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BIDEN SE CALZA EL TRAJE DE WILSON Y DE REAGAN FRENTE A RUSIA (Y EL MUNDO)

Alberto Hutschenreuter*

David Lienemann / Casa Blanca Oficial

Para aquellos que seguían los escritos del Joseph Biden desde bastante antes de que llegara a la presidencia de Estados Unidos, en modo alguno fueron sorprendidos cuando hace pocos días, ante la pregunta que le hizo su entrevistador de la cadena ABC en relación con si consideraba que el presidente Putin era un asesino, respondió afirmativamente; asimismo, agregó que “pagará las consecuencias” por interferir en las elecciones de 2020.

Aunque fue la primera vez que como mandatario realizó una afirmación tan extrema y categórica sobre su par ruso, efectivamente, en textos escritos en años anteriores se refirió a Rusia y a su régimen en términos muy críticos, llegando a calificar al sistema encabezado por Putin como cleptocrático con fines asociados con socavar a las democracias occidentales; por tanto (siempre en sus palabras), había que “erradicar las redes a través de las cuales se extendía la influencia maligna del Kremlin”.

Más allá del calificativo del que difícilmente podrá volver el presidente estadounidense, el dato que hay que tener presente es la visión centrada no solo en dividir en “buenos” y “malos” a los regímenes políticos, sino la absoluta convicción de que la calificación se realiza desde el lugar o territorio del “bien” o, para ser un poco menos tajante, desde un sistema de valores mayores o superiores a cualquier otro en la tierra. En estos términos, no podemos dejar de pensar en el gran jurista Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos entre 1913 y 1921 y creador de la Sociedad de las Naciones.

Existe sobre este mandatario demócrata una concepción tal vez algo simplificada en relación con sus ideas. Casi automáticamente se lo asocia con el idealismo en las relaciones internacionales, lo cual no deja de ser cierto. Básicamente, la corriente idealista o wilsonianismo plantea la primacía de la diplomacia y la seguridad colectiva como herramientas mayores frente a las rivalidades y disensos entre los Estados, a diferencia del realismo que, en un contexto de anarquía entre los Estados, antepone la primacía de los intereses, la seguridad y la capacidad de los mismos, por tanto, no queda excluida la guerra, el fenómeno social regular (no excepcional) en la historia, como sentenciaba Emery Reves.

Pero Wilson no hablaba desde una comunidad de valores internacionales: lo hacía desde los valores y normas estadounidenses. Es decir, si era posible un orden internacional, dicho orden debería reflejar y estar inextricablemente ligado a la urdimbre institucional-jurídica de génesis y desarrollo estadounidense. Para Wilson, sencillamente no existía otra opción. Y acaso lo más importante: su concepción implicaba una estrategia de coerción moral y jurídica, es decir, como lo advirtió Carl Schmitt, una situación prácticamente de hegemonía ideológica. Y cuando hablamos de hegemonía (o incluso de “imperialismo moral”) nos alejamos del idealismo, o bien tenemos que relativizarlo, pues tal condición implica disposición de ir a la guerra para preservarla.

De modo que Wilson, que en su formación había estudiado con atención las apreciaciones histórico-geopolíticas de Frederick Jackson Turner, identificaba la sustancia del orden entre Estados con el orden jurídico imperante en el territorio estadounidense. Dicho bien público internacional solo era posible desde una construcción institucional-jurídica concebida en ese país, un territorio inmunizado contra la guerra; por tanto, un territorio del “bien”, situándose el “mal” (es decir, las confrontaciones armadas casi permanentes) en el resto de la tierra.

Por otra parte, en ese orden basado en “la diplomacia primero” no podía haber lugar para otras propuestas igualmente de cuño universal, aunque totalmente diferentes al orden que propugnaba Wilson.

En este sentido, la revolución bolchevique implicó el despliegue de una diplomacia de nuevo cuño, donde la clásica relación Estado-Estado fue suplida por la relación Estado-clases trabajadoras con el fin de minar gobiernos burgueses y reemplazarlos por gobiernos de trabajadores. Había nacido un régimen basado en la subversión internacional, hecho que fue determinante para que Rusia, derrotada por el derrotado, Alemania, y en estado de guerra civil, no fuera invitada a la Conferencia de Paz.

Salvando diferencias, cuando Biden realiza consideraciones sobre el régimen de Rusia y sobre su mandatario, y no solo sobre el régimen de este país, lo está haciendo desde esa condición de excepcionalidad que supone Estados Unidos en el mundo. No se trata solamente del único país grande, rico y estratégico, sino del único dotado de valores políticos, jurídicos, institucionales, morales, etc., como para ser el “inmejorable” capaz de proporcionar al “resto del mundo” aquellos bienes públicos que supongan un orden internacional. En pocas palabras, una nación mundialmente redentora.

En este marco, desde la visión del mandatario demócrata, Rusia, más allá del régimen, continúa siendo un actor carente de modernización, es decir, no de modernización económica, sino de aquella modernidad político-institucional que la “habilite” para ser “reconocida” por los demás poderes (de Occidente, claro) como un actor confiable. En estos términos, una Rusia “homologada” por Occidente haría innecesario continuar exigiendo “pluralismo geopolítico” sobre este país, es decir, que sea un actor que respete la soberanía de los países vecinos y abjure de todo revisionismo geopolítico, que para Occidente pareciera se trata (este último) de una “regularidad” que trasciende a cualquier régimen, salvo aquel que suponga el menor riesgo para Occidente y sea el más dócil, por ejemplo, el encabezado por Yeltsin a principios de los años noventa.

Asimismo, como sucedió tras la toma del poder por los bolcheviques, cuando acaso se inició la misma Guerra Fría pues el “patrón bolchevique” implicó un reto ideológico en las relaciones internacionales, la Rusia bajo el mando de Putin supone, desde la visión occidental, un riesgo para las relaciones internacionales en el siglo XXI, aunque la misma no sea portadora de ideología o alternativa sociopolítica alguna, a menos que se considere que una autocracia basada en el capitalismo de Estado lo sea.

Por tanto, no solo es preciso defender a Occidente de la subversión rusa y erradicar la extensión de su influencia maligna (para expresarlo en las mismas palabras de Biden), sino debilitar a Rusia hasta el punto de reducir al mínimo su condición de gran poder, no superpotencia, porque Rusia es grande, rica pero no cabalmente estratégica.

El envenenamiento del líder opositor Alekséi Navalny, en agosto de 2020, fungió como el hecho que precipitó ese objetivo, si bien el origen de dicho propósito hay que rastrearlo tras el mismo final de la contienda bipolar, cuando Estados Unidos mantuvo, frente a una extraña y complaciente Rusia, un enfoque y manejo dirigido a erosionar las posibilidades de recuperación de Rusia, siendo sin duda la expansión de la OTAN la principal estrategia para contener y vigilar a este país, e incluso afectar el activo geopolítico ruso basado en la profundidad territorial. En otros términos, ir más allá de la victoria en la Guerra Fría, algo que Clausewitz nunca habría recomendado tras un triunfo militar.

Con Biden desde la presidencia, muy difícilmente se alcancen acuerdos con Rusia en relación con la situación de “ni guerra ni paz” que existe entre ambos países, no solo ya por la OTAN “ad portas” de Rusia, sino por otros múltiples temas que van desde el suministro de gas ruso a Europa hasta las armas estratégicas, todo en un contexto de crecientes sanciones por parte de Occidente.

Desde estos términos, hay cierto paralelo de los Estados Unidos de hoy con aquel de los años ochenta, cuando el presidente republicano Ronald Reagan amplificó la estrategia iniciada por el demócrata James Carter hacia fines de los ochenta, logrando ventajas estratégicas decisivas frente a la entonces Unión Soviética.

Sabemos qué sucedió después: el derrumbe se produjo principalmente por cuestiones económicas que el país arrastraba desde los años cincuenta, sobre todo en materia de baja productividad; pero la presión externa desempeñó un importante papel.

En breve, no sorprenden las recientes consideraciones de Joseph Biden en relación con Putin y su régimen. Se enmarcan en el sentido de excepcionalidad y misión redentora de los Estados Unidos. La cuestión es si en el siglo XXI, cuando ya se agotó el orden internacional liberal que nació en 1945, es posible sostener tales convicciones sin padecer consecuencias, aun siendo el único actor grande, rico y estratégico del mundo.

 

* Alberto Hutschenreuter es doctor en Relaciones Internacionales. Su último libro, publicado por Editorial Almaluz en 2021, se titula «Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante».

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ARMADAS MILITARES EUROPEAS. LA ESTRATEGIA Y LA POLÍTICA EXTERIOR DEL REINO UNIDO.

Giancarlo Elia Valori*

En los últimos años, la política británica de defensa y seguridad ha atraído la máxima atención de expertos militares y políticos en Europa y en todo el mundo. La razón más convincente del aumento del enfoque en los cambios en la política de defensa de Londres ha sido el Brexit y sus consecuencias. La retirada del Reino Unido de la Unión Europea ha llevado a una revisión no sólo de su programa de política exterior, sino también de su estrategia de defensa y seguridad.

A pesar de todos los problemas, dificultades y la posibilidad de recortes de fondos debido a la retirada del Reino Unido de la Unión Europea, el programa de renovación de la Royal Navy continúa hasta el día de hoy. En el futuro: el objetivo es que la Marina británica se convierta en una herramienta eficaz para garantizar la seguridad y presencia británicas en los océanos del mundo. Una vez completado el programa de rearme, la Marina británica, según los expertos, debería ser capaz de resistir cualquier amenaza potencial.

La renovación de la flota es un gran desafío económico para el Reino Unido. La construcción y el desarrollo de armas navales requiere que el reino desarrolle habilidades en los campos de la economía, la educación y la ciencia. La industria británica está transformando el nivel de cooperación y colaboración en un grado completamente diferente.

No debemos olvidar las implicaciones simbólicas de renovar la Marina británica. Es un símbolo nacional: nunca se rebajaría para mezclarse con otras unidades militares en el mar, empezando por las de los países de la Unión Europea. Es históricamente importante para los británicos mantenerla en alerta. Además, tradicionalmente, la Marina de Guerra es el instrumento fundamental de Londres tanto en política exterior como nacional.

Debido al brote de coronavirus, el Informe de Revisión de políticas de defensa y seguridad del Reino Unido de 2020 se ha pospuesto a 2021. Su publicación es un acontecimiento clave: esboza una hoja de ruta para el desarrollo de las fuerzas armadas británicas y otros componentes de la defensa y la seguridad.

El primer ministro británico Boris Johnson calificó este documento como el más profundo desde la Guerra Fría: se espera que cubra la financiación de las fuerzas armadas británicas en el contexto del Brexit y las relaciones entre el Reino Unido y Estados Unidos en el ámbito de la defensa y el concepto de Gran Bretaña global.

Todos los problemas, de hecho, están relacionados con la nueva definición de objetivos en la política británica de defensa y seguridad, así como con el replanteamiento del papel del Reino Unido en Europa y en todo el mundo. Esto significa una revisión radical de la política de defensa del Reino Unido y, por extensión, la financiación de las fuerzas armadas. Sin embargo, a pesar de los posibles cambios, Londres ha adoptado un plan para el desarrollo a largo plazo de las fuerzas navales.

A primera vista, tales cambios tienen cierto carácter espontáneo, pero si se examinan más de cerca, se puede ver una secuencia distinta de acciones. Los cambios en curso se planearon a principios de la década de 2000. Esto requirió que el liderazgo británico en ese momento revisara no solo los programas de armas, sino también el enfoque de la defensa y la seguridad en sí.

Y de hecho, el curso actual de la defensa y la seguridad británicas se esbozó en la Revisión Estratégica de Defensa y Seguridad 2010 y 2015. El primer documento fue crucial: por primera vez identificó amenazas que ahora se llaman comúnmente híbridas. Estas incluían terrorismo, ciberseguridad, crimen organizado y más. En el documento de 2015 se especificaban las medidas que debían adoptarse para neutralizar las amenazas esbozadas en el primer informe.

Ambos documentos han: a) desplegado drásticamente la estrategia de seguridad y defensa de Gran Bretaña; y b) trazan un camino hacia la autonomía y activación de la política de defensa británica, que ciertamente no podría confundirse con la bondad kantiana y políticamente correcta de la Unión Europea, donde —por convención— ejércitos, armadas y misiones en el exterior sirven solo para traer caramelos a los niños pobres y salvar a algunos náufragos. Y es bien sabido que el gobierno de Su Majestad británica cuida mucho de los niños pobres y ahogados y nunca ha tolerado la cultura del lloriqueo, de la que se encubre la Unión Europea, con la excepción de Francia.

El objetivo principal de estos procesos era crear un sistema de defensa y seguridad que pudiera funcionar de forma más autónoma sin tener en cuenta los verdaderos “brusselli” y “strasburghi”. Además, en el contexto de la política exterior, ha habido un punto de inflexión tanto hacia Estados Unidos, acercándose, como hacia la Unión Europea, alejándose. Lo que nos lleva a entender que el Brexit fue premeditado y no fruto del azar.

También se adoptó un programa de rearme y reforma de las fuerzas armadas y los sistemas de seguridad. Esto implicó a) la reducción de varias unidades regulares; b) la reasignación de gastos de defensa a empresas militares privadas; c) la creación de un sistema para atraer reservistas al servicio; y d) ascensos sociales para funcionarios de las fuerzas armadas.

Los principales cambios en la Armada de Su Majestad inicialmente incluyeron maximizar la unificación de la composición de la unidad naval, la expansión de las capacidades de ataque, la creación de grupos de portaaviones y el fortalecimiento del componente submarino.

Sin embargo, incluso en el Reino Unido, donde históricamente las fuerzas navales han sido una prioridad, la financiación de programas de rearme a gran escala no está exento de serias dificultades. En primer lugar, el ambicioso proyecto de dos portaaviones de la clase Queen Elizabeth británica se ha enfrentado a una escasez de personal. Para reclutar a las tripulaciones de los portaaviones era necesario disolver el mando del portahelicópteros Ocean y el mismo portahelicópteros fue vendido a Brasil.

Cabe señalar que los principales problemas en el campo de la renovación son causados por las fuerzas submarinas y el componente anfibio de la Armada. La cuestión más apremiante hoy en día es la sustitución de submarinos nucleares multiusos, que son el componente principal del ataque de la Royal Navy. Los submarinos de tipo Astute aún no están en pleno servicio.

Sin embargo, la sustitución de buques del tipo anterior y la construcción de nuevos submarinos es una tarea urgente para las fuerzas navales británicas y la industria. A pesar de la debilidad comparativa del proyecto Astute en comparación con los buques rusos de la clase Yasen o de la clase Virginia, la importancia de trabajar en estos barcos difícilmente puede ser exagerada más allá de las posibilidades financieras actuales. El futuro de la industria naval británica y el desarrollo de su experiencia dependen de la producción independiente y el correcto funcionamiento de submarinos de este tipo.

También hay que decir que la cooperación entre Londres y Washington en el campo de las armas estratégicas continuará. Al mismo tiempo, con respecto a la reducción del número de misiles balísticos, manteniendo el número de sus portaaviones, se habla de un replanteamiento del papel del arsenal nuclear para garantizar la capacidad de defensa del Reino Unido.

Los británicos siempre han estado convencidos de que la fuerza y las amenazas de ella son un instrumento de diplomacia necesario y tienen un papel que desempeñar en la política exterior y todo esto debería ser parte de la sabiduría convencional de cualquier gobierno de profetas no desarmados.

Y es cierto que la historia, así como la experiencia reciente, apoya la idea de que los esfuerzos para hacer frente a los conflictos entre estados únicamente a través de la diplomacia pacífica no siempre tienen éxito y pueden causar un daño sustancial a sus intereses nacionales.

Y en esto sólo podemos estar de acuerdo.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia. 

Artículo traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción. 

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JOE BIDEN Y SUS PRIMEROS MOVIMIENTOS CONTRADICTORIOS DE POLÍTICA EXTERIOR

Giancarlo Elia Valori*

Joe Biden, presidente de los Estados Unidos. Foto: The White House.

Aquellos que pensaban que el anciano presidente estadounidense, ex vicepresidente de Barack Obama, entraría en el centro de atención internacional como el sabio y moderado estadista que había sido durante la campaña electoral han tenido que revisar su juicio.

Apenas unas semanas después de asumir el cargo, Joe Biden llevó abruptamente a Estados Unidos de vuelta a los escenarios de Medio Oriente con una doble maniobra político-militar que ha despertado una considerable perplejidad y protestas en los Estados Unidos y en el extranjero.

Como señaló el portavoz del Pentágono, John Kirby, la primera medida sorpresa decidida directamente por el presidente fue ordenar un bombardeo aéreo contra dos bases de milicianos que se cree están cerca de Hezbolá e Irán, ubicadas en Siria cerca de la frontera con Irak.

Se informa que entre 22 y 27 personas, ya sean milicianos o civiles, murieron en el ataque, que tuvo lugar durante la noche del 25 de febrero.

La orden de atacar a las milicias pro-iraníes estuvo motivada por la necesidad de Biden de reaccionar a un ataque en Erbil, en el Kurdistán iraquí, a principios de febrero contra una base logística del ejército estadounidense, que resultó en la muerte de un empleado filipino de la base.

Al comentar sobre el incidente, el portavoz del Pentágono Kirby dijo: “Los ataques aéreos han destruido almacenes y edificios utilizados en la frontera por las milicias pro-iraníes Kathaib Hezbollah y Kataib Sayyid al Shuhaba y han transmitido el mensaje inequívoco de que el presidente Biden siempre actuará para proteger al personal estadounidense. Al mismo tiempo, la acción tiene por objeto perseguir deliberadamente el objetivo de desescalar la tensión tanto en el este de Siria como en Irak”.

Aparte del hecho de que suena ambiguo justificar un ataque sorpresa en el territorio de un Estado soberano (todavía) como Siria con la necesidad de “reducir la tensión” en la región, la iniciativa del presidente Biden no ha despertado pocas perplejidades también en Estados Unidos, además de las protestas obvias del gobierno en Damasco.

Mientras que muchos senadores republicanos y congresistas han aprobado las acciones de Biden porque, como ha argumentado el senador republicano Pat Toomey, “Biden tiene derecho a responder con armas a los recientes ataques apoyados por Irán contra intereses estadounidenses”, los miembros de su propio partido no han ocultado sus críticas y perplejidad porque supuestamente el presidente no respetó las prerrogativas exclusivas del Congreso en términos de «acciones de guerra».

El senador demócrata Tim Kane fue muy duro y explícito: “una acción militar ofensiva sin la aprobación del Congreso es inconstitucional”.

Su colega del mismo partido, Chris Murphy, dijo a CNN que “los ataques militares requieren la autorización del Congreso. Debemos exigir que esta Administración se adhiera a las mismas normas de comportamiento que hemos exigido a las administraciones anteriores…

Exigimos que siempre haya justificación legal para todas las iniciativas militares estadounidenses, especialmente en un teatro como Siria, donde el Congreso no ha autorizado ninguna iniciativa militar”.

Con el fin de subrayar la inconsistencia de la justificación de la Casa Blanca de que los ataques iban a “reducir la tensión” en la región, el congresista demócrata Ro Khana intensificó públicamente las críticas diciendo: “Tenemos que salir de Medio Oriente. Me pronuncié en contra de la interminable guerra de Trump y no me callaré ahora que tenemos un presidente demócrata”.

Como podemos ver, las críticas al presidente Biden han sido duras y muy explícitas, marcando así el final prematuro de la “luna de miel” entre la Presidencia y el Congreso que, según la tradición estadounidense, marca los primeros cien días de cada nueva Administración.

La demostración militar de fuerza del presidente Biden parece estar marcada no sólo por las dudas sobre la constitucionalidad planteadas por los principales miembros de su propio partido, sino también por la naturaleza contradictoria de las motivaciones y justificaciones.

Según la Casa Blanca, en vista de la reducción de la tensión en Siria, es necesario enviar bombarderos, sin perjuicio de la necesidad de «transmitir una señal amenazante» a Irán, en el mismo momento en que el propio presidente está declarando que quiere reabrir el «acuerdo nuclear» con Irán, es decir el diálogo sobre la cuestión nuclear abruptamente interrumpido por su predecesor.

En resumen, los movimientos iniciales del nuevo Presidente en la región de Medio Oriente no parecen diferir demasiado de los de sus predecesores que, como él, pensaban que la acción militar —incluso sangrienta y brutal— siempre podría considerarse una opción útil como sustituto de la diplomacia.

Esta acción militar, sin embargo, apenas parece justificable en sus motivaciones si es cierto que el presidente Biden tiene la intención de reducir la tensión en las relaciones con Irán, que se han vuelto cada vez más tensas debido a iniciativas como las de su predecesor, Donald Trump, quien a principios del año pasado ordenó el asesinato del miembro de más alto rango de la jerarquía militar iraní, Qassem Suleimani, que fue tiroteado por un dron cerca de Bagdad.

La otra medida del presidente Biden en un teatro delicado y sensible como el Cercano Oriente, parece al menos inoportuna: fue autorizar a la CIA a desclasificar el informe sobre el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, asesinado en 2018 en las instalaciones del consulado saudí en Turquía.

El informe de la CIA acusa sin rodeos al príncipe heredero Mohammed Bin Salman de ordenar el asesinato del periodista disidente. Su publicación, autorizada por el presidente Biden, ha desatado una tormenta de controversia dentro y fuera de Estados Unidos, poniendo así en duda la relación estratégica entre Estados Unidos y Arabia Saudí, que a lo largo de los años se ha construido minuciosamente con el doble objetivo de contrarrestar la presencia e influencia de Irán en el Líbano, Siria e Irak, así como controlar los impulsos extremistas de socios regionales ricos y peligrosos como Qatar.

El príncipe Bin Salman, ahora firmemente establecido como único heredero al trono saudí, es una contraparte obligatoria de los Estados Unidos.

En vano (e imprudentemente), el presidente Biden ha declarado públicamente su preferencia por un diálogo directo con el rey Salman. 

El Rey, de 85 años, sin embargo, no sólo se encuentra en malas condiciones de salud, sino que también ha dicho claramente a los estadounidenses que tiene la máxima confianza en “su único y legítimo heredero” a quien ya ha delegado realmente la gestión de los asuntos del Reino.

La Administración del presidente Biden, y su nuevo secretario de Estado, Antony Blinken, nunca han ocultado que prefieren a otro príncipe heredero como posible homólogo, a saber, Mohammed Bin Nayef, que es muy cercano a la CIA gracias a los buenos oficios del ex jefe de los servicios de inteligencia saudíes, Saad Al Jabry. Sin embargo, en el complicado mundo de la Corte Saudí, las cosas no siempre avanzan de la manera simple y directa preferida por los estadounidenses.

Mohammed Bin Najef está actualmente en prisión por cargos de corrupción y por lo tanto está definitivamente fuera de la carrera por el trono, mientras que su enlace con la CIA, Al Jabry, se ha autoexiliado en Canadá para escapar de la “persecución” que cree que ha sido orquestada por los cortesanos saudíes.

Si los Estados Unidos quieren seguir desempeñando un papel en Medio Oriente y posiblemente ejerciendo una función estabilizadora en una región que fue muy desestabilizada por la desafortunada aventura iraquí de George W. Bush, que efectivamente entregó a Irak a los chiítas cercanos a sus “hermanos” iraníes y le dio a Irán las claves para controlar el golfo Pérsico, el Presidente y su Secretario de Estado tendrán que confiar en una buena dosis de realismo político, dejando fuera del diálogo con Arabia Saudí las consideraciones éticas que, aunque justificadas, no parecen apropiadas, también porque Estados Unidos nunca ha parecido haber tenido muchos escrúpulos a la hora de eliminar físicamente a sus “adversarios” con métodos muy apresurados, ya sea un general iraní, dos docenas de milicianos sirios no identificados o sus familiares.

En resumen, las primeras etapas de la Presidencia de Biden no parecen muy prometedoras. Tanto los aliados como los adversarios están esperando que Estados Unidos vuelva al terreno en las zonas más sensibles con pragmatismo y realismo, dos factores que parecen bastante escasos en las medidas preliminares de política exterior de Joe Biden.

 

* Copresidente del Consejo Asesor Honoris Causa. El Profesor Giancarlo Elia Valori es un eminente economista y empresario italiano. Posee prestigiosas distinciones académicas y órdenes nacionales. Ha dado conferencias sobre asuntos internacionales y economía en las principales universidades del mundo, como la Universidad de Pekín, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Yeshiva de Nueva York. Actualmente preside el «International World Group», es también presidente honorario de Huawei Italia, asesor económico del gigante chino HNA Group y miembro de la Junta de Ayan-Holding. En 1992 fue nombrado Oficial de la Legión de Honor de la República Francesa, con esta motivación: “Un hombre que puede ver a través de las fronteras para entender el mundo” y en 2002 recibió el título de “Honorable” de la Academia de Ciencias del Instituto de Francia.

 

Artículo traducido al español por el Equipo de la SAEEG con expresa autorización del autor. Prohibida su reproducción. 

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