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LA ÚLTIMA VICTORIA DE OCCIDENTE: LA LEGITIMIDAD ESTRATÉGICA DE LA OTAN

Alberto Hutschenreuter*

Imagen: daniel_diaz_bardillo en Pixabay.

 

El 24 de febrero de 2022, el día que Rusia lanzó su «Operación Militar Especial» sobre Ucrania, la OTAN completó su legitimidad estratégica, es decir, quedó justificada su pervivencia más allá del final del reto que impulsó su nacimiento en 1949.

En buena medida, su prolongación no sólo una vez terminada la contienda bipolar, sino desaparecida la misma Unión Soviética, implicaba una anomalía estratégica: no existe en la historia un solo caso de una liga o alianza político-militar que, terminada la causa que hiciera posible su creación, continuara su existencia. La OTAN ni siquiera se reinventó, pues continuó con la misma denominación y, a juzgar por su marcha o movimiento hacia el este, con el mismo viejo propósito pos-1945: contener y vigilar a la «nueva» Rusia.

Su ampliación a los países de Europa central, a los denominados «huérfanos estratégicos», Polonia, República Checa y Hungría, y más tarde a los países del Báltico, Rumania, Bulgaria, Albania, Eslovenia, Eslovaquia y Macedonia del Norte, y recientemente a Finlandia, confirmó el cambio de orientación militar que realizó la Alianza en los años ochenta cuando consideró que podía llevar adelante una ofensiva en el teatro del Pacto de Varsovia, su rival, y lograr allí la decisión. Es decir, el incremento de capacidades a partir de la denominada revolución en los Asuntos Militares (RAM) la habilitó hace tiempo pasar de la condición defensiva a una condición de ataque.

La cuestión relativa con la continuidad de la OTAN más allá del final de la Guerra Fría siempre ha motivado preguntas, particularmente en relación con su ampliación, una decisión que se habría tomado incumpliendo «pactos de caballeros» entre Estados Unidos y la URSS hacia fines de los ochenta. Según la especialista Mary E. Sarotte, hubo por entonces hombres, por ejemplo, el ministro de Exteriores germano Hans Dietrich-Genscher, que pensaron la seguridad en términos de algún concepto común pos-alianzas. Pero Estados Unidos se oponía a la desaparición de la OTAN.

Entonces ocurrió la primera ampliación de la Alianza: el 3 de octubre de 1990 se reunificó Alemania, implicando ello que la OTAN se expandiera al este de Alemania, más allá de la que fuera la principal línea divisoria de la Guerra Fría. Por tanto, no sólo no desaparecía la OTAN, sino que se extendía sin ningún tipo de negociación con Moscú, ni siquiera, como sostiene la citada experta, en relación con las armas nucleares estacionadas en Alemania Occidental.

Estados Unidos jamás dejó de enfocar a Rusia como un eventual gran poder euroasiático que volviera a desafiarlo. Entre la inercia de la desconfianza del pasado reciente y la necesidad de contar con un nuevo enemigo, la OTAN fue considerada no sólo como el emblema de la victoria, sino como el instrumento de reaseguro estratégico y de unidad atlanto-occidental.

Aunque se crearon instancias estratégicas entre Occidente y Rusia para mantener algo así como una convivencia entre ambos basada en la consulta frente a situaciones de crisis, las mismas acabaron teniendo una existencia formal: de hecho, cuando ocurrió lo de Kosovo jamás hubo consulta estratégica alguna. Occidente había ganado la contienda y consideraba que esa victoria otorgaba derechos. Y nunca dejó de ejercer o rentabilizar esos derechos, al punto que en ningún momento reparó en alcanzar equilibrio u orden geopolítico en Europa.

De modo que el código geopolítico ruso, es decir, eso que Stephen Kotkin denominó «geopolítica perpetua» de Rusia, fue la amenaza que legitimó la existencia y la expansión de la OTAN. Nunca hubo otra razón que Rusia. Incluso el despliegue del escudo antimisiles de la OTAN fue establecido considerando el reto de las armas rusas, si bien siempre se sostuvo que estaba pensado para neutralizar eventuales ataques provenientes de «Estados-armas» como Corea del Norte e Irán.

La adopción de una política exterior más afirmativa por parte de Rusia, particularmente tras los sucesos internos en Ucrania que determinaron la anexión de Crimea por parte de aquella, fue el epítome para que Occidente, sin ambages, considerara a Rusia como la principal amenaza a la seguridad europea. En la silenciosa guerra que tuvo lugar en el este de Ucrania entre las fuerzas regulares de este país y la insurgencia filo-rusa del este tras la anexión de Crimea, confrontación que fue la antesala de lo que ocurriría a partir de febrero de 2022, militares de la OTAN entrenaron a las fuerzas ucranianas.

Años antes, en 2008, en la cumbre de la OTAN en Bucarest, se aprobó una declaración relativa con el futuro ingreso de Georgia y Ucrania a la Alianza. Con ello quedaba claro que el propósito de la OTAN era contener a Rusia en sus mismas fronteras, un enfoque de pos-contención que no dejaba margen alguno para la existencia de aquello que la OTAN siempre sostuvo defender: la seguridad indivisible, pues una OTAN en las adyacencias del frente norte, centro y sur ruso suponía que todas las ganancias las conservaba la OTAN en detrimento de la seguridad de Rusia.

La invasión rusa el 24 de febrero de 2022 fue el acontecimiento que selló la justificación de la continuidad de la OTAN tras el final de la Guerra Fría treinta años antes. En clave de política de poder, fue el hecho que fungió funcional no solo para la legitimación de la OTAN, sino para señalar a Rusia como el principal problema para la seguridad regional y continental. A partir de entonces, la Alianza no necesitaría ninguna excusa para adoptar medidas que afectaran el poder territorial ruso.

Sin embargo, el punto muerto en que se halla la guerra está provocando divisiones en la Alianza entre aquellos partidarios de dar el paso final, es decir, otorgar a Ucrania la membresía, y aquellos que consideran que ello sería la peor de las decisiones.

Los primeros recurren al modelo Alemania, es decir, así como se sumó Alemania Occidental a la Alianza en 1955, se podría sumar la parte de la Ucrania soberana, es decir, la parte no ocupada por Rusia, a la Alianza; los segundos consideran que no hay que tomar ninguna medida hasta que cese la guerra, pues un eventual ingreso de Ucrania a la OTAN significaría la guerra directa entre Occidente y Rusia.

Considerando lo delicado del tema y que en la OTAN las decisiones implican la unanimidad de los miembros, es prácticamente imposible pensar que en la reunión de la Alianza en Lituania se adoptará alguna medida. Lo que probablemente sucederá, siempre en esta cuestión, será continuar con el incremento de capacidades en el frente oriental, pues, más allá del desenlace que tenga la guerra, la línea que se extiende desde el norte de Finlandia hasta Turquía será por mucho tiempo una de las zonas de mayor tensión y acumulación militar del mundo.

La OTAN ha justificado su existencia y ello ha significado una suerte de extensión de la victoria de Occidente en la Guerra Fría. Pero ello no ha resultado en un orden geopolítico en Europa del este y, por tanto, en toda Europa. Por el contrario, no solo no se alcanzó orden alguno, sino que hay guerra. Y no sabemos qué escenarios podrían ocurrir.

Cuánta razón tenía el prusiano Carl von Clausewitz cuando advertía que nunca hay que ir más allá de la victoria.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

 

Artículo publicado el 11/07/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/

 

EL VIEJO REALISMO COMO HOJA DE RUTA DEL «NUEVO» MUNDO

Alberto Hutschenreuter*

Imagen geralt en Pixabay

 

Cuando echamos una mirada a los acontecimientos que tienen lugar en el mundo actual, difícilmente podríamos sostener que los mismos respaldan la predominancia de enfoques centrados en el multilateralismo, los valores colectivos y la cooperación desinteresada.

Desde hace tiempo que el denominado modelo relacional, es decir, el que se funda en el poder, la jerarquía, las capacidades, el interés nacional y la incertidumbre de las intenciones entre Estados, predomina en el mundo, llegando incluso a establecerse hoy un inquietante estado de beligerancia latente o de no guerra entre los principales actores preeminentes, esto es, los centros que deberían dar forma a una estructura o configuración internacional.

El estado de disrupción internacional es tal que hasta se podría dudar si hay posibilidades de llegar alguna vez a un orden, pues incluso entre aquellos poderes mayores que tienden hacia una alianza, como China y Rusia, las concepciones relativas con un orden internacional son diferentes. En estos términos, sólo quedaría como garantía relativa de un orden el comercio entre Estados, un sustituto de un orden, pero que no llega a serlo.

¿Estamos, por tanto, en un estado de retroceso en las relaciones internacionales? La pregunta resulta pertinente, pues desde 2014, cuando se produjo la anexión o recuperación de Crimea por parte de Rusia y la desconfianza y fragmentación internacional se profundizó, se habló, primero, del retorno de la geopolítica y luego, del regreso de la guerra; dos cuestiones vinculadas a la obtención de ganancias de poder por parte de los Estados, es decir, «sustancias» de la concepción realista en política internacional, que deprime la cooperación desinteresada entre los Estados mientras que afirma la competencia y la rivalidad entre los mismos. Pero ello no supone ninguna novedad. De modo que, más que retroceso, tal vez sería más apropiado referirnos a una regularidad.

El final de la contienda bipolar, la desaparición de la URSS, la reacción internacional contra la invasión iraquí a Kuwait y el fenómeno de la globalización fueron cuatro hechos que fundaron un clima favorable en relación con el curso de las relaciones internacionales y ello se constató en las hipótesis esperanzadoras que se desplegaron por entonces. Además, la contundencia de las tres victorias estadounidenses (Guerra Fría, guerra del Golfo y modelo económico) afirmó la percepción sobre el triunfo de cierta idea de benevolencia frente a los dogmas casi totalitarios que capitulaban o se encontraban en fase terminal.

La globalización fue, acaso, el epítome, del nuevo clima: una idea cuya práctica aseguraba velozmente el ascenso hacia el desarrollo. Nunca hubo por entonces posiciones que concibieran la globalización como un proceso de oportunidades, que era algo cierto, pero también como un fenómeno no neutro, es decir, como un régimen de poder, algo que era más cierto todavía. Sin duda, si se hubiera considerado la experiencia, seguramente se habría concluido que eran necesarios más reparos por parte de los países frente a las expectativas desmedidas.

En este contexto, las corrientes de pensamiento que consideraban que las relaciones internacionales cambiaban hacia formas menos descentralizadas y más regimentadas, sintieron que sus esperanzas en la afirmación de una sociedad internacional eran prácticamente irreversibles. Si hasta hacía poco el mundo mantenía características hobbesianas, es decir, de ineluctable pugna por el poder, el nuevo escenario tendría rasgos más lockeanos y kantianos, es decir, de creciente comercio y cooperación, y allí todos (poderosos, intermedios y débiles) lograrían márgenes de ganancias. Consecuentemente, se afirmaría «la paz», es decir, el orden.

A pesar de numerosas situaciones, que examinadas con rigor estratégico resultaban categóricas en relación con aquellos fundamentals del realismo, por caso, expansión de la OTAN, proyección regional y global de poderes mayores, movimientos internos en países ubicados en zonas selectivas, etc., tuvieron que suceder los hechos en Siria y en Ucrania-Crimea para que se reconsideraran premisas y se admitiera que la geopolítica estaba de regreso, lo cual era un desacierto, pues nunca podía estar de vuelta aquello que nunca se había marchado.

Desde entonces, aquellas pocas, pero convincentes explicaciones que proporcionaba el realismo, para exponerlo casi en las mismas palabras de Kenneth Waltz, se hicieron frecuentes cuando se hablaba del estado o panorama estratégico del mundo. Los documentos e informes de foros internacionales, organizaciones intergubernamentales y de actores preeminentes describían contextos cada vez más inquietantes (por ejemplo, los Global Risks Report del World Economic Forum, o las Global Trends de las agencias de inteligencia de Estados Unidos).

Finalmente, la pandemia, el nacionalismo de las vacunas, la rivalidad chino-estadounidense y la guerra en Ucrania terminaron por recentrar al realismo en la política internacional y mundial, quedando apenas, como se dijo antes, el comercio internacional, afectado por las tensiones provocadas por tales acontecimientos, como un frágil esquema de relativo orden.

En cuanto a los nuevos tópicos, esto es, conectividad, robótica, biogenética y, particularmente, inteligencia artificial, sin duda que se trata de tecnologías mayores que aportan oportunidades para muchas situaciones, por caso, una diplomacia (quizá) menos equívoca y más precisa para resolver crisis. Pero también existe aquí un ancho margen de posible conflictividad (en buena medida, con desenlaces desconocidos).

La experta australiana Kate Crawford ha venido advirtiendo lo aterrador que sería que un programa de IA adopte decisiones en materia de empleos a partir del reconocimiento emocional de las personas en función de su rostro. Estaríamos ante nuevas y tal vez incontrolables formas o pautas de desigualdad social. Y esto es solo una hipótesis, por no referirnos a otras que nos harían considerar los riesgos que corren las mismas democracias.

Pero desde nuestro lugar (las relaciones entre Estados), la posesión de tecnología mayor profundizaría la desconfianza, la competencia y la rivalidad entre Estados, al punto que se reafirmaría una de las principales marcas del realismo: la anarquía internacional; precisamente, una de las cuestiones que más ha sido criticada por las corrientes que consideran que se trata de una obsesión del realismo, pues ante la vitalidad de nuevos movimientos sociales conscientizantes de nuevas cuestiones colectivas, cuya incesante actividad va erosionando la autoridad del Estado y creando una nueva arena no internacional sino global, la anarquía se habría vuelto una realidad cada vez más anacrónica; un hecho que ha sido útil para explicar el mundo de ayer, pero que no se ha modernizado.

Considerando las nuevas tecnologías en relación con el terreno militar, ¿qué garantiza que las mismas no dejarán al mundo más cerca de una catástrofe como consecuencia de decisiones equivocadas?

En un reciente artículo publicado en la revista Foreign Affairs, la investigadora del Consejo de Relaciones Exteriores, Lauren Khan, se refiere al incidente que tuvo lugar en marzo pasado sobre el Mar Negro, cuando un dron estadounidense MQ-9 Reaper fue seguido y acosado por dos aviones de combate rusos. El Reaper arrojó combustible sobre las alas y sensores de uno de ellos, el caza cortó la hélice del dron dejándolo inoperante y obligando a sus controladores a precipitar el dron sobre el mar.

Todos los movimientos del dron, incluida su destrucción, fueron supervisados y dirigidos por fuerzas norteamericanas desde una muy lejana sala de control. La experta se pregunta qué hubiera sucedido si el dron no fuera piloteado por humanos, sino por un software independiente con inteligencia artificial. «¿Y si ese software hubiera percibido el “toque” del caza ruso como un ataque?». La pregunta planteada es aterradora.

Como vemos, no parece que quedara demasiado lugar para abordar estos temas desde categorías que no partan y se analicen desde aquellas que nos proporciona el realismo, es decir, desde aquello que muy bien Stanley Hoffmann ha denominado «políticas como de costumbre», es decir, planteos y respuestas que nunca se alejan del poder, las capacidades, el interés nacional, el multipolarismo, el temor, la ambición, la geopolítica, la jerarquía y las vacilaciones sobre las intenciones.

Al menos en lo que queda de la tercera década del siglo XXI, pensar el mundo fuera de esas categorías es pensar un mundo que no es. En otros términos, se corre el alto riego de realizar diagnósticos fallidos.

 

* Alberto Hutschenreuter es miembro de la SAEEG. Su último libro, recientemente publicado, se titula El descenso de la política mundial en el siglo XXI. Cápsulas estratégicas y geopolíticas para sobrellevar la incertidumbre, Almaluz, CABA, 2023.

 

Artículo publicado el 12/06/2023 en Abordajes, http://abordajes.blogspot.com/

SEGUNDA GUERRA FRIA. PERSPECTIVAS.

Nicolás Lewkowicz*

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

El mundo unipolar acaba con la llegada al poder de Donald Trump en 2017. El resquebrajamiento del sistema unipolar no es consecuencia de la elección del magnate neoyorkino como presidente de los EE.UU., sino que es síntoma de una paulatina retirada de Washington como hegemón y garante de la globalización, la cual empezó en la ultima etapa del gobierno de Barack Obama. La Guerra Ruso-Ucraniana, las tensiones en torno a Taiwán y las escaramuzas venideras en el Indo-Pacifico deben ser vistas como eventos ordenadores del mundo que se empezará a avizorar hacia 2050. La Segunda Guerra Fría tiene tres ejes fundamentales:

1. Desglobalización. Volvimos a la historia. El mundo es más jungla que jardín. Vuelve la multipolaridad (EE.UU.-China-Rusia) porque Washington no puede gobernar el comercio internacional. Los costos de proteger las mercancías que circulan por los océanos son cada vez mayores e imposibles de sufragar a largo plazo. Por otra parte, EE.UU. no depende del comercio internacional para asegurarse un alto nivel de vida. Su geografía es casi perfecta, dotada de buena parte de los recursos necesarios para re-industrializarse. EE.UU. tiene un mercado interno (NAFTA 2.0) de importancia. Se espera, como ya lo avizoraba Zbigniew Brzezinski (se pronuncia “Yeyinsqui”), la conformación de un “nucleo geopolítico” centrado en el Circulo Dorado (que va del Polo Norte hasta la ex Gran-Colombia), Japón, Corea del Sur y los países europeos que tienen salida al mar Ártico. Expansión geopolítica limitada. Adiós a la teoría del Heartland de Halford Mackinder.

Rusia podrá utilizar los recursos que antes escapaban a “Occidente” (constructo geopolítico creado en 1945) para aumentar el tamaño de su economía. Las grandes riquezas que se encuentran en la Llanura Europea Oriental y Siberia podrían generar niveles de industrialización similares a los primeros planes quinquenales soviéticos. China virará, grosso modo, hacia una geopolítica basada en la militarización y la construcción de un mega-bloque euroasiático, que debería llegar hasta el Estrecho de Ormuz. Ninguna de estas dos potencias quiere ni puede tener un carácter expansivo, sino de defensa del espacio económico y cultural, lo que reforzará lazos con Irán (y otros países de mayoría chiita) y el espacio turquíco.

“Europa” (o mejor dicho, las Europas) sufrirá como nadie el paulatino fin de la hegemonía estadounidense y el paso hacia un mundo multipolar. Hasta que hacia mediados de este siglo se reconfigure en un esquema económico confederativo (de mercado común pero no único), que permita a Reino Unido y Francia utilizar sus lazos de ultramar, a Alemania girar definitivamente hacia el Este, a Italia concentrarse en África del Norte y Balcanes y a España recobrar su destino iberoamericano, sobre todo en el Cono Sur.

2. Envejecimiento. Todo el mundo envejece, salvo algunos países subsaharianos. Esa también es una de las razones del fin de la globalización. La edad promedio en EE.UU. es de cuarenta años. Por otra parte, la inmigración desde América Central es cada vez menor. Gran parte de Europa es aún mas vieja. China y Rusia tienen problemas demográficos de gran importancia. Eso hace imposible una guerra cinética directa entre las potencias, sobre todo si se tiene en cuenta que el hegemón en declive está empezando un proceso de reforma política similar a los que emprenden los imperios antes de expirar. En el supuesto caso que la tendencia demográfica hacia la baja se revierta, las consecuencias no se verían hasta dentro de dos décadas. Eso significa menos productores y menos consumidores. Los países que aún tienen un dividendo demográfico positivo lograrán un crecimiento económico sostenido. Pienso en América Latina, a pesar de que ésta también envejece.

3. Civilizacionismo. El fin de la era liberal llevará a una revalorización de la cultura como eje ordenador del ámbito doméstico y de la manera que los países se relacionan con otros. Samuel Huntington tenia razón. Es imposible escapar a un cierto esencialismo civilizacional. El liberalismo que guiaba la globalización buscaba un nomos único para todo el planeta y ordenamientos basados en reglas, más que en lazos de unidad cultural. Contra John Adams, los países no son “repúblicas de leyes,” sino espacios sociales de proximidad cultural. La gradual retirada de Washington del ordenamiento internacional es el mejor ejemplo de que nadie está dispuesto a defender a nadie que no considere parte de su familia extendida, o sea de su nación y/o espacio cultural. La transición hacia un mundo divido en espacios culturales nos muestra una voluntad de utilizar un poder ultra-blando (mezcla de progresismo y realismo morgenthauniano) por parte del “núcleo geopolítico emergente” pergeñado por el hegemón declinante para poder captar voluntades entre la “periferia,” concepto por cierto cada vez más obsoleto.

4. Renacer argentino. A Argentina no le hizo bien la globalización. Nuestros niveles altos de pobreza se generan a partir de la dictadura cívico-militar (1976-1983) y aumentan a medida que el país se “integra” al mundo. El espacio geopolítico argentino es el viejo Virreinato del Río de la Plata. Son los países de esa área geográfica los que mantienen a nuestra población relativamente joven y los que ven a nuestra patria como lugar de progreso. Se espera que hasta 2050 Argentina mantenga el dividendo demográfico positivo, lo que llevará a un mercado interno más grande y a vendernos más cosas entre nosotros. Argentina no tiene problemas raciales ni étnicos ni religiosos. Esto no es poca cosa. La mayoría de los países si los tienen. Por otra parte, la demanda de materias primas y energía hará que el viejo hegemón (cada vez más viejo y aislacionista) no pueda (ni quizá quiera) ahogar nuestro crecimiento. Mas allá de quien gobierne en las próximas dos décadas, Argentina espera un crecimiento en torno al dos por ciento anual, lo que aumentaría su nivel de desarrollo y la capacidad de defender al país de los embates derivados de la configuración del nuevo ordenamiento internacional. Las circunstancias externas (favorables) ordenarán las reglas de juego en el ámbito político. Y una edad promedio más alta hacia 2050 hará bajar los altos niveles de violencia a los que venimos acostumbrándonos.

En geopolítica se hace futurología en base a lo que ya está ocurriendo. Este análisis no es prescriptivo, sino descriptivo. Nuestra clase política en algún momento se acomodará a las circunstancias enunciadas anteriormente, utilizando los recursos intelectuales generados en las últimas décadas; que están aún en el mercado gris de las ideas, pero que en su debido tiempo y forma adquirirán un rol cada vez más central.

 

* Realizó estudios de grado y posgrado en Birkbeck, University of London y The University of Nottingham (Reino Unido), donde obtuvo su doctorado en Historia en 2008. Autor de Auge y Ocaso de la Era Liberal—Una Pequeña Historia del Siglo XXI, publicado por Editorial Biblos en 2020.

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