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A RUSIA LE CUESTA ABANDONAR LOS VIEJOS VICIOS

Alberto Hutschenreuter*

La recientemente fallecida Hélène Carrère d’Encausse, una de las mejores especialistas de Occidente en Rusia y la Unión Soviética, entre sus muchas obras tiene una que se titula «El mal ruso». Allí, la experta francesa de ascendencia georgiana, plantea que la historia de Rusia podía ser explicada desde la violencia política; una práctica aplicada desde arriba hacia abajo, pero también violencia desde abajo hacia arriba, sobre todo desde el surgimiento de movimientos insurgentes en la segunda mitad del siglo XIX.

Por su parte, Alain Besançon, otro gran experto francés en ese país, consideraba que la Unión Soviética podía ser explicada desde los ciclos conocidos como «comunismo de guerra» y «nueva economía política». Mientras que en el primero el Estado avanzaba violentamente sobre la sociedad para imponer el modelo marxista leninista y eliminar toda oposición, en el segundo, para evitar la misma desaparición de la sociedad y que la economía tuviera más rendimiento, el Estado replegaba su poder, permitiendo que se revitalizara la sociedad y la producción.

Luego, el régimen regresaba al comunismo de guerra y, si era necesario, como lo fue cuando Alemania invadió la URSS, permitía otra vez que la sociedad y los soldados sintieran menos opresión. Durante la guerra de exterminio con Alemania, la nueva economía política fue acompañada de la evocación de gestas militares gloriosas y héroes del pasado ruso.

El punto es que los interesantes planteos de los dos especialistas sirven para explicar Rusia y la URSS hasta la muerte de Stalin, en 1953. Pues desde entonces el totalitarismo dejó de ser la condición política en el país, continuando el autoritarismo como rasgo del poder. Es decir, con Stalin se fue esa forma política-económica-social-cultural que solo admitía la ideología imperante. Cualquier manifestación mínima de disidencia podía significar la muerte o el Gulag, que era casi como una muerte en vida, tal como lo describe la obra mayor de Alexander Solzhenitsyn, un testigo directo, o un reciente trabajo de la historiadora Anne Applebaum.

Por supuesto que con los «sucesores de Stalin» todas las características del régimen, muy bien analizadas por Zbigniew Brzezinski y Samuel Huntington en un texto clásico de los años sesenta, continuaron, pero no con la brutalidad de antes, es decir, el terror en todas partes. Incluso se permitió la publicación de libros que nunca antes se habrían permitido. Tras la muerte del dictador, la URSS entró en un largo ciclo de nueva economía política, hasta que el país-continente se desplomó, la Guerra Fría terminó, el mundo ingresó en el régimen de la globalización y la «nueva Rusia» experimentó una era de desorden interno y debilidad externa casi sin precedentes.

En ese contexto, hacia el final de la década del noventa, Vladimir Putin, un hombre del extendido segmento del servicio secreto, fue designado primer ministro y luego fue elegido presidente. Con él, Rusia se ordenó hacia dentro y, por tanto, logró elevarse estratégicamente hacia fuera.

Pero Rusia mantuvo algunas «constantes». Por caso, siguió siendo un gran poder, aunque no un actor preeminente cabal, es decir un poder con proyección en todos los segmentos de poder. A pesar de su poder nuclear, su asiento permanente en el Consejo de Seguridad y su ascendiente geopolítico en el «vecindario inmediato» (las ex repúblicas), Rusia continuaba siendo una potencia con base «GPM» (gas, petróleo y minerales). Algunos, irónicamente decían que Rusia se apoyaba en una «economía Kalashnikof», esto es, barata, irrompible y con baja tecnología. Como otrora la URSS, su Estado continuador postergaba la modernización.

Hay otras constantes, por ejemplo, el celo geopolítico frente a situaciones que impliquen poderes tradicionalmente marítimos que se acercan a sus fronteras y amenacen su condición de poder terrestre. Por ello, Rusia siempre reaccionará desde lo que considera «medidas contraofensivas de defensa».

Además de estas constantes, Rusia también mantuvo algunos «vicios» zaro-soviéticos en relación con el ejercicio y mantención del poder. Es verdad que ya no es un régimen de partido único, aunque sí de partido hegemónico. Y si bien en un principio el régimen mostró una relativa tolerancia con opositores, durante la última década el régimen se volvió más cerrado frente a la sociedad y más duro con la oposición. En este contexto, ocurrieron asesinatos selectivos, quedando siempre el régimen y el mismo presidente en el abanico de conjeturas sobre la responsabilidad. Las recientes muertes del número uno y el número dos de la milicia Wagner han sido otro caso más en los que las sospechas se dirigieron rápidamente al mandatario.

Ello no quiere decir que acaso Rusia se vuelva a explicar desde la violencia, pero sí tal vez debamos preguntarnos si el régimen político ruso no se está dirigiendo hacia formas que podrían provocar una gran disrupción en el país. Porque en la Rusia de hoy, el centralismo y verticalidad del régimen podrán mantenerse, pero muy difícilmente un líder alcance el poder totalitario que tuvieron Stalin o Pedro el Grande.

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

Artículo publicado el 25/08/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/.

DE AQUEL «PRIMER ORDEN NUCLEAR» A ESTE ESCENARIO INCIERTO

Alberto Hutschenreuter*

Giada_jn  en Pixabay

 

Se cumplen 78 años del lanzamiento de las bombas nucleares estadounidenses sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.

Por entonces, había poca información sobre el uso militar del átomo. El Proyecto Manhattan había sido tan hermético que cuando en la Conferencia de Potsdam, celebrada a mediados de julio de 1945 entre Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética, Stalin recibió comentarios sobre la bomba, el líder soviético dio relativa importancia a la cuestión.

Pocos días después, aquellas ciudades ardieron y desaparecieron bajo un poder de destrucción jamás experimentado. Japón no se rindió tras la primera bomba, de modo que tres días después del 6 de agosto otro artefacto, cargado esta vez con plutonio-239, explotó sobre otra población japonesa (un día antes, el 8 de agosto, cumpliendo promesas hechas en la Conferencia de Yalta meses antes, la URSS declaró la guerra a Japón).

Alcanzar la rendición del Japón imperial fue el primer propósito que se buscó con los lanzamientos. Los soldados nipones luchaban hasta morir y se calculaba que una invasión a la isla costaría cientos de miles de estadounidenses muertos. Pero hubo otros objetivos: había que experimentar la bomba sobre un escenario real, pues detonarla en un desierto aportaba muchos datos, sin duda, pero no los datos verídicos totales.

Por otra parte, como lo dice Churchill en su obra sobre la Segunda Guerra Mundial, con el Ejército Rojo ya ocupando países de Europa centro-oriental era muy difícil pensar que allí habría elecciones libres. La rivalidad Estados Unidos y la Unión Soviética, que en rigor existía ya desde que los bolcheviques capturaron el poder en Rusia en 1917, era un hecho. Por ello, era necesario ostentar esa poderosísima nueva capacidad a la URSS y al mundo.

Así se inició la era nuclear en la historia. Como generalmente ocurre en relación con nuevos acontecimientos asociados al poder, a partir de un hecho violento; en este caso, la guerra total. Desde entonces y hasta 1949, cuando la URSS tuvo su primer artefacto atómico, Estados Unidos detentó un poder absoluto: si en ese momento hubiera atacado a su rival, el mundo habría tenido medio siglo de orden unipolar.

A partir de entonces, el orden atómico entre los dos grandes poderes transitó ciclos relativos con las capacidades de golpe de uno y otro, ciclos que nadie como el general francés André Beaufré supo analizar. Pero aunque los dos reunían un poder letal, no fue hasta que la URSS colocó el satélite Sputnik en el espacio, en 1957, que Estados Unidos se sintió vulnerable por primera vez, pues ello significaba que su rival poseía capacidad de rango intercontinental. Ese temor de Washington impulsó una gran suba del gasto de defensa nacional en tiempos de la administración Kennedy.

En los años sesenta ocurrieron los primeros desajustes en la relación basada en lo que se conoció como Mutua Destrucción Asegurada (MAD), pues en la carrera nuclear ambos poderes desarrollaron tantos sistemas misilísticos que los sistemas antimisilísticos de cada uno podían llegar a ser superados en un ataque, rompiéndose el equilibrio del terror, es decir, la «cultura estratégica» que predominaba entre los dos megapoderes atómicos, pues los dos asumían que una guerra nuclear no se podía ganar. Por ello, en los años siguientes se alcanzaron los acuerdos SALT sobre limitación de armas estratégicas y se firmó en 1972 el Tratado sobre Misiles Antibalísticos (ABM), sin duda el marco regulatorio clave en la era de las armas nucleares, pues era la base que sostenía la disuasión nuclear.

A pesar de las tensiones, en los años ochenta los presidentes Reagan y Gorbachov continuaron considerando que en una guerra nuclear no habría victoria. Posteriormente, tras el final de la contienda bipolar y el desplome de la URSS, la «cultura de tratados» prosiguió. Rusia se volvió un poder asombrosamente débil durante los años noventa, pero no dejó de ser una superpotencia nuclear, la única capaz de destruir a Estados Unidos. El hecho relativo con el consenso que había para que Rusia concentrara todo el armamento atómico de la ex URSS mostraba que la confianza en ese actor se mantenía.

Pero también era cierto que Estados Unidos había ganado la Guerra Fría y podía rentabilizar esa victoria en el segmento de las armas nucleares. Posiblemente por ello, por la afirmación nacional que significó Putin, por el impacto que le significó el ataque del 11-S y por la supremacía que ostentaba por entonces Estados Unidos, que se afianzó durante la primera década del siglo al punto que llegó casi a identificar el sistema internacional con sus intereses nacionales (algo así como un «wilsonismo militar»), la potencia mayor comenzó a distanciarse de los compromisos que implicaba el duopolio estratégico. Fue así que en 2002 se retiró del ABM, un hecho que fue vinculado con la decisión de alcanzar la supremacía nuclear, es decir, prepararse para eventualmente ganar una confrontación con esas armas.

Además, el otro pilar para evitar la dispersión atómica, el Tratado de No Proliferación (TNP), hacía tiempo que había comenzado a desfondarse, pues surgieron nuevos actores nucleares. Por su parte, pero siempre en este contexto, hechos como la intervención en Irak, la relativización de las soberanías nacionales como consecuencia de la lucha global contra el terrorismo, y, posteriormente, la intervención de una fuerza multinacional en Libia, recentraron en algunos países la cuestión relativa con lograr la seguridad absoluta, es decir, poseer la bomba, pues nadie se entrometía con un actor atómico.

Por su parte, Rusia adoptó medidas «compensatorias» y salió del Régimen sobre Control de Plutonio; más recientemente, Estados Unidos abandonó el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio. Y así el segmento estratégico más alto y sensible de la seguridad internacional se fue debilitando, al punto que entre Estados Unidos y Rusia solo quedó en pie un tratado sobre reducción e inspección de armas estratégicas, el START III o New START, que entró en vigor en 2011, fue prorrogado por cinco años en 2021, aunque este año Putin anunció la suspensión de su cumplimiento por parte de Rusia.

En estos términos, se han profundizado las incertidumbres relativas con el equilibrio del terror. ¿Es posible que todavía se mantenga? Es la gran pregunta, pues los desajustes que se han producido desde hace dos décadas en ese segmento vital para la supervivencia posiblemente hayan erosionado ese principio, y por ello posiblemente se estrechó el margen del uso del armamento nuclear. Más todavía, puede que nos hallemos en un escenario de «guerras nucleares ganables».

En relación con la reducción de los márgenes de utilización del arma atómica, el experto Andrew F. Krepinevich advierte que, por caso, Rusia ha aprobado una doctrina militar que habilita el uso de armamento nuclear si este arsenal se encontrara en riesgo o si Rusia estuviera perdiendo una guerra. Asimismo, una línea similar de pensamiento podría estar arraigándose en China, donde los políticos y militares han insinuado que ciertos tipos de armas nucleares podrían utilizarse en un conflicto de naturaleza convencional como las que se usan para generar un pulso electromagnético que pueda desactivar dispositivos electrónicos. En relación con la rivalidad entre China y Estados Unidos, donde prácticamente no hay equilibrio entre ambos, dicho uso no es ajeno a las capacidades relativas con la negación de acceso a los armamentos y complejos militares. Pero el experto advierte sobre otra situación altamente preocupante: los cambios que podrían haber tenido lugar en torno a la lógica de la disuasión. Es decir, como concepto teórico la disuasión se basaba en la suposición de que cuando existe riesgo los hombres actúan racionalmente, en el sentido de que basan sus decisiones en un cálculo de costo-beneficio y actúan solamente cuando las ganancias esperadas superan a los costos. Pero durante las últimas cuatro décadas, la investigación en materia de economía del comportamiento ha arrojado grandes dudas sobre esta suposición. Se estima que los hombres están dispuestos a asumir grandes riesgos y aceptar altos costos con el fin de evitar pérdidas. O sea, la toma de decisión podría basarse más en las pérdidas (para mantener una situación lograda) que en las ganancias.

Concluyendo, el segmento más elevado de la seguridad internacional y mundial se encuentra en un estado incierto, pues podría haberse desvanecido el equilibrio nuclear, es decir, la predominancia de una cultura estratégica entre los dos mayores poseedores de armas nucleares. En este contexto, el estado de guerra indirecta entre Occidente y Rusia o los puntos de discordia mayor entre China y Estados Unidos nos llevan a plantearnos escenarios apocalípticos sobre las consecuencias que podría tener un incidente mayor en el Mar Negro o en el Mar de la China, por tomar dos zonas geopolíticas y militarmente volcánicas.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

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GEOPOLÍTICA: TODOS LOS INGREDIENTES PARA EL DESASTRE

Isabel Stanganelli*

Yevgeny Primakov, a la derecha, conversando con Henry Kissinger durante el Foro Económico celebrado en San Petersburgo el 21 de junio de 2012. Foto AP.

Mientras Occidente permanece en permanente convulsión, la mayoría de los países asiáticos avanzan progresivamente en sus objetivos de pacificación y aproximación.

Uno de los casos más notables es el de la India que, sin perder su fuerte alianza con Rusia y a pesar de los problemas limítrofes que mantiene con China, está estableciendo lazos constructivos con Beijing. Sin descuidar sus relaciones con los Estados Unidos, no se manifiesta contra sus vecinos continentales. Hasta Pakistán, siempre aliada con China y con cuestiones limítrofes con India, se está acercando a Nueva Delhi.

Hubo quien previó este escenario hace algo menos de tres décadas aunque su teoría tardó en difundirse y mucho menos aceptarse en Rusia y parece evidente que a pesar del tiempo transcurrido Occidente no la contempla.

Algo de historia reciente

Cuando Rusia renació de las cenizas de la Unión Soviética y creía que el concierto de las naciones europeas ―por las que había participado en batallas durante siglos y que hasta costó la vida a la totalidad de la familia imperial (si, incluyendo a Anastasia)― le abriría sus puertas y festejaría su retorno de la mano de su «inofensivo» presidente Boris Yeltsin, el mundo parecía girar en otra dirección. Los festejos por el supuesto fin de la Guerra Fría resultaron tan excesivos en su magnitud y duración que hirieron sensibilidades, al punto que hasta la misma Margaret Thatcher mostró su preocupación: «Por favor, tengan cuidado… Con lo que nos costó hacerla caer…» (se refería a la URSS)[1].

La crisis que puso fin a la URSS en 1991 se mantuvo durante una década, la de los «reformistas ultraliberales», representados por Boris Yeltsin. Negocios millonarios se entregaban por monedas, la corrupción se paseaba en automóviles de última gama y los trabajadores rusos de toda una vida pasaban hambre y morían en la miseria: ya no contaban con envejecer sin privaciones, no había atisbos de sistemas previsionales.

En 1997 fue Yevgueni Primakov (1929-2015), ex director de la KGB, veterano experto en Medio Oriente, asesor y luego Primer Ministro de Boris Yeltsin, quien enunció la que se terminó denominando «Doctrina Primakov» atento a la imagen internacional de declive de Rusia.

Primakov favorecía la formación de un triángulo estratégico China – India -Rusia, iniciativa considerada totalmente descabellada y desestimada. Además de las diferencias culturales, étnicas, religiosas, filosóficas, ideológicas, etc., la relación entre Rusia y China desde la década del ’60 del siglo pasado había sido inexistente.

En consecuencia, los líderes de los círculos de poder, defensores del ultra-liberalismo y de la desregulación, consiguieron apartar a Primakov de la jefatura del gobierno. Cuando en 1999 este sector perdió el poder y las iniciativas occidentales fueron más evidentes (etapa de la guerra en Yugoslavia), su propuesta fue reconsiderada.

Primakov observó a lo largo de esa década que Occidente intentaba marginar a Rusia e infiltrarse en su espacio tradicional de influencia. Sostenía que el mayor alejamiento de Rusia del escenario asiático en la última década del siglo XX, la «década atlantista», había incentivado a otros actores a penetrar la región, complicando considerablemente toda su problemática.

En los libros de su autoría El mundo después del 11 de septiembre y La guerra en Iraq, Primakov invitaba a ser prudente con las decisiones adoptadas por Washington, aunque señalaba que Occidente tenía otra cultura pero sostenía que lograr una cooperación limitada y con ventajas mutuas era posible.

Entre 2003 y 2005 su propuesta incluyó modificar en forma más marcada la orientación de la política exterior rusa de Occidente hacia Oriente, los famosos «180 grados», un escenario cada vez más contemplado como el sitio natural de Rusia.

En julio de 2006, en ocasión de la Cumbre del G8 ─en San Petersburgo y presidida por Rusia─, Putin señaló que: «…Occidente tendrá finalmente que aceptar el hecho de que Moscú ha vuelto al escenario mundial…». Pero para entonces la injerencia de Occidente en cuestiones internas de Rusia ya era muy variada en medios y objetivos.

La «doctrina Primakov» continuó evolucionando rectificando su orientación geoestratégica y a partir de 2007 contó con los aportes complementarios del Ministro de Defensa Sergei Ivanov. Fue la etapa en que Putin comenzó a denunciar el «doble discurso» o «doble rasero» occidental. En 2008 anunció el retorno de Rusia como protagonista del contexto internacional y el estreno de su doctrina de orientación multipolar, en la que exhortaba a la construcción de un orden internacional justo, equitativo y respetuoso de las diferencias, al tiempo que hacía votos por la defensa de los valores democráticos. La evolución de la doctrina eurasianista ya fue visible en la Estrategia de Seguridad Nacional de Rusia para el período 2009-2020.

El hecho de que el presidente Putin viajara entonces a China e India dio pie a que se especulara sobre la organización de ese «triángulo estratégico» para balancear la influencia de Estados Unidos en Asia. Pero luego del asombro inicial, pronto el gesto quedó en el olvido[2].

Hemos visto que esta idea eurasianista y de prudencia ante los Estados Unidos había sido pergeñada por el Primer Ministro Yevgeny Primakov en 1997 ─y considerada irrelevante─. Su pensamiento probó continuar vigente, a pesar de que tanto Rusia como China e India continuaron manifestándose amigas de Estados Unidos y hasta aceptaron tácitamente el avance de la OTAN hacia el este en Afganistán, donde permaneció mas de 18 años…. Consideraban ─por experiencia─ que la presencia de Washington no alcanzaría para eliminar el flagelo del terrorismo en la región y que se requerirían estrategias de seguridad multilaterales que también incluyeran a Rusia, China, India y Pakistán.

La estrategia de seguridad nacional de Moscú, ya expuesta por el Ministro de Defensa Sergei Ivanov en un artículo en el Wall Street Journal en enero 2006 («Rusia must be strong» – «Rusia debe ser fuerte»), estuvo directamente relacionada con los intereses estratégicos y económicos rusos en el amplio escenario que abarca el Cáucaso Meridional, el mar Caspio y las Repúblicas Centrales Asiáticas.

El artículo de Ivanov evidenciaba las prioridades estratégicas de Rusia marcadas pragmáticamente de acuerdo con las necesidades de seguridad de Moscú. «Rusia debe ser fuerte» era un título y al mismo tiempo un programa: la seguridad nacional siempre fue crucial para Rusia y en consecuencia su estrategia militar se focalizaba, y lo sigue haciendo, en responder a los desafíos externos, internos y fronterizos. En otras palabras: Rusia intentó ser desde entonces un poder global relevante y estable, vital para la seguridad mundial y dejar atrás la década perdida de los 90.

Es de particular interés el foco que ponía ya desde entonces Ivanov (y también el Kremlin) en estar «preparados para la posibilidad de un asalto violento al orden constitucional de algunos Estados post-soviéticos y la inestabilidad fronteriza que podrían ocasionar». En consecuencia Moscú debía considerar las implicaciones del «factor de incertidumbre» y el alto nivel de amenazas existentes. Ivanov aclaraba que la incertidumbre incluía los conflictos o procesos políticos o político-militares que pudieran devenir en una amenaza directa a la seguridad de Rusia o afectar la realidad geopolítica de una región de interés estratégico para Rusia. «Nuestra máxima preocupación es la situación interna de algunos miembros de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) y las regiones que la rodean». Este es un clásico ejemplo de cómo los grandes poderes ―todos ellos― perciben las amenazas potenciales a sus «esferas de influencia». La posibilidad de interferir en la situación interna de pequeños Estados se justifica ―como en el caso de cualquier potencia― en nombre de la seguridad. La doctrina Primakov-Ivanov sostenía que la promoción del dominio militar-estratégico regional también tiene fines políticos y hasta puede modificar el medio político interno de poderes menores para atender los intereses de los grandes poderes.

La doctrina Primakov-Ivanov sugería que cualquier cambio social o político pro-Occidental de inspiración liberal en países de la CEI, como las revoluciones de colores experimentadas por Ucrania, Georgia o Kirguistán en 2004 y 2005 respectivamente, podría ser considerado inaceptable para los intereses de seguridad regional de Rusia.

La Comunidad de Estados Independientes (CEI) siempre ha sido crucial para la seguridad militar de Moscú y para el control sobre los recursos fósiles y al mismo tiempo se encuentran cada vez más marcadas por cuatro conductores fundamentales. Los dos primeros son las orientaciones geopolíticas básicas de las ex repúblicas soviéticas que pueden ser fuerzas opuestas. Una de ellas relaciona a las repúblicas con el «heartland», geoestratégicamente liderado por Rusia y el otro, originado por los objetivos estratégicos de Estados Unidos y los temores nacionales a la hegemonía rusa que los conecta con el imperio marítimo euroatlántico, liderado por Estados Unidos. Esta oposición hacía que la influencia política y el poderío militar fueran el premio geopolítico en la renovada competencia entre Rusia y Estados Unidos en la gran región.

Los otros dos conductores fueron novedosos. Uno fue la aspiración de los países de la CEI a determinar sus propias agendas de política exterior y de gestión energética y el otro fue la creciente influencia de Beijing.

Primakov no estaba errado.

Más de un observador denominó entonces a este contexto como un «Nuevo gran juego». Desde el punto de vista ruso, la inestabilidad política en la región podía constituir tanto una amenaza ―si podía ser instrumentada por los adversarios de Rusia― como una fuente de oportunidades, como en el caso del separatismo abjasio en Georgia, para debilitar a un Estado pro-occidental.

Las relaciones con China en la región también eran complejas. Moscú y Beijing parecían cooperar para asegurarse de que la presencia militar de Washington no fuera permanente (como ocurrió en Uzbekistán en 2005 con la base Karshi-Khanabad, K-2). Ambos poderes incrementaron su colaboración en el contexto de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), ―desde 1996 como Grupo de los Cinco de Shanghai―, con más de 25 años de colaboración. La creación de un marco más integrado de seguridad y económico podía asegurar el ascenso de un partenariato estratégico chino-ruso en Eurasia. Y lo está logrando.

La doctrina de Moscú, ilustrada por Ivanov, nos indicaba que la confrontación entre Rusia y Estados Unidos en Eurasia sería áspera ―a menos que se alcanzara una gran negociación―. A pesar de etapas de gran colaboración, jamás se logró la aproximación a la que estaba dispuesta Moscú.

Mucho se ha escrito en las décadas postsoviéticas sobre ductos de exportación de hidrocarburos y la misma exportación de hidrocarburos, sobre construcción de infraestructura de defensa rusa en Europa, intercambio de programas de investigación y hasta colaboración en la aventura espacial. En todos los casos subyacía mucha suspicacia en términos políticos, que los medios de comunicación se ocupaban de hacer pública a una Rusia «peligrosa». Hubo apoyo occidental a golpes de Estado contra gobiernos democráticos (Ucrania, 2014), presiones, sanciones… Muchas recayeron sobre países asiáticos. Finalmente en 2022 el tercio europeo de Rusia fue rechazado por Europa con la amenazante OTAN en sus fronteras y en cambio bien recibido por gran parte de Asia. ¡Primakov!

A la percepción de la gran mayoría de los países asiáticos que se han visto invadidos, sancionados, ocupados, condicionados, «Ejes del mal», poseedores de armas de destrucción masiva dispuestos a utilizarlas… en el mejor de los casos países utilizados, se suma un elemento geopolítico largamente descuidado por los especialistas: la cantidad de población. En realidad se la tiene en cuenta en relación con la demanda de bienes y servicios, pero no se considera a la población per se.

En abril de 2023 India superó en cantidad de habitantes a China. Tanto una como la otra tienen el mismo porcentaje de población que todo el continente africano: 18%.

La población mundial asciende a unos 8.050 millones de habitantes de los cuales Asia cuenta con el 59% y si le sumamos el 1,4% de rusos europeos resulta que de cada 10 habitantes del planeta más de 6 son asiáticos-rusos. Europa con 747 millones tiene 9,3% de la población. América 1.046 millones, 13% del total de los cuales ―el 4,2% del total― son estadounidenses.

Una guerra que repentinamente costara la vida al 10% de la población de los Estados Unidos o Europa, sin importar que tan rotunda pueda ser la represalia, crearía tal caos social que se verían obligadas a abandonar la batalla. Si ese mismo porcentaje afectara a la población de China, el impacto relativo sería menor y seguiría combatiendo… Sin contar con que ambos tienen aliados, el resultado final no requiere muchos cálculos matemáticos.

Teniendo en cuenta estos cálculos muy básicos, resulta difícil comprender el motivo por el cual la soga se sigue tensando…

* Profesora y Doctora en Geografía/Geopolítica, Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Magíster en Relaciones Internacionales, UNLP. Secretaria Académica de la SAEEG.

Referencias

[1] Ni tanto ni tan poco. Hace un siglo, para la flamante Sociedad de las Naciones, Turquía estaba en el grupo de las naciones «salvajes» en tanto la URSS era considerada una nación «bárbara».

[2] Véase Stanganelli, Isabel. “China y Rusia: dos colosos en busca de nuevos equilibrios”. En Diplomacia. Año 1999, No. 81, ISSN: 0716-193X. Escuela de Derecho, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. https://academiadiplomatica.cl/centro-de-publicaciones/ V Congreso Nacional de Ciencia Política. Academia Diplomática Andrés Bello. Santiago de Chile, noviembre 1999. Expositora con los temas: «Las nuevas relaciones Rusia-China» y «Sistemas de poder Internacional en la posguerra Fría y la política exterior de la Federación de Rusia».

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