuencias directas y favorables para las provincias de España (en lo que todavía no era Venezuela), que estaban, asimismo, desarticuladas e inconexas con la Nueva Granada y constituyó —precisamente— la creación de la Capitanía General de Venezuela por Real Cédula de Carlos III, el día 8 de septiembre de 1777. Así entonces, las provincias de Maracaibo, Venezuela (Caracas), Nueva Andalucía (los actuales estados Anzoátegui, Monagas y Sucre), Margarita, Trinidad y Guayana (hasta la mitad del rio Esequibo), que para ese momento se encontraban sin una determinada configuración político-administrativa, nacen ante el mundo:

“Yo el Rey, pido que cumplan las órdenes en asuntos de mi Real Servicio. He tenido a bien resolver los muchos inconvenientes y para lograr la unidad, por lo respectivo al manejo de mi Real Hacienda  y evitar el retardo de las providencias por las distancias con el Nuevo Reyno de Granada  y lo que en lo sucesivo  les comunicare en todo lo gubernativo y militar, procedo a crear la Capitanía General de Venezuela, con Caracas de capital; y que así mismo den cumplimiento los Gobernadores de las Provincias de Maracaibo, y Guayana a las Provisiones que en lo sucesivo despachare mi Real Audiencia de Santo Domingo, admitiendo para ante ella las apelaciones que se interpusieren según y en la forma que lo han hecho, o debido hacer para ante la de Santa Fe, que así es mi voluntad. Dada en San Ildefonso a ocho de septiembre de mil setecientos setenta y siete. –  en lo gobernativo y militar. las provincias de Cumaná, Maracaibo, Guayana, Trinidad y Margarita (hasta este entonces dependientes del Virreinato de Nueva Granada) y ordenando a los gobernadores de dichas provincias que obedezcan al Capitán General de la Provincia de Venezuela y que cumplan sus órdenes». (cita parcial de la Real Cédula de Carlos III, donde crea la Capitanía General de Venezuela. 08 de septiembre de 1777)

Esa actitud integrativa y unificadora en lo político-territorial comporta —en sí mismo— una realidad jurídica nueva que viene a conferirnos nuestra partida de nacimiento.

Hoy ese documento es nuestro primer Justo Título, de pleno derecho —iuris et de iure—, prueba constituyente directa, por cuanto, significa el basamento y génesis de nuestra territorialidad, incluyendo —por supuesto— la provincia de Guayana (hasta la mitad del río Esequibo) que había sido fundada en 1532.

Al momento de su creación, la Gran Colombia era el país hispanoamericano con mayor prestigio internacional. Sin embargo, no es hasta el Congreso de Cúcuta, en 1821, cuando se ponen las bases de la acción exterior de la Gran Colombia; aunque el Congreso de Angostura (1819) sea un antecedente valioso. En todo caso, debe reconocerse que la política exterior de Colombia se caracterizó desde un principio por su dinamismo e ímpetu, respecto a las potencias de entonces: Estados Unidos, Inglaterra y Francia; lo cual conllevó al Reino Unido a darle reconocimiento tácito-declarativo a la Gran Colombia (16 de Julio de 1821), donde se incluye —incuestionadamente— nuestra extensión territorial por el costado este (hasta el río Esequibo).

Tal escrito viene a conformar una importante prueba extrínseca, por constituir (pericial deducente), en el juicio que se dirime por ante la Corte Internacional de justicia.

Otro Justo Título traslaticio que nos respalda es el total reconocimiento de nuestra independencia, contemplado en el “Tratado de Paz y Amistad entre España y Venezuela”, suscrito el 30 de marzo de 1845:

“Yo, Su Majestad Isabel II, Reina de España usando de la facultad que me compete por decreto de las Cortes generales del Reino de 4 de diciembre de 1836, renuncio por sí, mis herederos y sucesores, la soberanía, derechos y acciones que me corresponde sobre el territorio americano, conocido bajo el antiguo nombre de Capitanía General de Venezuela, hoy República de Venezuela. A consecuencia de esta renuncia y cesión, S.M.C. reconoce como Nación libre, soberana e independiente a la República de Venezuela…” (Omissis)

Aunque poseemos muchos más elementos de probanzas —con otras características—, por lo pronto, diremos que bastan esos dos Justos Títulos traslaticios, análogos a juicios idénticos en la Corte que ya han sentado absoluta jurisprudencia y han sido admitidos como pruebas constituyentes directas, revestidos de intangibilidad. No creemos que esa Entidad Jurisdicente vaya a contrariar sus propias resoluciones.

Nos proponemos seguir aportando pruebas extrínsecas de singular importancia. Por ejemplo, en 1850, Gran Bretaña y Venezuela firmaron un acuerdo en el cual se comprometieron a no ocupar el territorio en disputa entre la segunda línea Schomburgk de 1840 y el río Esequibo. No obstante, una vez más el Reino Unido incumplió descaradamente sus compromisos.

Otro pacto suscrito, no menos interesante, que refuerza nuestra contención lo configura “El Tratado de Límites y Navegación Fluvial celebrado entre la República de Venezuela y el Imperio del Brasil, el 5 de mayo de 1859”; en el mismo se estableció las fronteras entre los dos Estados, de acuerdo a las cuencas fluviales que recíprocamente se reconocen. Veamos. En este tratado se consagra y admite la delimitación por la divisoria de aguas, de la siguiente manera: Venezuela le reconoció a Brasil la cuenca del río Amazonas y parte del rio Negro; mientras que Brasil le reconoció a nuestro país la cuenca del río Orinoco y la del río Esequibo. Documento también que tenemos a buen resguardo, para ofrecerlo y desahogarlo como prueba en el venidero juicio.

Prestemos atención, también, a lo siguiente: los mapas suelen jugar un rol importante, ya sea como integrante del tratado que se aplica al caso concreto, o porque muestran una forma de interpretar la intención real de las Partes y pueden servir de prueba auxiliar o confirmatoria de aquélla.

La propia Sala sentenciadora de la ONU, ha dictaminado siempre que las cartografías constituyen —apenas— elementos auxiliares en una controversia interestatal.

La Corte siempre ha dictaminado que un mapa anexo a un título jurídico es un elemento complementario del cual forma parte integral.

Ese Ente Administrador de Justicia Internacional sentó la jurisprudencia que la cartografía alegada por un Estado Parte en un proceso de litigación constituye, ciertamente, una expresión física de la voluntad del Estado concernido; pero no es suficiente como elemento de probanza definitiva.

La Sala decidió que, en las delimitaciones fronterizas, los mapas condensan (representativamente) nada más que información, y nunca títulos territoriales por sí solos. Son meramente pruebas extrínsecas, que pueden usarse, junto con otras, para determinar los hechos reales. Su valor depende de su fiabilidad técnica y de su neutralidad en relación con la controversia y las Partes.

A partir de los mapas presentados no se puede efectuar una inversión de la carga de la prueba. Conforme a la Corte, los mapas no poseen —eo ipso— fuerza probatoria en un litigio.

No obstante, en el caso que nos ocupa, nos atrevemos a exponer el carácter de cogencia (reiteración afirmativa) de nuestra enjundiosa cartografía. Los mapas ofrecen veracidad en su conclusión: la Guayana Esequiba ha estado siempre en cualquier cartografía venezolana. Si todos los mapas inductivamente dicen que sí, entonces la conclusión deductiva es sí.

Conforma un legajo incuestionable todo el mapeado del reconocido geógrafo y académico Juan de la Cruz Cano y Olmedilla del año 1775. Un mural realizado con ocho planchas de cobre, valorado como el más completo mapa que se haya hecho de América del Sur hasta la utilización de métodos cartográficos contemporáneos.

Nos favorecen los mapas de los ingleses Jeremy Greenleaf y Henry Taner; así, además, el trabajo del geógrafo y cartógrafo franco-alemán Martín Waldseemüller, del italiano Alberto Cantino, del venezolano Miguel Tejera.

Hay bastante fortaleza argumentativa en la obra cartográfica del inglés Joseph Hadfield, de 1839; la cual fue hallada en Londres, en el año 2018, por el abogado Ugo Giuliani, quien donó al Estado venezolano esos mapas legítimos y auténticos, que demuestran la inclusión de la Guayana Esequiba, en el contexto geográfico venezolano.

Más argumentación al respecto. El mapa político y atlas de las provincias venezolanas, realizado por Agustín Codazzi, en 1840; el cual ha sido considerado un elemento de cogencia (respaldado por investigaciones geográficas, sobre todo en la provincia de Guayana). Añadamos, también, el elogiable aporte cartográfico, plasmado en el enjundioso trabajo del ingeniero y ex rector de la UCV, Muñoz Tébar, en 1887, fundamentalmente hacia la parte oriental de nuestro país.

Un legado aportativo a nuestro reclamo lo constituye la obra del sacerdote Hermann González Oropeza, con su Atlas cartográfico de Venezuela.

Nos respalda un trabajo cartográfico auténtico.

Se conoce suficientemente que cuando se negoció, suscribió  y ratificó el Acuerdo de Ginebra el 17 de febrero de 1966, ( acaba de cumplirse el cincuenta y siete aniversario de tan trascendental evento) por la representación del Reino Unido (Sr. Michael  Stewart); así también admitido por el Sr. Forbes Burnham (para entonces, primer ministro de la Guayana Británica) y por nuestro país el  excelso canciller Ignacio Iribarren Borges; en ese acto jurídico-diplomático e instante histórico quedó  sepultado —in saecula saeculorum— el laudo tramposo, gestado mediante una tratativa perversa en contra de los legítimos derechos de Venezuela sobre la Guayana Esequiba.

Se establece una Comisión Mixta con el encargo de buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia entre Venezuela y el Reino Unido surgida como consecuencia de la contención venezolana de que el Laudo arbitral de 1899 sobre la frontera entre Venezuela y Guayana Británica es nulo e irrito”. (Artículo I. Acuerdo de Ginebra)

Entendiendo que la contraparte en el litigio, ha circunscrito —porque no tienen más nada— su causa de pedir en el nulo e írrito “laudo arbitral de París, del 03 de octubre de 1899”, entonces contra ese adefesio jurídico lucharemos procesalmente hasta alcanzar desmontarlo y desenmascarar la tratativa; y que, en Justo Derecho, la Sala Jurisdicente logre restituirle a Venezuela lo que siempre le ha pertenecido.

 

* Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua. Asesor de la Comisión de Defensa de la Guayana Esequiba y la Soberanía Territorial. Miembro del Instituto de Estudios Fronterizos de Venezuela (IDEFV). Asesor de la Fundación Venezuela Esequiba. Asesor de la ONG Mi Mapa.

 

CALVINO Y EL DALAI LAMA

Aunque separados en su origen por algo más de un siglo —Gendun Drup, el primer Dalai Lama (1391-1474) y Calvino (1509-1564)— y los personajes reales por medio milenio grosso modo, ambos están hoy presentes en sus seguidores.

Y representan actitudes y creencias espirituales que —allende sus evidentes diferencias culturales y aun visiones opuestas del mundo y la historia y el lugar en ellos de la humanidad— sólo comparten la idea de la trascendencia y la convicción de su influjo decisivo en las vidas reales de los hombres.

Pero actualmente pueden ser tomados como prendas de realidades diferentes con un detalle significativo, empero: uno de ellos pretende y aspira a imponer al otro —y también a cualquiera que no comparta su fe— sus propias reglas y principios. Charlando un rato, aun superficialmente, con alguien que adhiera a uno u otro credo descubrirá pronto quién es que trata de imponerse, aun considerándolo en el más espiritual de los sentidos.

Ambos merecen el mayor respeto, en tanto sea recíproco.

La conducta de las iglesias cristianas consideradas como instituciones en el mundo ha tradicionalmente sido de desprecio hacia otras confesiones en general, con algunas espiritualmente elevadas raras excepciones, preponderando sobre los fieles ajenos como necesitados de enseñanza y conversión para ser salvados.

La salvación es también sobre todo un concepto cristiano no compartido por todos en la maravillosamente rica panoplia de fes y credos en que los hombres han elegido creer a través de la historia que conocemos.

Y así hénos llegados a la situación en la que la consagrada cabeza de una de estas confesiones es condenada y anatematizada por un gesto juzgado según las más estrictas normas y preceptos de otra cultura y fe y en un contexto enmarcado en las ideas de corrección de hoy en el cerrado círculo cultural de quienes lo juzgan y sentencian, círculo que resulta más que nunca necesario recordar, no es universal.

De paso, el convicto sucede ser un ostentoso enemigo del «Empire du Milieu», de China, ya alerta e inquieta en su empeño por recuperar Taiwán bajo su dominio y afirmarse como una unánimemente reconocida y honrada potencia mundial, a la vez que su moderación es crucialmente necesaria al considerar la invasión a Ucrania de Rusia y el declarado apoyo que el denominado Occidente presta a la primera.

Y este archienemigo y víctima del comunismo y la apropiación china hace unos setenta años, sucede que reside en India que desde entonces le ha ofrecido refugio. E India es el otro poder mundial (junto con China suman grosso modo dos quintos de la población del planeta) cuyo apoyo o al menos no hostilidad también se necesita.

Y el mundo cristiano, desgarrado por cuestionamientos y acusaciones dignos de cualquier encendido concilio medieval sólo que ahora se despliegan a través de toda suerte de medios de comunicación y distorsión más una concepción del mundo, la realidad y los seres humanos no más profunda que aquélla que es capaz de proporcionar una pantalla de cristal líquido.

Y esta humanidad que ha sido capaz del exterminio masivo de armenios, judíos, gitanos, ucranianos (no ahora, bajo Stalin), kurdos, uigures, rohingyas por nombrar unos pocos selectos, está gritando escándalo a un viejo que públicamente abraza a un niño y le pide que le toque la lengua con sus labios.

¿Dónde está la oscura perversión, si no en el ojo del observador?

 

Juan José Santander*

En Madrid, después de Navratri, durante Ramadán, tras la Pascua Católica y la Judía, en vísperas de la Ortodoxa.

 

* Diplomático retirado. Fue Encargado de Negocios de la Embajada de la República Argentina en Marruecos (1998 a 2006). Ex funcionario diplomático en diversos países árabes. Condecorado con el Wissam Alauita de la Orden del Comendador, por el ministro marroquí de Asuntos Exteriores, M. Benaissa en noviembre de 2006). Miembro del CEID y de la SAEEG.

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EL CONCEPTO DE OCCIDENTALIZACIÓN

Giancarlo Elia Valori*

Me gustaría aclarar la diferencia esencial, a saber, el significado erróneo que entendemos por “occidentalización” con respecto al Occidente histórico. Aquí “occidentalización” significa sólo la exaltación de la tecnocracia, los mercados y el comercio en el sentido liberal-burgués del término y la anulación del concepto de política independiente con la homologación de los partidos al pensamiento único. Ahora los partidos ya no se distinguen por la carga ideológica, sino por la fuerza mediática de los líderes: son como equipos de fútbol que tienen un jugador muy fuerte, pero si este último es comprado por otro club, las relaciones se invierten. Y la historia de la política italiana está llena de cambios de ropa.

Esto presupone el intento de aniquilar todo valor metafísico que esté vinculado a los ideales políticos, religiosos, nacionales, humanitarios: es decir, a la consideración del hombre, o del evento, solo en función de la ganancia, el dinero, la ganancia de unos pocos sobre una masa que quiere ser amorfa, privada de sentimientos y homologada al sistema capitalista de producción. Pero veamos cómo llegamos a la occidentalización, que es muy diferente de Occidente en el sentido histórico, y de la modernización considerada en un sentido literal.

Cuando a principios del siglo XX los Estados Unidos de América del presidente Thomas Woodrow Wilson (1913-1921) afirmaron actuar a favor de la libertad de los mares y la democratización de los gobiernos europeos, en realidad utilizaron estas consignas para garantizar la penetración económica en Europa continental, como ya había sucedido en América Latina. Así que la petición de Washington era la de un mundo en el que fuera posible acceder a mercados e inversiones: es decir, una política eminentemente imperialista, amparada por el pretexto de no tener colonias: mientras que en comparación con las Trece Estrellas originales de Nueva Inglaterra, los Estados Unidos de América ya se habían tragado el 75% del territorio mexicano y habían comprado a buen precio regiones francesas (Luisiana) y rusas (Alaska) no europeas. No es por nada que Wilson se había basado en la Doctrina Monroe, para su función de expansión sin límites espaciales determinados por límites.

Más bien, era necesario alterar el derecho internacional, que en ese momento no era más que el derecho público europeo. Abrazó el concierto de los estados —reafirmado por el Congreso de Viena en 1815— que, a pesar de los continuos enfrentamientos 1820-1870, habían protegido a los países del surgimiento de una sola potencia. Un derecho ya basado en las conquistas territoriales de los siglos XVI y XVII y heredero de Westfalia. Además, la experiencia colonial del siglo XIX habría socavado el orden europeo. El derecho público europeo e internacional tradicionalmente reconoció que la propiedad privada y el control del mercado permanecerían protegidos en cualquier transferencia de territorio entre sus estados. Los cambios territoriales de Occidente entendidos históricamente: las tres particiones de Polonia (1772, 1793, 1795), el nacimiento de Italia (1861) y Alemania (1871) y la consiguiente anexión de Alsacia-Lorena, además de las guerras anteriores, no provocaron cambios radicales en el orden social y económico europeo.

Pero la subsiguiente carrera hacia las colonias se colocó en una arena donde los derechos de propiedad de los pueblos indígenas y sus demandas políticas se definieron como inexistentes. Mientras que, desde un punto de vista conceptual, la tierra colonial se ha mantenido separada del “territorio estatal normal”, Europa no ha encontrado problemas; pero cuando la tierra colonial, con su ausencia de un estatus de propiedad privada —que podría haber protegido los derechos de los nativos— se asimila legalmente al territorio de la patria, “la estructura del derecho internacional europeo existente hasta entonces también cambia, lo que así encuentra su fin” —dice Carl Schmitt— en detrimento de los mismos propietarios europeos de colonias. Europa “creyó de la manera más franca que el proceso de ampliación, cada vez más extenso, cada vez más externo y cada vez más superficial, era una victoria”. En realidad estaba la traducción del Viejo Continente: y desde el centro de la tierra, en el derecho internacional, esto se confundió con una elevación de Europa al punto central del mundo. Al socavar la inmunidad tradicional de las relaciones de propiedad privada frente a las transferencias de tierras, las anexiones coloniales habían debilitado el pluralismo territorial y los derechos de propiedad dentro de los estados europeos.

Uno no puede sino estar de acuerdo con Carl Schmitt cuando escribe en The Nomos of the Earth in International Law of the Jus Publicum Europaeum (1950) que la trivialización de la territorialidad europea solo estaba preparando el camino para el triunfo de la campaña angloamericana para imponer un imperio de globalización económica. Schmitt agrega: “Con esta abdicación del derecho internacional, Europa [en ese momento, como se mencionó, el único e histórico Occidente] entró vacilando en una guerra mundial [la primera 1914-1918] que eliminó al continente más antiguo de la posición de centro de la tierra y canceló la limitación de la guerra hasta ahora exitosa”. Fue así que los británicos y los estadounidenses impusieron un universalismo comercial o de mercado basado en el control de los mares, así como el espejo de alondra democrática llamado la Liga de las Naciones, querido por Wilson, pero en el que nunca entraron los Estados Unidos de América, ya que hubo países latinoamericanos que ocuparon su lugar. Tampoco hay que olvidar a la madre de la Sociedad de Naciones, la conferencia de paz de París de 1919, que representó el primer triunfo de los nuevos principios. Pero no solo dejó al mundo en mayor desorden: suprimiendo cuatro grandes potencias europeas (Austria-Hungría, Alemania, Rusia e incluso el Imperio Otomano euroasiático), poniendo en marcha una nueva división del territorio europeo; y dando a luz con sus medidas al incipiente nazismo, semilla de la aventurera Segunda Guerra Mundial con la nueva intervención estadounidense junto a una Gran Bretaña que siempre ha sido antieuropea y en el ocaso, pero a la que la Casa Blanca no dio nada pagando por todo.

Después de la Segunda Conflagración Mundial, el hemisferio occidental representaba una nueva estructura espacial amorfa, exactamente como las que los europeos ingenuos habían acordado al dividir la tierra durante la era colonial. De colonialistas pasaron a ser colonizados con una sola frontera que separaba los países controlados por la OTAN y los demás por el Pacto de Varsovia (aparte de las excepciones de Albania, y menos radicalmente Rumania). El Occidente europeo se convirtió en el protector pagado por quien lo defendía de los malos, con control de los salarios, de los mercados, del sistema de producción y de las políticas internas.

El Nuevo Oeste, es decir, los Estados Unidos de América, había desarraigado a Europa, el Viejo Oeste, de su ubicación metafísico-histórica, sacándola del centro del mundo. Occidente, con todo lo que el concepto implica a nivel moral, civil y político, no fue eliminado o aniquilado, ni siquiera destronado, sino que solo se movió, creando una “occidentalización”, que no tiene nada que ver con Occidente y sus tradiciones espirituales e históricas.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción. 

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