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DOS DÉCADAS DE IMPACTOS GEOPOLÍTICOS

Alberto Hutschenreuter*

Llevamos apenas poco más de dos décadas en el siglo XXI y ya atravesamos impactos geopolíticos mayores, es decir, disrupciones internacionales desestabilizantes con base o características político-territoriales.

No deberíamos sorprendernos: hace un siglo, la política internacional ya había experimentado la guerra ruso-japonesa, el caos en los Balcanes, la gran catástrofe de 1914-1918, el desafío que implicaba para los países el establecimiento de un régimen revolucionario en Rusia, el derrumbe de cuatro imperios, y el gran desafío que suponía construir un orden internacional tras una guerra (además de una pandemia que causó 50 millones de muertos).

A partir de allí, casi todo el siglo XX estuvo signado por la geopolítica, al punto que, parafraseando una de las principales obras del gran Raymond Aron, fue “un siglo de geopolítica total”: comenzó con una pugna relativa con territorios entre Rusia y un ascendente Japón, y acabó con el gran desplome político-territorial del siglo, la desaparición de la Unión Soviética.

¿Será el siglo XXI otra centuria de geopolítica total? Seguramente, aquellos que conceden a los “nuevos temas” (robótica, redes digitales, inteligencia artificial, comercio, “blockchain”, movimientos y relaciones sociales interestatales, informática, genética, “vida 3.0”, etc.) un lugar de cambio de la historia relativizan la relevancia de la geopolítica (como también de la anarquía internacional y su “regulador”, la guerra), del mismo modo que lo hicieron aquellos que en los noventa vieron el comercio, la tecnología y la globalización como realidades superadoras de los fenómenos internacionales fragmentadores.

Pues bien, ojalá les acompañe la razón y el mundo finalmente marche hacia un auténtico orden mundial-aldeano basado en la confianza, la cooperación y la justicia internacional. Nada amparará más a la humanidad frente a las disrupciones o grandes apagones estratégicos que una configuración u orden internacional, esto es, un régimen de convivencia entre estados que (como nos sugiere la experiencia) más nos aproximará a aquello que denominamos paz.

Pero los hechos internacionales vividos en estas dos décadas del siglo XXI no nos permiten demasiado suponer que nos encontramos relativamente próximos a un ancla que sujete las relaciones internacionales a ese bien público mundial que es el orden.

Tampoco podemos asegurar que será otro siglo de geopolítica integral. Pero hasta hoy los acontecimientos con base en el factor geopolítico han sido categóricos. Volviendo a Aron, para este autor los órdenes internacionales son órdenes territoriales. Podríamos decir, por tanto, que los desórdenes internacionales implican desórdenes territoriales.

En este sentido, el siglo XXI se inició con un acontecimiento geopolítico mayor: el ataque perpetrado por el terrorismo transnacional sobre el territorio más protegido del planeta, Estados Unidos. El ataque implicó un notable cambio en la naturaleza geopolítica de este actor fáctico o no estatal, es decir, el terrorismo el 11-S alcanzó su mayor resultado desde que en los años noventa abandonó su territorio clásico de acción, el norte de África y Oriente Medio, para proyectarse a cualquier parte del mundo, particularmente al territorio y dominios del por entonces poder predominante del mundo, Estados Unidos, como así a otros sitios apóstatas.

De modo que, si por geopolítica consideramos intereses políticos volcados o proyectados sobre determinados territorios con propósitos relativos con la obtención de ganancias de poder, el ataque el 11-S fue resultado, ante todo, de un cambio de escala en el sentido o nuevo rango territorial de un fenómeno no estatal.

Pero también el siglo XXI comenzó con la ampliación de la OTAN, un hecho de fin de la década del noventa, aunque acaso fue, por lo que ha sucedido después, el primer acontecimiento del nuevo siglo.

La ampliación de la Alianza Atlántica hacia el este y el sur de Europa en términos prácticamente indefinidos explica, en gran medida, la guerra en Ucrania y el estado de “no guerra” entre Rusia y Occidente, pues el acercamiento de la OTAN a la frontera rusa y la ambigüedad de Bruselas en relación con las demandas de Kiev de sumarse a la cobertura política-militar disparó lo que en Rusia denominan “medidas contraofensivas de defensa”, consideradas por el Kremlin ante amenazas externas como la aproximación de alianzas militares a sus fronteras o situaciones internas en las ex repúblicas que puedan afectar el interés nacional de Rusia (dichas amenazas se encuentran en los documentos relativos con la concepción estratégica rusa).

Sin duda que Rusia transgredió el derecho internacional al invadir Ucrania, y hoy se registra en ese país y en los países vecinos de Europa del este un serio descenso de la seguridad humana, e incluso aumentó el riesgo en el nivel de la seguridad estratégica; pero si no se considera que la ampliación indefinida de la OTAN supone la ruptura de la concepción de seguridad indivisible, pues Occidente pretende incrementar su seguridad en detrimento de la seguridad de Rusia, un actor de más alta sensibilidad territorial que cualquier otra potencia preeminente, se deja de lado la clave (básicamente geopolítica) para comprender esta innecesaria crisis y guerra.

Más allá de las advertencias que reputados expertos en Occidente realizaron cuando la OTAN comenzó a extenderse, recientemente analistas y personalidades en Estados Unidos y Europa han remarcado que la situación actual fue resultado de lo que podemos denominar “transgresiones estratégicas y geopolíticas” por parte de Occidente. Por caso, Thomas Friedman prestigioso analista estadounidense, ha sostenido que “Esta es la guerra de Putin, pero Estados Unidos y la OTAN no son enteramente inocentes”. El analista cita largamente a George Kennan, quien en 1998 advirtió que la ampliación de la OTAN era un error estratégico. Por su parte y más recientemente, Javier Solana, ex secretario general de la OTAN (1995-1999) y Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE (1999-2009), sostuvo que “vivimos las consecuencias de sugerir que Ucrania entraría a la OTAN”.

El ascendente político-territorial es tan fuerte en esta cuestión que ha conmocionado al mundo, que la única posibilidad de lograr un cese de fuego en Ucrania radica en la renuncia de Kiev a ser (eventualmente) parte de la OTAN, es decir, alguna forma de neutralidad o neutralización político-territorial del país que elimine toda posibilidad de que Rusia limite al oeste con fuerzas y capacidades de la OTAN.

Por supuesto que desde comienzos de siglo y hasta hoy hubo otros numerosos hechos y nuevas situaciones de cuño eminentemente geopolítico, por caso, el establecimiento de Estados Unidos en la zona del Golfo Pérsico cuando en 2003 desplegó capacidades para luchar contra el terrorismo; la proyección de Rusia hacia el Ártico; el impulso de China a través de la “tierra orilla” del sur de Asia y de la masa terrestre de Asia central; la relocalización del terrorismo en zonas de África; la pugna entre las potencias medias regionales en Siria; la reafirmación territorial de los estados en tiempos de la pandemia; la creciente relevancia del territorio virtual como nueva dimensión de la geopolítica; la nueva fase del “imperialismo de suministros”; los crecientes requerimientos de materias primas por parte de la nueva “industria limpia” y las nuevas tecnologías; la posible emergencia de “custodios” de territorios sensibles para el mundo; las alteraciones geográficas con fines relativos con el poder; la creciente importancia de la “geopolítica popular” (que incluye el papel de medios y otros modos de cultura popular); el avance en materia de “geopolítica subterránea” o “vertical”, etc.

Prácticamente, dos décadas de “geopolítica total”. Pero, además, los estudios relativos con escenarios (realizados antes de la actual guerra en Ucrania) son bastante preocupantes. Por ejemplo, el último Informe del Foro Mundial relativo con los “Riesgos globales 2022” y más allá es altamente preocupante en relación con lo que podría aguardar a la humanidad. https://www.weforum.org/reports/global-risks-report-2022

Desde nuestro campo de estudio, la geopolítica prácticamente domina los temas del informe, que remarca la temática medioambiental como el segmento de mayor preocupación. Pero hay dos territorios no menos inquietantes en relación con lo que podría suceder en ellos: ciberespacio y el espacio exterior.

Respecto del primero, se estima que los ataques en territorio digital se multiplicarán sensiblemente en los próximos años. Las acometidas implican las relaciones entre estados, pero también el comercio electrónico. Se considera que para 2024 el valor global del comercio digital ascenderá a 800.000 millones de dólares, es decir, como advierte el analista de “World Politics Review” Stewart Patrick, habrá una mayor superficie para ataques.

En cuanto al segundo, se teme que pueda suceder una crisis en el espacio exterior, “territorio” que ha adquirido enorme relevancia como consecuencia de la cantidad de satélites en órbita. Se estima que en los próximos veinte años podría haber 70.000 satélites, tráfico que expande las posibilidades de incidentes, pero también abre posibilidades para la denominada guerra asimétrica. Asimismo, como bien advierte el autor citado, los marcos regulatorios que existen para el espacio exterior son hoy insuficientes para cuestiones como la explotación de recursos en dicho “territorio”.

Concluyendo, podemos observar tres impactos geopolíticos en poco más de dos décadas. Pero, además, hay otras muchas realidades y situaciones nuevas que responden a la lógica que asocia política, territorio y poder. No sabemos si será otro siglo de “geopolítica total”, pero hasta ahora, la geopolítica, que nunca se fue, mantiene un protagonismo categórico.

 

* Doctor en Relaciones Internacionales (USAL). Ha sido profesor en la UBA, en la Escuela Superior de Guerra Aérea y en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Su último libro, publicado por Almaluz en 2021, se titula “Ni guerra ni paz. Una ambigüedad inquietante”.

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PENSAR EN CLAVE GEOPOLITICA

Nicolás Lewkowicz*

Foto de Aksonsat Uanthoeng en Pexels

La era de la globalización aboga que una normativa universal única puede ser un instrumento para crear progreso para todos los países.

Desde la caída de la Unión Soviética, las relaciones internacionales buscaron fomentar los intereses de la potencia ganadora de la Guerra Fría, los Estados Unidos, a través de un mayor intercambio de bienes y servicios a nivel global. Desde la década del ‘90 hasta la llegada al poder de Donald Trump, la evolución del sistema de estados tuvo como piedra basal la idea de que la erosión de la soberanía era un prerrequisito para dotar al ser humano de una idea de progreso material sostenido.

Hubo algo de utópico en la idea del “fin de la historia”, promovida desde las usinas de pensamiento de alcance global. Pero más allá de eso, la idea de una ley universal homogeneizada y puesta en práctica por instituciones supranacionales servía, en definitiva, para promover los intereses de la potencia hegemónica (los Estados Unidos) en un mundo decididamente unipolar.

El concepto de nomos universal homogeneizado se empieza a desdibujar debido a que a la potencia hegemónica ya no le reditúa tanto proyectarse a través de la globalización, la cual termina siendo mucho más útil a las unidades dominantes, aglutinadas en torno al capital transnacional, que operan con una lógica propia y que sirven a sus propios intereses.

Este fenómeno debilita tanto a los países periféricos como a los centrales, ya que ninguno de estos termina protegiendo a su población en la manera en que otrora lo hacía un estado-nación. Este fenómeno tiene un resultado que está a la vista de todos: el marco teórico y práctico de las relaciones internacionales sirve cada vez menos para poder entender lo que pasa y para crear perspectivas de progreso para las naciones.

En un mundo cada vez más volátil, resulta mucho más útil ver lo que acontece desde una perspectiva geopolítica. La geopolítica tiene mucho de parecido al cuento de Hans Andersen en el cual, a partir de un acto de inocencia pueril, la gente se da cuenta de que el emperador está desnudo.

La geopolítica obliga a los países a verse tan cual son y a darse cuenta de aquello que pone obstáculos a su capacidad de acción. El énfasis en las relaciones internacionales tiene una perspectiva economicista que, a la larga, termina ahondando la debilidad relativa del estado-nación. La geopolítica enfatiza la necesidad de acumular y conservar poder, ya que esta es la única forma de asegurar la estabilidad interna de una nación y su supervivencia a largo plazo. Poner el énfasis en el estudio de las relaciones internacionales siempre termina llevándonos a imaginar a un mundo que solo existe en nuestra imaginación. Pensar lo que ocurre desde la geopolítica nos hace, inevitablemente, ver al mundo tal cual es.

Los países que no detentan poder suelen examinar lo que ocurre en el mundo a través de categorías interpretativas emanadas de los grandes centros de poder. Desde la óptica de las relaciones internacionales, esas categorías interpretativas suelen responder a la (cada vez más falsa) dicotomía entre realismo y liberalismo, las cuales resultan ser dos caras de una misma moneda. En efecto, las nociones de conflicto y cooperación están de última destinadas a servir intereses que no son los de los países que no detentan poder. 

¿Qué hacer?

Hay mucho de profético, y por lo tanto de liberador, en la perspectiva geopolítica. El momento de revelación suprema que propone la óptica geopolítica tiene lugar cuando un país determinado empieza a percibir su debilidad relativa frente a las unidades dominantes.

La geopolítica propone, tanto en su formulación clásica como crítica, la configuración de un esquema conceptual que sirva para crear espacios de autonomía y para tomar decisiones estratégicas de muy largo plazo

En las próximas décadas veremos una atomización cada vez más pronunciada del orden global. Esto significa que el foco de atención virará cada vez más hacia la geopolítica.

En este contexto, será cada vez más relevante para nuestro país pensar en las causas que explican el proceso de erosión interna en el cual se encuentra e identificar los factores que determinan por qué tiene tan poco señorío sobre sí mismo.

Le tocará entonces a una emergente clase técnica convencer a la próxima generación de políticos de que ninguna situación geopolítica adversa es irreversible. Esta clase técnica deberá necesariamente emerger en forma paralela a la que está manejando el destino del país.

Esta Segunda Guerra Fría está creando una situación de tripolaridad entre Estados Unidos, China y Rusia; esta última como árbitro entre los intereses de Washington y Pekín. La particularidad más notoria de esta contienda híbrida, de baja intensidad y de larguísimo plazo es que ninguno de estos pivotes detenta una situación de fortaleza. La Primera Guerra Fría tuvo a los Estados Unidos y a la Unión Soviética en el ápice de su poder militar, económico y político. En esta Segunda Guerra Fría los principales ejes parten de una situación de debilidad relativa, debido a la erosión del estado-nación como ente ordenador de las acciones en política exterior.

Nuestro país debería concentrarse en crear espacios de autonomía que no ocasionen demasiados costos económicos. En primer lugar, hay que asegurarse que hacia el fin de este siglo la Argentina esté lo suficientemente poblada para defenderse bien y para crear un mercado interno de importancia. Aquí no valen las consideraciones economicistas. Alzar los niveles de fecundidad requerirá un esfuerzo económico de gran importancia, cuyos beneficios verán solamente las próximas generaciones.

Luego, hay que reforzar el patrimonio valórico del país. Esto significa crear una pedagogía autóctona, basada en el legado cultural y religioso legado de nuestros mayores. Dentro de esa pedagogía, no debe haber nada ni nadie que quede afuera. Las “grietas” que aquejan a nuestro sistema político son configuradas por usinas de pensamiento que responden a intereses que están fuera del espectro nacional. Hay una correlación directa entre la capacidad de reforzar valores propios y (1) obtener bienestar; y (2) asegurar la defensa del país.

Por último, la geopolítica está íntimamente ligada a una concepción teológica de la nación. Separar Estado de religión es abrir las puertas a ideas que van necesariamente en contra de los intereses nacionales. El espacio público debe estar informado por valores trascendentes que emanen de nuestra fe fundante, el catolicismo de impronta criolla. La Europa del siglo XX es testimonio de las barbaridades que pueden llegar a cometerse en una situación en la cual el Estado deja de identificarse con un esquema teológico definido.

Argentina es un país receptor de gente de diversos credos y herencias culturales. Esta receptividad es parte de nuestro ADN nacional. En este sentido, la concepción teológica de la nación no afecta de ninguna manera la convivencia entre los distintos sectores de la sociedad civil. Al contrario, sirve para aunar esfuerzos mancomunados para recobrar la prosperidad y cohesión social que alguna vez tuvimos. Una teología geopolítica une pasado y futuro, nos hace pensar en las grandes cuestiones que afectan al país y ayuda a navegar los grandes desafíos que tendremos que afrontar en las próximas décadas.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020.

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1991: EL ÚLTIMO AÑO ESTRATÉGICO DEL SIGLO XX

Alberto Hutschenreuter*

El 25 de diciembre de 1991, Mijaíl Gorbachov renunció como presidente de la URSS. Para entonces, el dirigente que en 1985 había sido encumbrado por el Partido-Estado para dirigir y revitalizar a la gran potencia, se encontraba políticamente débil, aislado y desamparado. Si bien durante los días previos había realizado importantes esfuerzos para evitar la disolución del país proponiendo nuevas estructuras continuadoras, por caso, una Comunidad Euroasiática de Estados Independientes, ya era muy tarde.

El proceso final del derrumbe tuvo lugar el 8 de diciembre en una localidad de Bielorrusia próxima a Brest Litovsk (la ciudad donde en marzo de 1918 los bolcheviques, para salir de la guerra, firmaron un humillante tratado ante los alemanes).

Allí, en la localidad de Belavezha, el presidente del Soviet Supremo de la República Socialista Soviética de Bielorrusia, Stanislav Shushkiévich, el presidente de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, Boris Yeltsin, y el presidente de la República Socialista Soviética de Ucrania, Leonid Kravchuk, firmaron un tratado que contenía los siguientes términos: “Nosotros, las repúblicas de Bielorrusia, Rusia y Ucrania, en calidad de Estados fundadores de la URSS y firmantes del Tratado de Unión de 1922, en adelante designados como altas partes contratantes, constatamos que la URSS como sujeto de derecho internacional y realidad geopolítica deja de existir”. Seguidamente, las partes fundaron la Comunidad de Estados Independientes (CEI).

Considerando el propósito de la declaración, el “contrato” de Belavezha es uno de los momentos estratégicos del siglo XX, pues el mismo no solo puso fin a un Estado, sino a uno de los dos poderes mayores que desde 1945 (cuando no desde 1917) habían reducido la casi totalidad de las relaciones internacionales a su granítica razón ideológica y de poder.

En clave pertinente, allí también se manifestó lo que ha sido una “regularidad” en las relaciones entre Ucrania y Rusia: la oposición y desconfianza de la primera en relación con las ambiciones centralizadoras de la segunda (hay que recordar que, a principios de diciembre de 1991, el 90,3 por ciento de los ucranianos votó por la independencia). Como bien señala la experta Hélène Carrère d’Encausse en “Seis años que cambiaron el mundo. 1985-1991, la caída del imperio soviético”, una obra imprescindible para comprender detalladamente lo que sucedió en los años terminales de la URSS, el mandatario ucraniano se preocupó en dejar en claro que cuando se hablaba de “comunidad”, en ningún caso se trataba de una estructura de integración, sino de una fórmula de “divorcio civilizado”.

Por otro lado, había que resolver la cuestión relativa con las armas nucleares desplegadas en las repúblicas de Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán. Para ello, un acuerdo alcanzado el 21 de diciembre entre Rusia y estas repúblicas estipuló que dicho armamento sería transferido a la RSFS de Rusia durante los meses siguientes.

Ese mismo día, otras ocho repúblicas siguieron lo que Bielorrusia, Ucrania y Rusia habían pactado en Belavezha, en tanto que los Estados Bálticos y Moldavia ya habían elegido antes la independencia (los primeros no adhirieron a la CEI).

Pero la CEI (de la que finalmente no formaron parte Ucrania y Georgia) no fue la sucesora de la URSS. El “Estado-continuador” fue la Federación Rusa, es decir, la nueva entidad estatal mantuvo su condición “V3” en la ONU (voz, voto y veto) y la relación o la membresía con otras instituciones; finalmente, Rusia retuvo las armas estratégicas y tácticas.

El experto Leon Aron definió de un modo preciso a la Federación Rusa tras el final de la URSS: una superpotencia nuclear, una superpotencia regional y un gran poder mundial. Claramente, el notable descenso interno y externo de Rusia en los años noventa la alejó de cualquier status de superpotencia.

Durante su primera década de vida, Rusia transitó dos situaciones: la primera, durante 1992-1994, fue una Rusia extraña, desconocida. Los funcionarios y asesores del presidente Yeltsin, sobre todo, su ministro de Exteriores, su primer ministro y el propio mandatario, consideraron que había que transformar a Rusia en un país moderno y, para ello, no había que repetir ninguna nueva transformación extraña (recordando lo que consideraban el horror bolchevique). Y para ello era necesario tener las mejores relaciones con Occidente, al punto de “seguir a Occidente”. La segunda situación fue cuando Moscú cayó en la cuenta de que su política exterior romántica no implicaba ninguna reciprocidad de la otra parte. Pero su condición general era muy comprometida; por tanto, su reacción no fue más allá de la retórica.

Pero Occidente, que había ganado la Guerra Fría, no estaba interesado en ningún tipo de cogestión internacional rusa-occidental. Por ello: ¿implicó el final de la Guerra Fría que Occidente dejara de considerar a Rusia como un eventual nuevo desafío? A juzgar por lo que ha sucedido desde el mismo final de la contienda, la respuesta es no.

Por tanto, lo que tenemos desde entonces hasta la crítica situación actual es una nueva rivalidad. En gran medida, el desenlace del estado actual de “ni guerra ni paz” entre ambos actores determinará el curso internacional en los próximos lustros.

En cuanto al porvenir de Rusia, el mismo está muy asociado a las medidas que finalmente se adopten en relación con la reestructuración de la economía rusa. En buena medida, hay paralelos con el tiempo de Gorbachov, pues la suerte de Rusia (y de Putin) depende de ese cambio (como pasó cuando Gorbachov fue encumbrado al poder soviético). Si finalmente hay un “Putin III”, su desafío será trascender al “Putin I”, el que logró ordenar Rusia hacia dentro y ser respetada desde fuera. El “Putin II” es el líder post-Crimea, el que está dispuesto a defender los intereses vitales rusos hasta las últimas consecuencias. Pero el contexto socioeconómico actual de Rusia es menos fuerte que hace una década. Por tanto, ¿podrá Rusia afrontar una nueva era de competencia militar sin que se resienta más su economía?

Breves sobre el curso de la URSS en el siglo XX

1991 fue el último año estratégico del siglo XX y tuvo, una vez más, a la URSS como protagonista. Hasta entonces, había cuatro eventos o acontecimientos de escala que permitían explicar el siglo: la Gran Guerra, la Revolución Rusa, la Segunda Guerra Mundial y el proceso de descolonización en Asia y África. En 1991 se sumó la ruptura de la Unión Soviética. Allí se acabó la centuria, la que se había iniciado con la guerra ruso-japonesa en 1904, la primera catástrofe de Rusia en el siglo XX, si dejamos de lado la tremenda hambruna que experimentó el país en la región del Volga en la última década del siglo XIX junto con epidemias de cólera y tifus. Para el historiador Orlando Figes, estos acontecimientos marcaron el comienzo de la descomposición de la autoridad del zarismo en Rusia.

A partir de la derrota frente a Japón y hasta la muerte de Stalin en 1953, Rusia transitó casi continuamente eventos disruptivos de violencia variable que hicieron del país euroasiático una desgraciada excepción en el mundo. Sólo consideremos los siguientes “impactos”.

1905-1907: disturbios internos.

2011: asesinato del primer ministro reformador Piotr Stolypin

1914: Primera Guerra Mundial, derrota ante las fuerzas alemanas.

1917: dimisión del zar, revolución, gobierno dual y toma del poder por los bolcheviques.

1918: Tratado de Brest Litovsk, capitulación y cesión de importantes territorios a Alemania.

1918-1921: guerra civil, comunismo de guerra y hambruna.

1919: exclusión de la Conferencia de Versalles y de la Liga de las Naciones.

1920: guerra con Polonia, pérdidas territoriales.

1923-1924: pugnas por el poder.

1927: comunismo de guerra II, socialismo en un solo país, colectivización forzosa de los campesinos.

Década de 1930: hambruna en Ucrania, industrialización forzosa, terror y persecución implacable a opositores y sospechosos.

1939: guerra con Japón. Segunda Guerra Mundial.

1941: invasión de Alemania y guerra de exterminio.

1945: victoria de la URSS (24 millones de muertos). Inicio de la Guerra Fría.

1945-1953: tercer ciclo de comunismo de guerra.

1953: muerte de Stalin.

Hay que señalar que la toma del poder por parte de los bolcheviques implicó un seísmo integral en Rusia, sobre todo porque la sociedad pasó a vivir bajo un régimen de violencia sin precedente (eso fue el comunismo de guerra). Se trató de un fenómeno político, social ideológico y económico nuevo, un experimento desde una alternativa cuyos resultados se desconocían (el economista John K. Galbraith decía que a principios del siglo XX las alternativas al capitalismo eran muchas y gozaban de respaldo). Asimismo, también fue novedosa la política exterior del nuevo régimen, pues la misma implicó una ruptura con la diplomacia clásica, la que suponía relaciones “de Estado a Estado”. Ahora, la relación era de Estado a clase trabajadora de Estados capitalistas, es decir, suponía una “diplomacia de subversión”, pues trabajaba para que dichas clases se levantaran contra el orden reinante, como había ocurrido en Rusia.

Sin duda alguna, la guerra con Alemania entre 1941 y 1945 fue el reto mayor que afrontó el país. Si la URSS finalmente no hubiera prevalecido, Alemania habría conseguido «colonizar» el país, es decir, hacerse con sus recursos vitales y esclavizar a su población. Esto fue lo que estuvo en juego en la URSS durante aquellos años de “guerra de exterminio”, como bien la definió Laurence Rees.

La URSS comenzó a convertirse en superpotencia a partir de la Operación Ofensiva Bagration, en 1944, el equivalente soviético al desembarco en Normandía en el oeste. A pesar de la victoria en la Gran Guerra Patria, en 1945 la URSS se encontraba debilitada tras el tremendo esfuerzo de guerra. Pero, como sostiene Adam Ulam, Stalin no sólo hizo creer a Occidente que la URSS se mantenía fuerte, sino que incluso estaba dispuesta a enfrentarlo militarmente. Pero sabemos que entonces y hasta 1949, cuando la URSS tuvo su artefacto nuclear, Estados Unidos poseyó un poder incontestable.

En los años cincuenta, la URSS comenzó a “saltar” la barrera de contención que le impuso Occidente. Lo hizo a través de tres instrumentos: el aeroespacial, pues desde el momento que la URSS colocó el Sputnik en el espacio, quedó claro que la potencia preeminente poseía capacidad misilística intercontinental, una capacidad estratégica que preocupó sobremanera a Estados Unidos (ello explica el aumento notable del gasto militar en tiempos de Kennedy); el apoyo a los movimientos de liberación nacional; y, por último, estableciendo sistemas de cooperación con países que no coincidían ideológicamente con Moscú, pero se oponían a la influencia de los poderes coloniales, por caso, Egipto, Ghana, Indonesia, etc.

El otro dato en los años cincuenta fue que, con la desaparición de Stalin, desapareció el totalitarismo en la URSS. Como sostiene el francés Alain Besançon, a partir de 1953 ya no hubo en la URSS «comunismo de guerra». El régimen mantuvo el patrón autocrático, pero ya no hubo olas de violencia sobre la sociedad. Ello explica la publicación de obras literarias como las de Pasternak y, sobre todo, Solzhenitsyn.

Esto fue posible porque Krushev intentó cierta modernización de la URSS. Es cierto que algunos del “equipo de Stalin”, para usar palabras de Sheila Fitzpatrick, ya no estaban; pero la estructura del Partido, particularmente en relación con el segmento de jefes regionales, resistió la modernización. Ello y la crisis de los misiles definió la suerte de Krushev en 1964.

Siguiendo la estrategia del almirante Serguéi Gorshkov, en los años cincuenta la URSS comenzó a construir un poder naval de alcance oceánico (hasta entonces dicho alcance era costero), transformación que llevó a que el poder naval soviético se desplegara globalmente en los años setenta. En buena medida, Gorshkov sumó la condición geopolítica marítima a la predominante geopolítica terrestre rusa.

Esta última década fue estratégica para la URSS. Aunque el comunismo estaba lejos de ser alcanzado y en su lugar existía lo que Ulam denominó “comunismo de vitrina” (Brezhnev consideraba que había un “socialismo maduro”), la URSS fue reconocida por Estados Unidos como par estratégico y la incorporó al diseño interestatal de Kissinger, basado en el equilibrio de poder entre ambos poderes y China.

Pero la URSS continuaba siendo lo que había advertido tiempo atrás George Kennan: un actor igual a los demás, pero a la vez diferente a los demás. Por tanto, negociar con ella era prácticamente inútil, pues se trataba de una potencia ideológica que no aceptaba el statu quo. Se comprometió a respetarlo en Europa tras la Conferencia de Helsinki de 1975, pero no en el resto del mundo. Precisamente, en esta cuestión se fundó Brzezinski en sus memorias, “Power and Principle”, para objetar la política de equilibrio de poder pretendidas por las administraciones de Nixon y Ford.

Sin embargo, la notable extensión geopolítica de la URSS no estaba respetando la situación económica interna, situación que se volvió más preocupante cuando la superpotencia intervino en Afganistán, escenario que, como bien se dijo, acabó convirtiéndose en el “Vietnam soviético”, y cuando Estados Unidos brindó su asistencia a los movimientos que luchaban contra los gobiernos pro-soviéticos en todos los rincones del mundo.

Aunque el mundo ingresó a fines de los setenta en una era de nueva tensión bipolar, la URSS ya acusaba serias dificultades económicas, producto, en gran medida, de problemas relativos con la productividad económica, los que se iniciaron, como bien sostiene el economista Vladimir Kontorovich, en los años cincuenta.

El experto Severyn Bialer definió muy bien la crisis de la URSS en los ochenta: en su libro “The Soviet Paradox”, Bialer fundamenta los términos de esta ecuación que la URSS nunca pudo resolver. Lo paradójico fue que el hombre elegido para hacerlo, Mijail Gorbachov, el “séptimo secretario”, acabó siendo, como muy bien sostuvo un analista francés, el hombre responsable del fin de la URSS.

Pero a pesar de las dificultades, nadie podía imaginar que la URSS desaparecería. Hubo algunos pocos que se acercaron bastante con sus análisis, por ejemplo, el francés Emmanuel Todd y el economista austriaco Frederick Hayek, mas no tanto los sovietólogos, tal vez con la excepción de Carrère d’Encausse y Brzezinski, quienes se refirieron a los problemas que implicaban para el régimen político del Partido-Estado los nacionalismos en las repúblicas y los retos tecnológicos.

 

Pero la ruptura del país no parecía un escenario próximo. Cuesta creer que haya sucedido. Pero ocurrió, y por la dimensión del hecho y por lo que había sido la URSS, una de las dos potencias de escala sobre las que se fundó no solo el régimen internacional por casi medio siglo, sino la misma posibilidad de supervivencia de la humanidad, sin duda alguna 1991 fue un año estratégico, el último del siglo XX.

 

Referencias

Adam Ulam, La Unión Soviética en la política mundial 1970-1982, GEL, Buenos Aires, 1985.

Alain Besançon, Breve tratado de sovietología, Buenos Aires, 1977.

Alberto Hutschenreuter, Carlos Fernández Pardo, El roble y la estepa. Alemania y Rusia desde el siglo XIX hasta hoy, Editorial Almaluz, Buenos Aires, 2017.

Emmanuel Todd, La caída final. Ensayo sobre la descomposición de la esfera soviética, Emecé Editores, Buenos Aires, 1978 (la obra original en francés fue publicada en 1976).

Frederick Hayek, La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, Unión Editorial, Madrid, 2011.

Hélène Carrère d’Encausse, Seis años que cambiaron el mundo.1985-1991, la caída del imperio soviético, Ariel, Barcelona, 2016.

Laurence Rees, Una guerra de exterminio. Hitler contra Stalin, Crítica, Barcelona, 2006.

Leon Aron, The Foreign Policy Doctrine of Postcommunist Russia and Its Domestic Context, en Michael Mandelbaum, The New Russian Foreign Policy, A Council On Foreign Relations Book, USA, 1988.

Orlando Figes, La Revolución Rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo, Edhasa,

Barcelona, 2000.

Orlando Figes, Revolutionary Russia, 1891-1991, Penguin Books, London, 2014.

Severyn Bialer, The Soviet Paradox. External expansion, internal decline, Alfred Knopf, New York, 1987.

Sheila Fitzpatrick, El equipo de Stalin. Los años más peligrosos de la Rusia soviética, de Lenin a Jrushchov, Crítica, Barcelona, 2016.

Vladimir Kontorovich, “The Economic Fallacy”, National Interest, Number 31, Spring 1993.

Zbigniew Brzezinski, Power and Principle. Memoirs of the National Security Adviser, 1977-1981, Farrar Straus & Giroux, 1983.

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